domingo, 31 de octubre de 2010

Anfitrionas sin recetas


María Carolina
Cena en casa. De mujeres. Solas: despojadas de hombres, llámense éstos maridos, novios, amantes, hijos, padres o hermanos.
De vez en cuando solemos hacer una cena únicamente para nosotras para darnos el placer de despacharnos contra el sexo masculino y charlar de cosas que delante de ellos no podríamos hablar. O al menos las demás. Yo no tengo ese problema. O al menos no tan frecuentemente.
Vero y las demás suelen llegar temprano. Mientras las espero, preparo todos los detalles para recibirlas: algo para tomar mientras conversamos, una rica picadita para acompañar, y la comida que se extenderá en una eterna sobremesa.
Hoy vamos a comer pastas: ravioles de ricota con salsa de cuatro quesos. De postre, helado. El de la heladería de la esquina, esa artesanal que tiene los sabores más deliciosos de esta ciudad. Vino para unas, gaseosa para las que no toman alcohol.
Esta noche tendremos charla de sobra: Florencia vendrá con sus historias de su última presa masculina, así que abundaremos en detalles sobre el susodicho. Me arriesgo a pensar que ese será el tema central.
Creo que ya tengo todo listo. Repaso mentalmente: no, no se me olvida nada.
Suena el timbre: seguro es Vero. ¡Y yo todavía no me bañé!


María del Pilar
¿Lo dejo o no lo dejo? Reconozco que puede quedar desubicado o de mal gusto, pero luce taaaaan lindo, que me da mucha pena tener que sacarlo. Si, lo dejo. Cada día son más las casas que tienen uno, de a poco vamos eliminando tabúes y en cualquier momento va a ser un accesorio obligado en todos los hogares argentinos.
Además, es la noche ideal para usarlo. Cada vez que nos reunimos con las del country, al terminar de cenar no sabemos qué hacer. ¡Cierto! ¡Les prometí la tarta de kiwi y todavía no la hice!!! Bueno, sabrán entender los motivos, y coincidirán en que esto es más importante.
Ahí las veo venir. Eva está cada día más caderona, y el toque de botox que se puso Lore le dejó los labios demasiado pulposos. ¡Uy, qué horror el pelo de Fabiana! Sin dudas el shampoo anti frizz no está haciendo efecto. Igual, las quiero a las muchachas….y por eso les preparé esa sorpresa que les hará olvidar que la cena consta de brotes de soja y alcauciles hervidos.
Tal cual lo imaginaba, apenas vieron el caño instalado en el living de casa todas sacaron la felina que llevan dentro y empezaron a ensayar pasos, saltos, movimientos y hasta se animaron a treparlo. Nos olvidamos de la mesa, los hombres, las desdichas, las aventuras y hasta de la tarta de kiwi. La noche ideal, la combinación perfecta y el caño que nunca falla. La cena estaba de más.


María Guadalupe
Odio a las mujeres que cocinan bien por el simple hecho de que preparan cosas riquísimas “a ojo”. Las odio porque entonces nunca pueden dar un consejo preciso y claro para una inútil en el arte culinario como soy yo. Te dicen:
- ¿Te gusta? Es re fácil hacer brownie. Necesitas chocolate, no mucho. Un trozo de manteca. Azúcar a gusto. Tres huevos medianos. Y una taza grande de harina cuatro ceros.
- Pero esperá. Chocolate: ¿dos barritas, tres? El trozo de manteca, ¿grande o chiquito? ¿Y cuántos gramos de harina? Porque yo tengo tazas de todos los tamaños…
Las mujeres que cocinan bien: humillan. Simplifican demasiado un mundo que para mí es de lo más aburrido, tedioso y complicado.
- Quedate tranquila, después te paso la receta por mail. Yo a esta altura no tomo medidas. Igual es una pavada, no te puede salir mal. Solo tenés que fundir a fuego lento el chocolate con la manteca, después sumarle los huevos, el azúcar y a lo último la manteca. Mezclás bien y al horno. Lo cocinás a fuego lento unos veinte minutos y chau. Si querés darle un toque más, le agregás nueces.
Yo, tonta, me creo eso de que es una pavada. Y por más que trato de sorprender a mis invitados con comidas ricas, algo siempre falla. Es casi una regla. El brownie, por ejemplo, parecía una suela negra que no se partía ni estrellándolo contra el piso. Así que fue perfectamente reemplazado por una torta de caja Royal, cortada al medio y rellenada con el más delicioso dulce de leche.


María Julia
Me encanta tener invitados en casa y con la excusa de ser buena anfitriona, comprar pavadas para adornar la casa. Pensar en la comida, encargarla y algunas veces hacer como que la preparé yo.
Sin embargo las comidas en las que se colan mis tías las detesto. Y aunque he inventado miles de cuentos para evitar que vengan, no hay caso: ellas (las dos solteras), siempre logran saltear cualquier pretexto y a la hora en punto están tocando el timbre de mi departamento.
Maldigo tener que escucharlas, decirme en mi propia casa que deje esas ideas raras y me busque un marido. -De esos que te abren la puerta del auto y que te regalan rosas -acotan siempre.
Y a las 9.30 horas el timbre sonó, ahí estaban las dos paradas mirando si no había engordado y preguntando como siempre: -¿Julia, cuándo te vas a casar?


María Albertina
Me encanta recibir gente, que se queden hasta tarde, vacíen la heladera, tapen el inodoro y ensucien rincones de la casa que ni yo conocía. Todo eso me parece tolerable, por mucho que escape de mi control. Tampoco me molestan los chicos mientras no se metan con mis libros o empiecen a pelearse frente al monitor pantalla plana que me costó meses de ahorro. ¿Vieron? No se puede decir que soy una anfitriona cascarrabias, ni que barro los pies de los que todavía están sentados o pongo cara fea cuando fuman adentro. No, para nada. Zafo de todas esas categorías para concentrarme sólo en una: en mi casa, YO limpio los platos. Nada de visitas simpaticonas queriendo ofrecerse, ni de mi concuñada haciendo el esfuerzo del siglo cuando en su vida toca el detergente. No señor. Y mi histeria no tiene nada que ver con que los rompan o los dejen sucios. Lo que no tolero, es que laven con la canilla abierta. Sobrepasa mi paciencia que no tengan la costumbre de enjabonar primero y, sólo después, abrir el grifo para enjuagar. Y ni les digo si en medio de la operación, con la canilla chorreando a mares, se dan a vuelta a comentar sobre la política de Duhalde –de la que no saben un corno- y se “olvidan” que el agua corre. Me encanta recibir visitas, invitarlos a comer, pero sepan que en mi casa, siempre lavo yo.
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domingo, 17 de octubre de 2010

Entre patear el tablero o amoldarse a la rutina


María Julia
Un día cualquiera decidí salir, y dejar atrás todo lo que me hacía mal. Dejé de lado las sonrisas de compromiso, y el sufrimiento que me causaba verlo con alguien; decidí terminar algo que él ya había terminado hace tiempo.
Empezar de nuevo, sanar mi corazón, amar como si nunca me hubieran herido. Así descubrí el placer del amor sin compromisos, de los halagos verdaderos, de la ternura de una caricia.
Y aunque el corazón como cualquier otro músculo, nunca sana del todo. Un día cualquiera también me gustaría comprometerme en serio, dar el paso que tanto temo, ser entera para alguien, como si nunca hubiera sufrido, como si nunca me hubieran herido.


María Albertina
Un día cualquiera me va a conocer. No va a haber diablo que la salve. Cueste lo que cueste voy a hacerle entender a mi queridísima vecina que el planeta no va a morir con ella y que cuidarlo es obligatorio, no opcional. Y es que si la vuelvo a pescar llevándose mi basura para quemarla en el parquecito de la vuelta, voy a tomar medidas extremas. Ya lo pensé. Lo tengo todo planeado. La próxima vez que la pirómana ésa empiece con el humito negro que condensa los desechos inorgánicos de todos los vecinos, va a saber quien soy. Una guerra de carteles le voy a hacer. Sí, así como escuchan. Voy a mostrarle al resto de la cuadra que la doña no sólo roba desperdicios ajenos sino que además no tiene respeto por la vida de otros.
El primer pasacalle va a decir con letras enormes “Votemos por Doña Rosa, la más limpia del vecindario” y abajo, un poco más chico, “Ella sueña con matarnos pero no quiere ir a la cárcel, así que lo hace despacio, quemando tu basura y la mía, promoviendo el cáncer de la región”.
Y que alguien venga a pelearme nomás.


María Carolina
Atravesada. Ese es el término que mejor me sienta hoy. Así me levanté: cruzada con la vida, despistada, confundida, caminando en contramano todo el día.
A las 6:25 sonó el despertador, tal cual la rutina laboral me tiene acostumbrada. Lo apagué, me levanté y empecé a buscar qué ropa usar. El estilo “cebolla” de estos días me está volviendo loca: musculosa para el mediodía, campera para la mañana temprano. Pashmina al hombro, anteojos de sol, paraguas porque el agua está amagando. Mi bolso a punto de explotar. En la parada del colectivo, la cola para ascender superaba la decena de personas. Cuando bajé en la esquina de mi trabajo, el panorama era más o menos el mismo.
Mi oficina fue un caos: el tablero de ajedrez puso a sus piezas en juego la mayor parte del día.
Luego de la jornada laboral, el mundo se redujo a encontrarme de nuevo con la comodidad de mis ojotas y mis joggigns estirados. Antes de eso, me esperaba pasar por la provista en el súper de la vuelta: éramos varios los que habíamos tenido la misma idea. El supermercado desbordaba, la cola para llegar a la caja era lo más parecido a la eternidad.
Al final, llegué a casa: allí me esperaba, tras pasar la puerta, una infinidad de facturas de cuentas por pagar. ¡Lindo modo de esperar a una, cualquier día, a cualquier hora!


María del Pilar
La mañana ideal arranca con una barrita de cereal y una buena taza de té verde. No admito otra opción más sana y light, aunque cuando mastico pienso en las medialunas recién horneadas de la panadería de la esquina. No voy a caer en la tentación, no.
Tratando de eliminar pensamientos oscuros, corresponde hacer más de 5 kilómetros de bicicleta fija y varios abdominales endurecedores. Al finalizar y para poner la mente en blanco, una sesión de yoga es lo ideal.
Rejuvenecida casi un cuarto de siglo, con la conciencia tranquila de haber ingerido la cantidad indicada de calorías, el cuerpo transpirado pero trabajado y el alma en paz, no hay alternativas más que salir a relucir la armonía que logramos. Ropa casual nada casual, un par de anteojos y un auto con vidrios polarizados es todo lo que necesitamos para despertar la envidia de las pobres vecinas que se quedan barriendo la vereda en pantuflas. “Chau chicas, nos vemos a la noche”…piensa mi mente perversa, mientras esbozo una falsa sonrisita.
El día sigue con visitas a amigas, recorrida por los outlets, actividades con Huerto y la tradicional caminata con las del country, para despuntar el arte de la crítica. No debe faltar un vaso de vino después de cenar, un cigarrillo para fumar despacio, y el balance de la jornada que se nos va. Siempre con optimismo, sino…de qué sirve el martirio de la barrita de cereal a la mañana.


María Guadalupe
Un día no puede ser como cualquier día. Un día es un día. Es único. Y tiene que valer la pena. A veces el sol lo vuelve maravilloso. Una charla con una amiga. La cobija que te tapa hasta las orejas si hace frío. El mensajito de texto que llegó inesperadamente. Buenas noticias. O una canción desafinada en la ducha.
Pero cuando el día se va como si nunca hubiera llegado, es un día cualquiera. Sin emoción. Nada para recordar. Ni una pizquita de pimienta y sal. Veinticuatros horas que te pasan por al lado. Es ver la vida que pasa a través de una ventana.
Yo los sumo: son mis días para tachar.
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domingo, 3 de octubre de 2010

Histerias menstruales: ¿mito o realidad?


María Albertina
Aparece sigiloso, gradual. Es como si el humor del día fuera cambiando del gris claro al negro profundo, pasando por todos los tonos sin excepción, hasta desembocar en el azul. Sí, en azul lágrima.
Ese día, el desayuno suele ser funesto, un enojo contra el colchón que pide un cambio haciéndome doler la cintura.
La media mañana me encuentra pensando que la culpa es mía que vaya a saber porqué me bajé de la cama con el pie izquierdo.
El almuerzo es una molestia que me obliga a oír la conversación de mis compañeros de trabajo, donde siempre ronda la misma queja que –hoy- no tengo ganas de aguantar.
La tarde en la facu, eterna.
Hasta que por fin, la cena se vuelve reveladora. Es el momento del día en que prendo la tele y trato de saber qué carajo pasó en el mundo mientras yo seguía como si nada. Y entonces, cuando no puedo evitar el moqueo y la lagrimita frente a la noticia del bombero que rescató el gato de la vecina, es que lo sé. Mi mal humor del día no fue más que el síntoma de la menstruación que llegará mañana. Y entonces, por fin, me tranquilizo.


María Carolina
El cansancio pudo con mi cuerpo y mi mente. Dormí dos días seguidos: me levanté en el último minuto, tomé el colectivo, fui a trabajar, volví y dormí. Si: probé apenas un bocado y me entregué a los brazos de Morfeo. Hasta que el cuerpo dijo ¡basta! y no necesité más estar tirada en una cama.
Además, mi cabeza parecía a punto de explotar. Ni el mejor analgésico podía acabar con él. Desde los pelos hasta los pies, mi cuerpo era la mismísima expresión de una mujer que había acarreado bolsas durante 8 horas.
Para variar, anoche llamó mamá. Con un candidato nuevo para mí y su fascinación por transformar mi apostalado a la soltería en un número par. La conversación duró alrededor de 5 minutos: fue todo lo que mi irritable carácter pudo soportar.
Por suerte hoy todo pasó. Mi pesadilla premenstrual ha terminado.


María del Pilar
Ya le dije cientos de veces a Huerto que cuando yo comience con las manías de señora grande, esas que provoca la menopausia, gestione mi internación en un geriátrico de la zona. Que tenga todos los lujos, claro…total mi ex marido seguirá costeando los gastos, hasta los de mi propio funeral.
La verdad, no quiero llegar a esa etapa, siento que voy a marchitar como una flor. Pero realmente hay días, 3 al mes más precisamente, en los que ni siquiera se aguantan mi yo y súper yo. En esos momentos elevo plegarias reclamando por ser mujer, pidiendo la extirpación de los ovarios activos, y repitiendo groserías todo el tiempo. Me malhumoro. Lloro y río con 2 minutos de diferencia. No quiero ver a nadie. Y, lo reconozco, invento anotojos cual embarazada, que autoconcedo con rapidez.
Se que son los últimos años de padecimiento. Que estoy entre Señora de las Cuatro Décadas y De vez en Mes….y eso también me angustia. Será mi eterna negación a creer que el tiempo pasa, y no sólo para mis vecinas excedidas de peso y arrugadas. También para mí, aunque constantemente trate de vivir en los 30.
Además, está Huerto comenzando con sus nuevas sensaciones, sus histerias de adolescente, su malestar con el cuerpo y la misma tortura que su madre, cuando llegan aquellos días malditos.
Por eso recomiendo a todos los conocidos que, en casa de mujeres, siempre es mejor preguntar los estados de ánimos, antes de ateverse a tocar la puerta.


María Guadalupe
Para mí son zonceras. Excusas. El camino corto para justificar lo injustificable. Porque digámoslo con todas las letras: somos histéricas. Obvio que lo digo bajito para que no escuche mi maridito. Pero es así. Más claro que el agua. Yo no les creo a las que responsabilizan a “la visita” de estar hiper-sensibles y vulnerables. Qué divinas: te mandan al diablo por cualquier tontería y después se disculpan porque las toallitas femeninas las irritan.
Así que no cerremos el ojal con tanta facilidad. Porque esto no es consecuencia de menstruar. El botón del asunto es tener un genio de miércoles. Hay que hacerse cargo de lo que uno es: en “esos días” y en los otros. Yo cuando me enojo, me enojo con ganas. Si lloro es porque estoy triste. Y le grito al que me saca. Siempre siempre, se los porqué. Me hará falta terapia, pero he aprendido a sincerarme conmigo mismo. A hacerme cargo de mis locuras sin repartir culpas a la condición femenina.


María Julia
No se si científicamente se puede hablar de síndrome premenstrual, supongo que si y que por eso tantas publicidades sacan provecho de esto. Lo que si puedo afirmar es que cuando llegan esos días mi humor cambia, a veces para bien a veces para mal.
Suelo buscar mimos en cualquier deslucido que se me cruza; en esos días no hay gusto que valga, no importa si es bajito o alto, si es rubio o morocho, si es tonto o inteligente; lo único que importa son esas palabras lindas que salen de su boca, aunque en el fondo muchas veces no tienen coherencia.
Eso si cuando el síndrome pasa y la razón llega a mí, cualquier excusa sirve para sacarme de encima al bagre que pesqué.
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