domingo, 26 de diciembre de 2010

Costumbres Navideñas (sin nieve ni Santa Claus)


María del Pilar
Cuando Huerto era pequeña nos gustaba pasar la Navidad en el campo. Para que ella disfrute el aire libre, pueda correr por donde quiera sin peligros, y sepa que existe la vida más allá de la autopista.
Pero este año está totalmente negada. El único verde que quiere ver es el de las luces de algun boliche teen, y cambió el arrullo de los pájaros por el reggeaton. Ya no le gustan los moños ni los vestidos largos, ahora solo se viste con chupines y osa pintarse con mi maquillaje.
Su padre, mi ex marido, se va a Punta del Este para las fiestas. La nueva mujer, 15 años menor que el, decidió que el extra brut uruguayo es más rico que el nuestro. Y parece que el panettone trae mas frutas. La miel de los primeros años….pronto se transformara en limón. Ja.
Así que no tenemos grandes alternativas para estas fiestas que nos acarician las espaldas. Antes que nada destinaremos tiempo y dinero en nuestros regalos navideños.
Después de todo, de eso se trata. De una excusa más para invertir en ropa, zapatos y accesorio… obvio que sin pecar: nunca un outlet.
Y el resto vendrá solo. Cenaremos con Huerto en algún lugar que nos permita disfrutar de los artificios, y brindaremos para que el próximo año sea tan bueno como este.
Piquete al mal gusto, sobredosis de Tucci, litros de perfume importado, que vivan los
shopings y destilemos glam…


María Julia
Todos los años empieza desde finales de noviembre la euforia por la llegada de las fiestas; pero sobre todo por el festejo de la navidad.
Aunque a muchas nos gustan esta época, o por lo menos no nos disgustan, las que más padecemos toda esta locura somos como siempre, las mujeres. Supuestamente nosotras somos las encargadas de que la casa este “espléndida”. En mi caso por ser la mujer de la casa, soltera y anfitriona, debo soportar parecer modelo de revista, cosa de que mis tías se guarden los comentarios desubicados. Esto implica depilarme, peinarme, maquillarme y varias otras cosas, como si el arbolito de navidad fuera yo y no él verde que pongo en la esquina.
Sin embargo debo confesar que tanto arreglo surte efecto, y no se si será: por el alcohol en la sangre, los festejos, o ver a tantos hombres en camisa con las mangas arremangadas, pero hay algo en el aire que hace todo distinto.
Y después de haber quedado hermosa como muñecas de torta, si dejamos de lado por un rato nuestras luchas de género, seguro volvemos a casa con un lindo ejemplar del otro sexo.
Chin, chin Feliz navidad!!


María Albertina
Yerberas en el centro de la escena… ¿Se les ocurrirá, alguna vez, a los ecologistas, empezar por cambiar la imagen? Tantos presidentes, asesores y científicos no parecen hacer la diferencia, así que propongo algo más tajante: este año, en lugar del clásico pino de plástico, adornemos una linda maceta con flores y coloquemos alrededor los regalos. A ver si así, por lo menos en casa, conseguimos copar un poco de dióxido de carbono, porque a esta altura ya veo –igual que todos- que en Copenhague mucho no se va a lograr.
Eso sí, seamos realistas. Una cosa es estar a favor del medio ambiente, otra es caer en la exageración. No es que tenemos que regalar “piñones” como los Peques. Podemos aceptar envoltorios de papel reciclado o tarjetas biodegradables, pero nada de obsequiar semillas. Entiendan, mi “listita” ya está en el correo y, ahora, después de un año en el que me porté bien, comí muchos cereales, algo de verdura, muy poca carne, separe la basura aunque nadie me lo pidiera y hasta fui a misa un par de veces, creo que nadie puede negarme esa cartera de cuero que me tiene loca!! (Total, seguro que no me compro otra en muchos años).


María Carolina:
El mismo baile. Primer día de diciembre y ya tengo urticaria: que suegros, cuñados; que el novio de mi hermana, que el marido de la otra. De nuevo la misma cantinela a la que me tiene acostumbrada el mes 12. Y me convenzo: llegan las fiestas y los hombres que me rodean siguen siendo los mismos tipos que han sido durante el resto del año, pero en una carrera desesperada por incrementar sus defectos.
Como “soltera empedernida” que soy (y siempre aclaro: no por decisión propia, sino por la de los hombres), ninguna de esas preocupaciones comunes me afecta. Y si: no tengo suegros ni pareja con quien dirimir estos conflictos propios de las festividades de diciembre.
“Qué suerte tenés, María Carolina”, me dijo una de mis hermanas apenas entrado el 1º de diciembre. “No tenés un marido con el cual tener que organizar durante 15 días si pasás navidad acá o allá o si cocinan vos o él”. Yo la miré con cara de compasión, acaso dándole a entender que tiene razón, que yo no tengo un marido como el de ella que se pasa quince días haciendo gestos propios de Romeo, en un intento afanoso por dilatar el tiempo y terminar tomando la autodeterminación el 23 a la tarde de cenar en casa de su propia madre al día siguiente.
Fueron 20 días en los que escuché hablar sobre el mismo tema, lo que me obligó a involucrarme lo menos posible en el asunto. Caso contrario, corría serios riesgos de que cinco días antes de la navidad reaccionara a algún comentario de mis hermanas con una respuesta mordaz y sincera (porque es seguro que una parte de mí lo piensa) del tipo: — “¿Sabés qué? Estoy harta de escucharte hablar de tu marido, tu suegro y tus cuñados. Está clarísimo que para los malditos egoístas tu opinión, tus prioridades y tus ganas corren en el último puesto”. Apenas pronunciada la última palabra mi hermana, quien es especialista en elucubrar comentarios sobre todo lo que no soy y lo que no tengo, habría comenzado a darme cátedra acerca de la vida en pareja y la necesidad de ceder en algunos casos. Claro. Ella, que tiene un Magíster sobre “Como ceder con una sonrisa en todo lo que mi marido considere importante los 365 días del año”.
Es inevitable; llega diciembre y todo sigue igual. Así, las cenas me verán sentada a la mesa familiar, cercada de parejas felices que pasaron los últimos 15 días discutiendo por los planes para esa noche, pero que hoy me rodean con una mezcla de frases acarameladas y besos indigestos, entre bocado y bocado de pollo relleno.
A veces, la vida me da pruebas (someras, pero pruebas al fin) para que, sin la ayuda de nadie, aprenda a disfrutar de mi estado de soltera empedernida.


María Guadalupe
Cuando era chica yo creía en Dios, así con mayúsculas. Porque creía en la abuela y en la historias fantásticas que ella repetía de esos libros que había sobre su mesa de luz. Para Navidad armábamos juntas el pesebre bajo el arbolito. Era emocionante dejar la cuna vacía hasta el 25 que nacía Jesús. Y un poco aterrador. La nona contaba que cuando un señor llamado Herodes se enteró por culpa de unos magos alcahuetes de que Dios iba a nacer en Belén, mandó a matar a todos los niños menores de dos años.
María estaba ahí toda de porcelana, con las pupilas de los ojos mal pintadas y yo le decía apurate-apurate antes de que los encuentren. Me preguntaba también porqué no le había crecido la panza si al final ya era sabido que los bebés no salían de repollos. En fin, me daba pena. No era más que otra madre soltera embarazada del espíritu santo. Yo conocía a varias por entonces. Para consolarla le ponía una mula sobre la cuna, al menos para que ese hueco a mi no me molestara.
A la noche en la cama rezaba por el niño Jesús. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, y ni bien nazcas el 25 andate rápido de Belén y si te queda de paso traéme la Barbie nueva que tiene el vestidito de princesa amarillo. Amén.

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lunes, 13 de diciembre de 2010

Aunque el diario no hable de eso…


María Albertina
Vivo de las sobras. Consumo las noticias que otros ya vieron, razonaron y sometieron a disección hasta convertirlas en una verdad deforme.
Para cuando llego a casa, después de trabajar ocho horas seguidas y pasar en clase gran parte de la tarde, sólo tengo a disposición noticias masticadas.
Lo que para el mundo fue primicia que nació, tomó forma y finalmente se develó, a mi se me aparece como demonio de cinco cabezas, donde la cara depende del canal que sintonice.
Igual, estoy convencida que la noticia del día es la que no se dice. Habrá excepciones, pero casi siempre lo que de verdad importa no llega a la agenda de los grandes medios. O es prohibida, como en este caso.

 
María Carolina
Parecía que iba a ser un día más en la oficina. Un día calcado a otros, con las mismas discusiones e idéntica rutina laboral. Pero no.
La novedad corrió más rápido que nunca. En cinco minutos sabían desde el de la mesa de entradas y el telefonista, que están ubicados a la entrada del edificio, pasando por los chicos de la cocina y el director.
Hace al menos 15 años que Mariquita viene formando parte del personal de la oficina. Agradable, considerada con todo el mundo, simpática, buena gente. Nunca se le conoció un novio/amante/marido en su vida. Hasta hoy, que apenas entró largó la noticia que traía atrapada en su garganta:
-“Chicas, el viernes conocí un hombre. Es el hombre de mi vida… y les tengo que contar algo” –hizo una pausa, como tomando aliento para continuar hablando. Durante ese segundo, pensé que lo que había dicho ya era una noticia en sí misma. Pero no tuve mucho tiempo más para meditar, ya que el “nos vamos a casar” de Mariquita me interrumpió abruptamente. Nuestros gritos de alegría se sintieron en todo el edificio.
¿Será que a todas nos toca, alguna vez?


María del Pilar
Qué decepción, qué desolación, qué tristeza. Cuanta amargura. Preferiría haber vivido en la ignorancia antes de enterarme, y encima de una manera tan cruel. Estoy segura que la yegua de Bernarda me lo contó porque sabía cómo me iba a poner, una noticia así le baja la autoestima a cualquier mujer, sobre todo si hace años que estás sola en la vida….
No puede ser gay. Si cuando hacía los abdominales no sacaba los ojos de mi short. Me miraba fijo, levantaba mi ánimo con una caricia en el lugar ideal. Le encantaba charlar de moda y era la compañía ideal.
Yo ya tenía pensado tirarle un par de indirectas cuando venga para la rutina de esta semana. Decirle que la pasaba muy bien, que me encantaba hacer gimnasia con alguien tan interesante y masculino. Hasta estaba en mis planes invitarlo a cenar.
Pero la noticia llegó y es tan certera como que lo vieron en el bar a los arrumacos con otro tipo. Parece que estaban muy felices. El personal trainner había salido del closet, y mi corazón se derrumbó cual planes de love story con el musculoso.


María Guadalupe
Todos los mediodías, antes de servir los platos calientes a la mesa, mamá apagaba el televisor. Decía que si miraba el noticiero -tiros, sangre, muerte, corralito, piquete- después no podía hacer una buena digestión. O peor: quedaba inapetente.
Yo nunca estaba de acuerdo. Quería saber qué pasaba en ese mundo tan lejano que es Buenos Aires. Porque sí: los que vivimos en el interior nos desayunamos de noticias que no nos tocan: embotellamientos en calles por las que nunca anduvimos, lluvias que acá aún no llegaron o ya pasaron, escuelas tomadas que nos son las nuestras.
Pero en casa, el tele Philips se apagaba sin debate democrático. Pum, se hundía el botón y chau señal. Será por eso que las noticias del día para mi familia eran las que no salían publicadas en ningún lado. Hablamos de cosas chiquitas, de la vecina que ganó la quiniela, de la prueba de mañana, de lo caro que estaba el aceite, de la nona que había perdido los lentes. Ahora que lo pienso me doy cuenta que por eso quizá siempre me gustó tanto Eclipse de mar, de Sabina
En aquella casa, el diario, ni la tele, ni la radio, hablaba de lo más importante


María Julia
La noticia del día, hoy, era la misma de todos los días: muertes, choques, tragedias, vandalismo y un sin fin de sinónimos que hoy aparecían como portada; algunos optaban para enfatizarla mostrar algún muerto, un poco de sangre o lo que fuera necesario para generar que ese momento, se transforme en algo un poco más morboso.
Las noticias, cargadas de intenciones se me arrojan a la cara, me despiertan a veces, pero casi siempre me atacan en esos momentos en los que ilusa intento informarme.
Habrá sido eso lo que me impulsó, como trapecista a pegar el salto y con un envión apagar todo: radio, televisor y hasta celular.
Y sentarme al fin, para terminar de despertarme sin más que una taza de café, los pies estirados en la baranda del balcón y "El segundo sexo" de Simone

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domingo, 28 de noviembre de 2010

Entendidos mal paridos


María Guadalupe
Él dice que nunca me entendió mal. Que yo le dije que el gas vencía mañana pero jamás le pedí que pasara por el banco a pagarlo. Que yo le hablé en algún momento de la peña con las chicas de la secundaria aunque en ningún momento le conté que era este viernes. Este viernes. Justo este que él había organizado asado con sus papás. Que me va a crecer la nariz si le sigo jurando que le avisé que había llamado José el lunes al mediodía y que culpa mía se perdió el “fulbito” con los pibes.
Yo le digo que sería más fácil si en vez de decirme a todo que sí, escuchara lo que le digo. Él retruca: cuando decís eso me hacés acordar a tu mamá. Siempre estas conversaciones terminan igual, frase repetida: ¿ves que nunca entendés nada?, y portazo de postre.


María Julia

Los malos entendidos no existen, o por lo menos yo no creo en ellos. Para mí sólo se trata de un invento social para salir de algún aprieto; soy testigo de ello porque lo he practicado varias veces.
A veces sin quererlo, me iba convenciendo a mi misma, para terminar diciendo la frase ya conocida: “noooo, entonces te entendí mal. Seguro que fue sólo eso: un malentendido”
Si, si. Lo he dicho; cuando la situación de a poco se me ponía en contra y de alguna manera debía quedar como la imbatible de Susana, antes de perder la batalla. Que generalmente empezaban con mi incontinencia verbal para guardar, lo que vulgarmente se conoce como, algún chusmerío. Con el tiempo aprendí que los malos entendidos no son necesarios si los chismes quedan entre amigas.


María Albertina

Nadie pretende que se bañen con un balde. Tampoco que dejen de comprar libros o ropa. La maldita costumbre de ver todo en blanco y negro nos juega en contra incluso a los ecologistas. Y es que tener conciencia no es sinónimo de sumirse en privaciones, aunque muchas personas lo perciban de esta manera. ¿Será la publicidad omnipresente que fomenta el consumo y desatiende las necesidades la que imparte el mal entendido? Quien sabe. La regla de SER según lo que compro no admite grises intermedios. O eres cool o no existes, no hay siquiera una palabra para oponer a moda. Sólo podemos decir que estamos fuera. Que es como decir excluidos. Inadaptados. Negros. Invisibles.


María Carolina

En el cole, de vuelta a casa. Una mujer y su amigo conversan, sentados delante de mí. Él cuenta sus desventuras con una dama que no contesta sus llamadas:
-Pero pará un poquito: ¿Vos le dijiste que tenías novia?
-Eh… Decirle, decirle, no. Pero se lo di a entender… Y fui muy explícito.
-Ahá –asiente ella, alargando la última letra. El tiempo justo para pensar la siguiente frase y largarla:- ¿Pero muuuuy explícito?
-Mirá…Hablábamos de tomar algo. Un café, una cerveza, daba igual. Le dije que no podía, que tenía otro compromiso.
Ella lo mira, con gesto de no entender demasiado. Es como si esperara que continuara hablando. O al menos yo quisiera que termine la idea con algo sensato, aunque en el fondo lo dudo. No sé qué habrá pensado ella, pero por sus gestos se me ocurrió que hasta habrá pasado por su mente la posibilidad de azotarlo contra la ventanilla.
-¿Y entonces?
-Y entonces, nada. Le dije que la llamaba.
-Claro –asiente la amiga, un poco ofuscada ante la situación.- Seguramente, después de 3 semanas sin saber de vos, la “dulce Penélope” tal vez tuvo algo mejor que hacer antes que tratar de entender tus mensajes entre líneas.
Por suerte, mi parada era la siguiente. Sino, quizás intervenía en la conversación.


María del Pilar

Las mujeres somos histéricas. Y me incluyo, claro. Vivimos sospechando del resto del mundo, muy pocas cosas nos convencen totalmente, y la mayoría de las veces tenemos un “pero” para todo.
Hay situaciones en las que no nos entendemos ni nosotras mismas. Si nos invita un hombre a salir y en la cita no pasa nada, no le caímos bien. Si este hombre intenta algo más, es un zarpado, desubicado, animal sexual. Si nos llama todos los días, se pasa de pesado, pero si desaparece por una semana es el peor del mundo. Si nos mira cuando hablamos, nos está analizando demasiado, ahora…si no nos presta atención, armamos un desplante en pleno restaurante.
Después nos deprimimos, lloramos, nos atascamos a chocolates, nos encerramos a mirar películas de amor, lamentándonos por lo que pudo haber pasado. Le echamos la culpa al hombre, que no supo entender lo que una pretendía de la cita ideal, pero muy pocas veces hacemos la autocrítica correspondiente.
Y a medida que crecemos, los complejos y los malos entendidos se acrecientan en todos los ámbitos. Solemos ser intolerables con los compañeros de trabajo, reaccionar desorbitadamente ante un vuelto mal dado, o hasta enojarnos con la cinta del gimnasio porque no marca los verdaderos kilómetros caminados.
Somos un género difícil, chicas. Se han escrito libros enteros sobre el comportamiento femenino, pero no hay conclusión definitiva.
Que nadie queme más pestañas tratando de entender a las mujeres, al fin y al cabo en el fondo disfrutamos de nuestra histeria.
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domingo, 14 de noviembre de 2010

Asuntos privados en baños públicos


María del Pilar
El mejor sexo de mi vida lo tuve en el baño de una estación de trenes.
Cuando escuché la oferta me pareció un delirio, pero después los ratones pudieron más y terminé en un habitáculo de 2 metros cuadrados. Con la adrenalina a flor de piel, las risas cómplices por lo bajo, los besos rápidos y lo que viene después. Una experiencia única, altamente recomendable.
En ese momento te olvidás de las paredes escritas con declaraciones de amor, el agua que corre por todo el piso y de que antes que uno pasaron cientos de personas por el lugar donde vos ahora estás totalmente desojada de ropa y de prejuicios.
Cuando todo termina, te vestís a años luz, tratás de acomodarte el pelo lo más decente posible y espiás por la hendija de la puerta para confirmar que no haya nadie.
Salimos sin disimulo de ese baño que por poco más de media hora dejó de ser público para convertirse en el lugar más íntimo del mundo.


María Guadalupe
Mi maridito dice que soy delicada. El olor a pata me resulta insoportable. Encontrar un pelo en la comida es como ver una cucaracha. La bombilla del mate cuando pasa por bocas desconocidas me da cosita. Cada vez que junto la caca de mi perro arrugo la cara con exageración. Y la vez que un nene vomitó en el colectivo, yo me bajé en la parada siguiente de las nauseas que me causó ver la cochinada.
Obvio que con este grado de histeria ir a un baño público es lo peor que me puede pasar. Claro que los visité sólo en ocasiones de desesperación. Recuerdo el día que viajamos casi doce horas corridas rumbo a Jujuy. Salíamos de vacaciones. Decidí ir al baño de una estación de servicio porque temía que sino explotaría mi vejiga.
Al entrar abrí la puerta y traté de aguantar el aire. No pude. Después de revisar todo el lugar elegí meterme en el más limpio. O el menos sucio, según el punto de vista. Si algo me revienta es que las mujeres dejen así, tan a la vista, las toallitas femeninas. Me saca. Hacer pis cuando una le tiene idea al inodoro es deprimente. Hay que tener un equilibrio de circo para no caerse, no tocar los bordes, no mearse encima.
Al momento que solté las primeras gotitas pensé que estaba mojando el jeans. Me quise acomodar. El piso estaba mojado. Resbaloso. La mano no libre no encontró lugar donde afirmarse. La puntería se me fue al diablo.
Terminé desparramada en el piso, con los calzones por la rodilla, meada, y abrazada al inodoro inmundo como si fuera un salvavidas.


María Julia
Los baños públicos han servido en mi vida para muchas cosas; desde un rapidito, hasta el lugar perfecto para contar confesiones a alguna amiga. Sin embargo los detesto y no debe haber en el mundo un lugar al que aborrezca tanto ir cuando mi cuerpo ya no aguanta. Pero sobre todo maldigo los baños de los boliches.
Es que no hay peor cosa que la mugre generada por el alcohol consumido; y me ha pasado el de no estar en las condiciones optimas para hacer la pirueta del cuatro con las piernas; y por ende esforzarme sobrenaturalmente para hacer pis en cuclillas y no ensuciarme con nada.
Pero lo que más detesto y lo he visto en varias amigas; es ese capricho por tomar de más y después lanzar (literalmente) un rosario de bebidas.
Y aunque así no fuera, aunque el baño público de un boliche tuviera olor a rosas, me seguiría desagradando.
¿Será una especie de fobia?


María Albertina
Mi vejiga es como yo, tiene pocas pulgas. Una, dos y ya está; otra vez tengo que ir al baño. En el primer viaje que hicimos cuando mi novio se compró el autito nuevo, pensé que iba a terminar tirada en la banquina. Y es que a los 800 kilómetros ya lo había hecho parar en tres estaciones de servicio. El pobre descubrió ahí, que un viaje conmigo es peor que con un nene de seis años que se la pasa cuánto falta, cuándo llegamos, cuánto falta.
Que si son baños públicos, me importa un comino, en la facultad, antes que el título, conseguí un master en como mear parada y no mojarse en el intento. Y ni les digo de la veces que me tocó usar baños totalmente insalubres en algún congreso ecologista hecho de rompe y raje en un lugar poco apto, ahí aprendí a respirar lo justo y necesario para oler lo menos posible.
La intolerancia de mi vejiga, es el tema preferido de papá cuando habla de las vacaciones. El chiste eterno de mis hermanas. El peor de mis karmas.


María Carolina
Soy de las que resisten hasta el final. Concentro todo mi esfuerzo en soportar lo máximo posible hasta evitar ir a un baño público. Bar, restaurant, o lo que la ocasión social amerite: los baños son todos iguales, pertenecientes a un universo paralelo al que habitamos. ¡Se podría escribir un libro!
Los hay limpios a más no poder, muñidos de fragancias exquisitas, desbordando de buen gusto en la decoración. En el otro extremo, se ubican los que apenas tiene puerta y, en caso que las tengan, no funcionan las cerraduras. No siempre tienen papel, que corra agua por ese inodoro es cuestión de suerte y los papeles adornan el piso, convirtiendo todo en un ambiente poco recomendable.
En otra sección, aparecen los que improvisan un baño en cualquier rincón. Pintados, limpios, decorados: son habitables, pero ese no es el punto. ¿Cómo reconocerlo? Metida ahí, una tiene la horrible sensación de que esa pared (por llamar de alguna forma al divisorio que nos separa de la cocina) caerá en cualquier momento. Mientras eso no suceda, podremos seguir escuchando la conversación al otro lado… como si el resto de las personas, estuviesen ahí, conmigo, compartiendo el habitáculo.
Eso sí. Yo resisto, resisto, pero cuando tengo que hacer uso siempre recuerdo la frase de mamá: JAMÁS sentarse en el inodoro de un baño público.
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domingo, 31 de octubre de 2010

Anfitrionas sin recetas


María Carolina
Cena en casa. De mujeres. Solas: despojadas de hombres, llámense éstos maridos, novios, amantes, hijos, padres o hermanos.
De vez en cuando solemos hacer una cena únicamente para nosotras para darnos el placer de despacharnos contra el sexo masculino y charlar de cosas que delante de ellos no podríamos hablar. O al menos las demás. Yo no tengo ese problema. O al menos no tan frecuentemente.
Vero y las demás suelen llegar temprano. Mientras las espero, preparo todos los detalles para recibirlas: algo para tomar mientras conversamos, una rica picadita para acompañar, y la comida que se extenderá en una eterna sobremesa.
Hoy vamos a comer pastas: ravioles de ricota con salsa de cuatro quesos. De postre, helado. El de la heladería de la esquina, esa artesanal que tiene los sabores más deliciosos de esta ciudad. Vino para unas, gaseosa para las que no toman alcohol.
Esta noche tendremos charla de sobra: Florencia vendrá con sus historias de su última presa masculina, así que abundaremos en detalles sobre el susodicho. Me arriesgo a pensar que ese será el tema central.
Creo que ya tengo todo listo. Repaso mentalmente: no, no se me olvida nada.
Suena el timbre: seguro es Vero. ¡Y yo todavía no me bañé!


María del Pilar
¿Lo dejo o no lo dejo? Reconozco que puede quedar desubicado o de mal gusto, pero luce taaaaan lindo, que me da mucha pena tener que sacarlo. Si, lo dejo. Cada día son más las casas que tienen uno, de a poco vamos eliminando tabúes y en cualquier momento va a ser un accesorio obligado en todos los hogares argentinos.
Además, es la noche ideal para usarlo. Cada vez que nos reunimos con las del country, al terminar de cenar no sabemos qué hacer. ¡Cierto! ¡Les prometí la tarta de kiwi y todavía no la hice!!! Bueno, sabrán entender los motivos, y coincidirán en que esto es más importante.
Ahí las veo venir. Eva está cada día más caderona, y el toque de botox que se puso Lore le dejó los labios demasiado pulposos. ¡Uy, qué horror el pelo de Fabiana! Sin dudas el shampoo anti frizz no está haciendo efecto. Igual, las quiero a las muchachas….y por eso les preparé esa sorpresa que les hará olvidar que la cena consta de brotes de soja y alcauciles hervidos.
Tal cual lo imaginaba, apenas vieron el caño instalado en el living de casa todas sacaron la felina que llevan dentro y empezaron a ensayar pasos, saltos, movimientos y hasta se animaron a treparlo. Nos olvidamos de la mesa, los hombres, las desdichas, las aventuras y hasta de la tarta de kiwi. La noche ideal, la combinación perfecta y el caño que nunca falla. La cena estaba de más.


María Guadalupe
Odio a las mujeres que cocinan bien por el simple hecho de que preparan cosas riquísimas “a ojo”. Las odio porque entonces nunca pueden dar un consejo preciso y claro para una inútil en el arte culinario como soy yo. Te dicen:
- ¿Te gusta? Es re fácil hacer brownie. Necesitas chocolate, no mucho. Un trozo de manteca. Azúcar a gusto. Tres huevos medianos. Y una taza grande de harina cuatro ceros.
- Pero esperá. Chocolate: ¿dos barritas, tres? El trozo de manteca, ¿grande o chiquito? ¿Y cuántos gramos de harina? Porque yo tengo tazas de todos los tamaños…
Las mujeres que cocinan bien: humillan. Simplifican demasiado un mundo que para mí es de lo más aburrido, tedioso y complicado.
- Quedate tranquila, después te paso la receta por mail. Yo a esta altura no tomo medidas. Igual es una pavada, no te puede salir mal. Solo tenés que fundir a fuego lento el chocolate con la manteca, después sumarle los huevos, el azúcar y a lo último la manteca. Mezclás bien y al horno. Lo cocinás a fuego lento unos veinte minutos y chau. Si querés darle un toque más, le agregás nueces.
Yo, tonta, me creo eso de que es una pavada. Y por más que trato de sorprender a mis invitados con comidas ricas, algo siempre falla. Es casi una regla. El brownie, por ejemplo, parecía una suela negra que no se partía ni estrellándolo contra el piso. Así que fue perfectamente reemplazado por una torta de caja Royal, cortada al medio y rellenada con el más delicioso dulce de leche.


María Julia
Me encanta tener invitados en casa y con la excusa de ser buena anfitriona, comprar pavadas para adornar la casa. Pensar en la comida, encargarla y algunas veces hacer como que la preparé yo.
Sin embargo las comidas en las que se colan mis tías las detesto. Y aunque he inventado miles de cuentos para evitar que vengan, no hay caso: ellas (las dos solteras), siempre logran saltear cualquier pretexto y a la hora en punto están tocando el timbre de mi departamento.
Maldigo tener que escucharlas, decirme en mi propia casa que deje esas ideas raras y me busque un marido. -De esos que te abren la puerta del auto y que te regalan rosas -acotan siempre.
Y a las 9.30 horas el timbre sonó, ahí estaban las dos paradas mirando si no había engordado y preguntando como siempre: -¿Julia, cuándo te vas a casar?


María Albertina
Me encanta recibir gente, que se queden hasta tarde, vacíen la heladera, tapen el inodoro y ensucien rincones de la casa que ni yo conocía. Todo eso me parece tolerable, por mucho que escape de mi control. Tampoco me molestan los chicos mientras no se metan con mis libros o empiecen a pelearse frente al monitor pantalla plana que me costó meses de ahorro. ¿Vieron? No se puede decir que soy una anfitriona cascarrabias, ni que barro los pies de los que todavía están sentados o pongo cara fea cuando fuman adentro. No, para nada. Zafo de todas esas categorías para concentrarme sólo en una: en mi casa, YO limpio los platos. Nada de visitas simpaticonas queriendo ofrecerse, ni de mi concuñada haciendo el esfuerzo del siglo cuando en su vida toca el detergente. No señor. Y mi histeria no tiene nada que ver con que los rompan o los dejen sucios. Lo que no tolero, es que laven con la canilla abierta. Sobrepasa mi paciencia que no tengan la costumbre de enjabonar primero y, sólo después, abrir el grifo para enjuagar. Y ni les digo si en medio de la operación, con la canilla chorreando a mares, se dan a vuelta a comentar sobre la política de Duhalde –de la que no saben un corno- y se “olvidan” que el agua corre. Me encanta recibir visitas, invitarlos a comer, pero sepan que en mi casa, siempre lavo yo.
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domingo, 17 de octubre de 2010

Entre patear el tablero o amoldarse a la rutina


María Julia
Un día cualquiera decidí salir, y dejar atrás todo lo que me hacía mal. Dejé de lado las sonrisas de compromiso, y el sufrimiento que me causaba verlo con alguien; decidí terminar algo que él ya había terminado hace tiempo.
Empezar de nuevo, sanar mi corazón, amar como si nunca me hubieran herido. Así descubrí el placer del amor sin compromisos, de los halagos verdaderos, de la ternura de una caricia.
Y aunque el corazón como cualquier otro músculo, nunca sana del todo. Un día cualquiera también me gustaría comprometerme en serio, dar el paso que tanto temo, ser entera para alguien, como si nunca hubiera sufrido, como si nunca me hubieran herido.


María Albertina
Un día cualquiera me va a conocer. No va a haber diablo que la salve. Cueste lo que cueste voy a hacerle entender a mi queridísima vecina que el planeta no va a morir con ella y que cuidarlo es obligatorio, no opcional. Y es que si la vuelvo a pescar llevándose mi basura para quemarla en el parquecito de la vuelta, voy a tomar medidas extremas. Ya lo pensé. Lo tengo todo planeado. La próxima vez que la pirómana ésa empiece con el humito negro que condensa los desechos inorgánicos de todos los vecinos, va a saber quien soy. Una guerra de carteles le voy a hacer. Sí, así como escuchan. Voy a mostrarle al resto de la cuadra que la doña no sólo roba desperdicios ajenos sino que además no tiene respeto por la vida de otros.
El primer pasacalle va a decir con letras enormes “Votemos por Doña Rosa, la más limpia del vecindario” y abajo, un poco más chico, “Ella sueña con matarnos pero no quiere ir a la cárcel, así que lo hace despacio, quemando tu basura y la mía, promoviendo el cáncer de la región”.
Y que alguien venga a pelearme nomás.


María Carolina
Atravesada. Ese es el término que mejor me sienta hoy. Así me levanté: cruzada con la vida, despistada, confundida, caminando en contramano todo el día.
A las 6:25 sonó el despertador, tal cual la rutina laboral me tiene acostumbrada. Lo apagué, me levanté y empecé a buscar qué ropa usar. El estilo “cebolla” de estos días me está volviendo loca: musculosa para el mediodía, campera para la mañana temprano. Pashmina al hombro, anteojos de sol, paraguas porque el agua está amagando. Mi bolso a punto de explotar. En la parada del colectivo, la cola para ascender superaba la decena de personas. Cuando bajé en la esquina de mi trabajo, el panorama era más o menos el mismo.
Mi oficina fue un caos: el tablero de ajedrez puso a sus piezas en juego la mayor parte del día.
Luego de la jornada laboral, el mundo se redujo a encontrarme de nuevo con la comodidad de mis ojotas y mis joggigns estirados. Antes de eso, me esperaba pasar por la provista en el súper de la vuelta: éramos varios los que habíamos tenido la misma idea. El supermercado desbordaba, la cola para llegar a la caja era lo más parecido a la eternidad.
Al final, llegué a casa: allí me esperaba, tras pasar la puerta, una infinidad de facturas de cuentas por pagar. ¡Lindo modo de esperar a una, cualquier día, a cualquier hora!


María del Pilar
La mañana ideal arranca con una barrita de cereal y una buena taza de té verde. No admito otra opción más sana y light, aunque cuando mastico pienso en las medialunas recién horneadas de la panadería de la esquina. No voy a caer en la tentación, no.
Tratando de eliminar pensamientos oscuros, corresponde hacer más de 5 kilómetros de bicicleta fija y varios abdominales endurecedores. Al finalizar y para poner la mente en blanco, una sesión de yoga es lo ideal.
Rejuvenecida casi un cuarto de siglo, con la conciencia tranquila de haber ingerido la cantidad indicada de calorías, el cuerpo transpirado pero trabajado y el alma en paz, no hay alternativas más que salir a relucir la armonía que logramos. Ropa casual nada casual, un par de anteojos y un auto con vidrios polarizados es todo lo que necesitamos para despertar la envidia de las pobres vecinas que se quedan barriendo la vereda en pantuflas. “Chau chicas, nos vemos a la noche”…piensa mi mente perversa, mientras esbozo una falsa sonrisita.
El día sigue con visitas a amigas, recorrida por los outlets, actividades con Huerto y la tradicional caminata con las del country, para despuntar el arte de la crítica. No debe faltar un vaso de vino después de cenar, un cigarrillo para fumar despacio, y el balance de la jornada que se nos va. Siempre con optimismo, sino…de qué sirve el martirio de la barrita de cereal a la mañana.


María Guadalupe
Un día no puede ser como cualquier día. Un día es un día. Es único. Y tiene que valer la pena. A veces el sol lo vuelve maravilloso. Una charla con una amiga. La cobija que te tapa hasta las orejas si hace frío. El mensajito de texto que llegó inesperadamente. Buenas noticias. O una canción desafinada en la ducha.
Pero cuando el día se va como si nunca hubiera llegado, es un día cualquiera. Sin emoción. Nada para recordar. Ni una pizquita de pimienta y sal. Veinticuatros horas que te pasan por al lado. Es ver la vida que pasa a través de una ventana.
Yo los sumo: son mis días para tachar.
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domingo, 3 de octubre de 2010

Histerias menstruales: ¿mito o realidad?


María Albertina
Aparece sigiloso, gradual. Es como si el humor del día fuera cambiando del gris claro al negro profundo, pasando por todos los tonos sin excepción, hasta desembocar en el azul. Sí, en azul lágrima.
Ese día, el desayuno suele ser funesto, un enojo contra el colchón que pide un cambio haciéndome doler la cintura.
La media mañana me encuentra pensando que la culpa es mía que vaya a saber porqué me bajé de la cama con el pie izquierdo.
El almuerzo es una molestia que me obliga a oír la conversación de mis compañeros de trabajo, donde siempre ronda la misma queja que –hoy- no tengo ganas de aguantar.
La tarde en la facu, eterna.
Hasta que por fin, la cena se vuelve reveladora. Es el momento del día en que prendo la tele y trato de saber qué carajo pasó en el mundo mientras yo seguía como si nada. Y entonces, cuando no puedo evitar el moqueo y la lagrimita frente a la noticia del bombero que rescató el gato de la vecina, es que lo sé. Mi mal humor del día no fue más que el síntoma de la menstruación que llegará mañana. Y entonces, por fin, me tranquilizo.


María Carolina
El cansancio pudo con mi cuerpo y mi mente. Dormí dos días seguidos: me levanté en el último minuto, tomé el colectivo, fui a trabajar, volví y dormí. Si: probé apenas un bocado y me entregué a los brazos de Morfeo. Hasta que el cuerpo dijo ¡basta! y no necesité más estar tirada en una cama.
Además, mi cabeza parecía a punto de explotar. Ni el mejor analgésico podía acabar con él. Desde los pelos hasta los pies, mi cuerpo era la mismísima expresión de una mujer que había acarreado bolsas durante 8 horas.
Para variar, anoche llamó mamá. Con un candidato nuevo para mí y su fascinación por transformar mi apostalado a la soltería en un número par. La conversación duró alrededor de 5 minutos: fue todo lo que mi irritable carácter pudo soportar.
Por suerte hoy todo pasó. Mi pesadilla premenstrual ha terminado.


María del Pilar
Ya le dije cientos de veces a Huerto que cuando yo comience con las manías de señora grande, esas que provoca la menopausia, gestione mi internación en un geriátrico de la zona. Que tenga todos los lujos, claro…total mi ex marido seguirá costeando los gastos, hasta los de mi propio funeral.
La verdad, no quiero llegar a esa etapa, siento que voy a marchitar como una flor. Pero realmente hay días, 3 al mes más precisamente, en los que ni siquiera se aguantan mi yo y súper yo. En esos momentos elevo plegarias reclamando por ser mujer, pidiendo la extirpación de los ovarios activos, y repitiendo groserías todo el tiempo. Me malhumoro. Lloro y río con 2 minutos de diferencia. No quiero ver a nadie. Y, lo reconozco, invento anotojos cual embarazada, que autoconcedo con rapidez.
Se que son los últimos años de padecimiento. Que estoy entre Señora de las Cuatro Décadas y De vez en Mes….y eso también me angustia. Será mi eterna negación a creer que el tiempo pasa, y no sólo para mis vecinas excedidas de peso y arrugadas. También para mí, aunque constantemente trate de vivir en los 30.
Además, está Huerto comenzando con sus nuevas sensaciones, sus histerias de adolescente, su malestar con el cuerpo y la misma tortura que su madre, cuando llegan aquellos días malditos.
Por eso recomiendo a todos los conocidos que, en casa de mujeres, siempre es mejor preguntar los estados de ánimos, antes de ateverse a tocar la puerta.


María Guadalupe
Para mí son zonceras. Excusas. El camino corto para justificar lo injustificable. Porque digámoslo con todas las letras: somos histéricas. Obvio que lo digo bajito para que no escuche mi maridito. Pero es así. Más claro que el agua. Yo no les creo a las que responsabilizan a “la visita” de estar hiper-sensibles y vulnerables. Qué divinas: te mandan al diablo por cualquier tontería y después se disculpan porque las toallitas femeninas las irritan.
Así que no cerremos el ojal con tanta facilidad. Porque esto no es consecuencia de menstruar. El botón del asunto es tener un genio de miércoles. Hay que hacerse cargo de lo que uno es: en “esos días” y en los otros. Yo cuando me enojo, me enojo con ganas. Si lloro es porque estoy triste. Y le grito al que me saca. Siempre siempre, se los porqué. Me hará falta terapia, pero he aprendido a sincerarme conmigo mismo. A hacerme cargo de mis locuras sin repartir culpas a la condición femenina.


María Julia
No se si científicamente se puede hablar de síndrome premenstrual, supongo que si y que por eso tantas publicidades sacan provecho de esto. Lo que si puedo afirmar es que cuando llegan esos días mi humor cambia, a veces para bien a veces para mal.
Suelo buscar mimos en cualquier deslucido que se me cruza; en esos días no hay gusto que valga, no importa si es bajito o alto, si es rubio o morocho, si es tonto o inteligente; lo único que importa son esas palabras lindas que salen de su boca, aunque en el fondo muchas veces no tienen coherencia.
Eso si cuando el síndrome pasa y la razón llega a mí, cualquier excusa sirve para sacarme de encima al bagre que pesqué.
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domingo, 26 de septiembre de 2010

Recetas para soñar despiertos


María Julia
Me encontré de golpe conmigo misma, y me miré de nuevo. Como cuando pasamos delante de un espejo apuradas y de pronto nos detenemos, porque vimos algo que antes no estaba: un kilito más que deja huellas en la remera, una mancha, algún lunar o una de esas marcas que produce el paso del tiempo.
Pero esta vez no miré lo superficial, miré bien adentro; miré esos sueños que ya no sueño despierta; los sueños de un futuro en pareja, los de una profesión desarrollada y plena, los de un trabajo que llene el alma y el bolsillo, los de conocer el mundo. Miré los recuerdos de mi juventud plena, en donde las obligaciones no hacían mella en el humor, donde todavía creía que existía el hombre justo y donde el todo se puede, sólo dependía de la voluntad de hacerlo.
Me miré profundo en el espejo y me pregunté: ¿a dónde fueron eso sueños?
Habrán quedado en el cajón de las carteras viejas o en la almohada de algún telo. Tal vez están en la bolsa de ropa que regalé, alguna tarde de primavera; o será que siguen dando vueltas, se remodelan, a veces se perfeccionan y otras veces se acomodan.
A veces rondan la casa callados y dormidos y otras veces, las mejores, nos atropellan y nos muestran que siguen vivos.


María Albertina
Tengo sueños de todas las edades. Están amontonados con mis VHS de Robotech, los casettes de Festilindo y no sé cuantas porquerías más. Es que una vez, con mi prima, decidimos que los sueños, para cumplirlos, había que escribirlos. Que era como decir recordarlos. Desde entonces, acumulé papelitos con tonterías infantiles, necedades de adolescentes, misiones imposibles y objetivos de adulta. Algunos reflejan el deseo de un momento, otros mi amor a la ecología y muchos, sencillamente, se fueron borrando.
No sé. Tal vez se trate de aquellos que, después de todo, no eran indispensables


María Carolina
Estaba de paso en la casa de mamá. Ella se había reunido con un grupo de amigas. Mientras daba vueltas por ahí, escuchaba algunos dialoguitos imperdibles. Estaban en pleno recuerdo de sus primaveras pasadas, hablando de los bailes del club, de los picnis estudiantiles y otras yerbas. Mirta, la diva del grupo, hacía un listado memorioso de hombres de la época. Yo me sonreía al escucharlas y pensaba que no todas eran tan mojigatas como parecían.
“Señoras, quien le ve la facha”, les largué en uno de mis recorridos por el comedor. Todas rieron. Las más pudorosas se sonrojaron. Y empezaron a intercambiar sueños pasados.
Que cuando quería irme a ser maestra en el norte, que cuando soñaba con ser una reconocida coreuta, que cuando quería ser bailarina famosa y la que quiso ser médica y no pudo. “La primavera las alteró” pensé y me sonreí para mis adentros. Me encontré con señoras que rondaban los sesenta: madres abnegadas, esposas laboriosas, trabajadoras brillantes. Quizás sus sueños habrían cometido el pecado de superar las exigencias de la época, pero después de un largo tiempo habían descubierto que la vida no terminaba después de criar a sus hijos, que aún seguían teniendo tareas pendientes por hacer.
Eran las 11 de la noche. Empezaron a juntar sus carteras. “Nena, hoy vuelvo tarde, ¿sabés?”, me dijo mamá mientras salía con las “chicas” rumbo a la función de trasnoche del cine del centro.



María del Pilar
Siempre me deslumbraron las plumas, los escenarios y las luces de colores. Soñaba con bajar 50 escalones, rodeada de bailarines, llena de brillos y admirada por la gente.
En mi niñez jamás imaginé el futuro barriendo, lavando ropa o llevando chicos a la escuela. Cuando jugábamos con mis amiguitas, yo era la reina y ellas mis esclavas. Ya en la adolescencia, gastaba el mensual que me daba papá en cremas hidratantes y maquillaje. Concurría a clases de danza, actuación y hasta hice cursos de modelaje.
Siempre me creí el centro del mundo, la vedetonga, la femme fatal…hasta que un día me obnubilé con ese hombre mayor, dejé todo para seguirlo, y mis sueños de diva quedaron en el último lugar. No me arrepiento de la decisión tomada, al fin y al cabo la vida me dio a Huerto, que es lo mejor que tengo, mi orgullo y el amor de mi vida.
Pero la añoranza de las luces y los aplausos de vez en cuando vuelven a esta cabeza de señora cuarentona, aunque nunca haya usado una pluma, ni para limpiar los techos.


María Guadalupe
Separé la ropa oscura. Saqué pañuelitos y un billete de $2 de un bolsillo. Dí vueltas las botamangas arremangadas del jeans. Enjaboné las axilas desteñidas de las camisas. Una taza de jabón en polvo, un chorro largo de perfumito. Y sácate: el lavarropas hace su magia.
A mí me gusta mirar por la ventana circular por donde se ve la ropa llenarse de agua, sacudirse, nadar en espuma y bambolearse como si bailara una zamba. Me encanta cuando algún botón rasguña el vidrio y suena como un puñadito de monedas cayendo. No me doy cuenta, pero puedo pasar varios minutos viendo la escena.
El otro día vino mi hermana y el lavarropas estaba escupiendo agua por la manguera. Mirá, le dije, como si bastara ver para entender. Le conté mi teoría: los sueños deberían meterse a lavar, salir como nuevos, bien perfumaditos y colgarse al sol para oxigenarse un poco, ¿no? Porque al final, lo que una quiere en la vida se convierte en un trapo viejo y olvidado en el fondo de un cajón, con el olor repugnante de la naftalina.
Ajá, me dijo ella y prendió el televisor para ver la novela de las tres de la tarde. Ese ajá me provocó un cachito de vergüenza. Imaginación reducida a electrodomésticos; metáforas adaptadas a la rutina... qué filosofía tan cursi la de una ama de casa inadaptada. Y bué, será tiempo de centrifugar la vida.
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domingo, 19 de septiembre de 2010

Confesión de parte


María Guadalupe
Debería haberle mentido.
Para qué contarle de mis malas palabras. Qué tan perjudicial es para la salud olvidarse de rezar por las noches. A quién se lastima cuando se envidia la mochila rosa de la vecina de banco, más que a una misma. Porqué está mal contestarle a la maestra si nos reta injustamente. Quién tiene la culpa de este carácter chinchudo de mierda.
En ese momento no me hice todas estas preguntas. Y escupí sin filtro mi lista recontra pensada de faltas ante el cura. Hasta me disculpé por saltar arriba de un hormiguero y matar a una infinidad de hormigas coloradas (que cómo pican!).
Esos tres larguísimos rosarios de castigo no sirvieron de nada. O sí: ya era una ovejita más en el rebaño de Dios que arreaban por el buen camino. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Ahora pienso que debería haberle mentido al Padre Santiago. Sentirse pecadora a los ocho años es de una ridiculez precisa. Y tiene un peso incalculable por los siglos de los siglos, sin amén.


María Julia
Mi primera confesión no fue con el cura de la Iglesia que estaba en la esquina de mi casa. Ya que debido a mi ateismo era muy probable que no me dejaran confesarme; aunque hoy sé que no hubiera sido correcto revelar mi “pecado” con otra persona que no sea la involucrada.
Por lo que abrumada por llevar la carga de haber engañado, junté valor y me decidí a hablar con él. Lo miré de frente y se lo dije, y aunque en un principio la idea no era victimizarme; mientras las palabras empezaban a salir de mi boca, mi actuación iba ascendiendo.
A tal punto que termine echándole la culpa a él por haberlo engañado, aunque en el fondo un poco de razón tenía, es imposible seguir adelante con un hombre extremadamente machista, soberbio y celoso.
Así fue, mi primera y única confesión, con el tiempo aprendí que a algunas cosas hay que charlarlas con uno misma. Porque más difícil que enfrentar al cura, es enfrentar al novio que en unos segundos pasara a ser el EX.


María Albertina
Mi primera confesión ante un cura fue un acto de reverenda estupidez. Tanto nos machacaron con hablar sin miedos, no guardarnos nada, enfrentarnos a nuestros defectos y un sinnúmero de acciones que promovían la culpa y el sometimiento, que cuando me tocó arrodillarme en el confesionario no tuve mejor idea que decir la verdad.
Turbada por la magnitud del momento, la inocencia de mis nueve años reveló: “Me arrepiento de odiar a los que talan árboles y maltratan a los animales”.
Y el cura –pude verlo- se sonrió.


María Carolina
Éramos chiquitos, con alguna diferencia de edad pero crecidos a la par, casi como hermanos. Mi primo Fede hacía casi todas las cosas que yo le decía. Algo así como que yo era la autora intelectual de la mayoría de las “hazañas”.
Los proyectos eran diseñados minuciosamente en mi cabecita de diez años, y Fede los llevaba a la práctica con una perfección excepcional.
Allí estaba él ese domingo, esperando por su primera confesión en la iglesia. Lo había instruido sobre todas las cosas que debía contar. “No tenés que olvidarte de decir nada, porque el padre Francisco siempre se entera de todo”, le había asegurado.
Pasaron unos diez minutos en los que esperé sentada en un banco cercano, hasta que las risas empezaron a llegar una tras otra. La sotana del padre se asomó entre el confesionario; Fede asomó también, con un gran gesto de disculpas expresado en su cara.
El padre Francisco llegó hasta mí y, con una mirada tierna que buscaba en algún lugar algo de seriedad, me dijo: “María Carolina, no es bueno que alimenten a los pajaritos de la cuadra con las hostias sin bendecir. La próxima vez, pedile a Fede que me pida migas de pan.”
Y ahí nomás, nos mandó a rezar tres padrenuestros.


María del Pilar
El pañuelo de raso me está ahorcando. Se corrió el rímel de mi ojo izquierdo. Tengo la garganta seca. Necesito mi dosis de nicotina. Hay olor a Mary Stuart, y mucha mujer jorobada alrededor. Me duelen las piernas…. ¿hasta cuándo tengo que estar arrodillada?? Ay ay ay, no me acuerdo el Padre Nuestro. Desde una ventanita hay alguien que me mira, me hace seña con la mano para que vaya hacia allí. No me animo. Empujo suavemente a Huerto para que arranque ella. Y me cierro el tercer botón de la camisa porque creo que despisté a cierto sujeto. Huerto sale y me mira con complicidad, como animándome a dar el primer paso. No puede creer que su madre nunca se haya confesado. Esta vez no te voy a decepcionar, hija, ya me aprendí de memoria la lista de pecados y marqué en los que incurro asiduamente. Hago la señal de la cruz (con la derecha, me recuerda ella), y ahí vamos. Que sea lo que Dios quiera.
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domingo, 12 de septiembre de 2010

Secretos de almohada adolescente


María del Pilar
Sabi siempre fue tímida, desde chicas prefería las noches de sábado para nutrirse de historia griega, y se horrorizaba cuando nos veía frente al probador con polleras que no llegaban a las rodillas. Ella usaba jeans altos, una especie de borcegos calurosos y el pelo atado. No se colocaba maquillaje, ni cremas para el acné.
Yo le insistía a mi mamá que Sabina era rara, pero ella sacaba a relucir sus conocimientos sobre psicología y formación de la personalidad, y me explicaba pacientemente que no todas nacimos devotas al rouge y los zapatos de taco.
Cuando empezamos a descubrir la sexualidad y nuestras hormonas estaban revolucionadas al máximo, noté que a Sabi no le pasaba lo mismo. Nunca hablaba de los chicos, no los miraba y siempre que podía insultarlos, lo hacía. En ese momento no supe entender a mi amiga, y antes de sentarme a hablar con ella, la dejé de lado sin darle explicaciones sensatas.
Pasamos los años de colegio secundario sin mirarnos, sin hablarnos. Yo disfrutaba siendo el centro de las reuniones y me apiadaba de ella y su actitud resentida. Muchas veces insté para que el grupo se ría de su manera de caminar y vestirse, y no me importaba que ella huya avergonzada.
Tuvo que correr mucha agua abajo del puente para darme cuenta de mi error, de lo básica que fue mi mirada en aquellos tiempos y de lo hiriente que fui con mi amiga.
Ahora estoy orgullosa de verla luchar por sus derechos, y feliz de tener al lado a una persona que jamás bajó los brazos, aunque eso, durante la adolescencia, le haya valido más de una lágrima.


María Guadalupe
Lo más pornográfico de mi adolescencia fue ver a Jeannette Rodríguez besando a Carlos Mata en la novela Cristal. Dejame quererte tanto como nunca nadie te ha querido, dejame intentar. Me encantaba. Cuando la cosa amagaba a ponerse más caliente, mamá hacía girar la perilla del televisor Philips para cambiar de canal o directamente lo apagaba. Así que mi ingenua noción de sexo a los 15 años y en una familia católica hasta el apéndice, era lo que empezaba con unos besos con lengua. Me llevó tiempo saber cómo seguía…


María Julia
Siempre me sentí un bicho raro con el tema del sexo en mi adolescencia. No por tener miedo de que sea con la persona perfecta o por no entender como cuidarme; sino por el simple hecho de que a esa edad me juntaba mucho con María, una prima 5 años mayor que yo que militaba activamente en una agrupación feminista.
Por lo que el tema del sexo, a diferencia de mis amigas, debía venir acompañado del chico correcto; y no por que éste tuviera que ser una especie de príncipe azul, si no por el contrario por que debía “estar despojado de cualquier signo de machismo” decía mi prima.
En fin, no se si para bien o para mal, el sexo a lo largo de mi vida está marcado por parámetros que tal vez no sean los mas normales; aunque en mi adolescencia no gustaba de practicar tanto “este deporte” con los años me di cuenta que el sexo es sólo eso. Es la atracción de dos cuerpos, es una pasión encendida, que no por eso debe ser eterna; con media hora muchas veces nos alcanza.
Después si hay amor, es como diría Santo: Otro tema.


María Albertina
Siempre fui rebelde. De la boca para afuera. En actos, resulté bastante puritana. O no. Depende con que criterios me pongan en la balanza.
Terminado el torbellino de fiestas quinceañeras, con su convulsión de primeras salidas, desayunos amanecidos en estaciones de servicios y alcohol de a traguitos, con mis amigas adolescentes nos enfocamos en lo inevitable, ellos. Criadas en la comunión de culpa y obediencia que aporta el cristianismo, nuestro desenfreno consistía en sentarnos a debatir sobre sexo.
Yo era la loca que sostenía que ninguna llegaría virgen al matrimonio (que auguraba extender hasta después de los treinta), tenía un solo respaldo silencioso que acataba con la cabeza sin opinar, y tres enemigas momentáneas que no paraban de sancionarme por mi libertinaje oral y la negativa a pasearme de blanco floreciendo los veinte, límite aceptable hasta donde era posible extender el célibe noviazgo. De más está decirlo, célibe para ellas.
Pocas veces en la vida me dolió tanto tener la razón. Y fue cuando mis compañeras de debate empezaron, entre llanto e ilusiones románticas, a desfilar ante el altar envueltas en metros de tul, disimulando lo innombrable, esforzándose por convencerse de que ese era el camino que, de todas formas, hubieran elegido.


María Carolina
Está claro que mis experiencias no fueron las mejores o las que me encantaría trasmitir a los vástagos de mi familia. De todos modos, dudo que mis hermanas me dejen emitir opinión sobre el tema ante mis sobrinas.
Mi adolescencia de adolescentequenollamalaaatención desde su aspecto físico no es nada nuevo para contar. Mis amigas con los lindos de moda, yo con los verseros y fabuladores de moda. Puro María Carolina…
En esa eterna indecisión que fue la adolescencia el tema de cualquier grupo de chicas era el sexo. Intercambio de opiniones, de fábulas, de mitos. Niñas tratando de ser mujeres. Barbies y princesas jugando a ser femme fatale. Las chicas lindas competían por ser las más experimentadas. Intentos obstinados por desafiar las reglas morales sin que se convierta en comentario público, de mentir si fuera necesario. Nada de opiniones en voz alta, que estaban vedadas para la época: sólo debate en los grupos de los cuales formábamos parte.
En algunas familias era un tema más tabú que en otras: en la mía con mamá tratando de ser moderna pero teniendo un miedo atroz a las preguntas que podríamos hacerle. Yo, la menor, sólo escuchaba a mis hermanas. Siempre digo que por suerte mamá tuvo esos intentos de modernidad que me permitieron escuchar mucho… y, hasta a veces, preguntar.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

Encuentros del tercer tipo


María Carolina
Salí tras una librería perdida, en una zona de la ciudad por la cual casi nunca suelo andar. Era el cumple de mi amiga Vero y quería regalarle algo especial: una vieja edición de su libro preferido.
Caminando esas callecitas desconocidas para mí, llegué al lugar en donde me encontraría la sorpresa de mi vida. Rodeado de libros, entre estantes repletos y mesas atiborradas de palabras, estaba ÉL. El paso del tiempo no había hecho mella en su belleza, las canas le sentaban de mil maravillas, sus ojos negros se mantenían aún tan vívidos como antes y la sonrisa era la misma que recordaban estos ojos que, atontados, no podían dejar de observarlo. Francisco: mi profesor de literatura de cuarto año de la secundaria. Un bombonazo precioso que ante mis ojos de adolescente de 16 años resultaba el tipo más atractivo del mundo.
Ninguno de los eternos seductores que lograron, tarde o temprano, encantarme con sus frases hechas, pude llegarle ni siquiera a sus talones. Él estaba más allá del bien y del mal: por él conocí a los mejores relatores de historias y las poesías asomaron en mi biblioteca de adolescente. Francisco, el inalcanzable, el de la palabra justa, era el único tipo que jamás me traicionaría.


María del Pilar
No estaba convencida de acompañar a mis amigas al encuentro de solos y solas que organizaba una cadena de hoteles. Siempre ese tipo de citas obligadas me parecieron patéticas. Pero no había grandes planes para la noche de viernes, así que entre fumar un cigarrillo sola en el patio y hacerlo con las chicas mientras disfrutamos la vergüenza ajena, opté por lo último y fui con ellas.
Había hombres para todos los gustos. Los que se perfumaron hasta el nudo de la corbata, los que intentaron un look casual pero murieron en el intento, los que se peinaron con gel y los que no tenían pelos para peinar. El tímido que nunca se paró, el centro de la fiesta, los galanes, los anti galanes y los que miraban por sobre el vaso de whisky, seduciendo cuanta cosa pululaba por el lugar. De todo, como en botica.
No la estábamos pasando mal, al fin y al cabo nunca encontramos en este tipo de fiestas nuestra media naranja. Hoy no sería la excepción. Fuimos por diversión y sin grandes expectativas, pero cuando la noche estaba llegando a su letargo, se arruinó totalmente. Ahí estaba Miguel, mi ex marido, en el medio de la pista, bailando lentos con una nena, apenas unos años más grande que Huerto. Sentí que la vena que cruza el cuello resaltaba en la piel, las miradas de los conocidos en mis hombros y las susurradas por debajo explotaban en mis oídos. Le di la espalda a tan calamitosa escena, hasta que una mano conocida intentó acariciarme el cuello. La quité con las garras de una leona, me paré y huí de ahí. En el camino a casa me indigné, lloré, reí mucho y me consolé pensando que lo mejor fue separarme de un tipo así. Pobre Miguel, qué triste es no bancarse la soledad dignamente, qué triste.


María Guadalupe
- Con doña Josefa.
- Pero no la conozco, mamá.
- ¿Cómo no? ¿Te acordás de Claudita, que iba con vos a la escuela?
- ¿Claudita Rivas?
- No, la hija de la portera, que vivían acá en la otra cuadra.
- Ella era más grande que yo.
- Bueno, pero iban a la misma escuela, ¿o no?
- Sigo sin saber quién es Josefa.
- Escuchame: la mamá de Claudita, la portera que se llamaba Inés, tenía una hermana. Capaz te acordás: trabajaba en el almacén de Don Tito.
- No me acuerdo.
- Sí, la que vestía siempre de negro porque quedó viuda de joven. Que los domingos pasaba con el canasto de la limosna en la misa.
- No me acuerdo. ¿Y Josefa?
- La cosa es que esta hermana de Inés una vez me vendió un numerito de una rifa que organizaba la Iglesia para juntar fondos porque una tormenta tiró abajo el techo de la capilla del barrio…
- Ay mamá por favor, andá al grano.
- Bueno: yo gané el premio de la rifa. Vos eras muy chiquitita. Era un pasaje para dos personas para ir a la Virgen de la Medalla Milagrosa.
- Ponele.
- Tu padre no me quiso acompañar, así que fui con la tía. Y te llevé, claro. En el viaje vos ibas de asiento en asiento y alguien tuvo la mala idea de regalarte un caramelo. De esos, cómo se llamaban… sí: los media hora. Te ahogaste. Ay qué susto, qué desesperación. Te puse patas para arriba y después de varias palmadas te lo hice escupir.
- ¿Y Josefa?
- Fue la que te dio el caramelo. Le duró tanto la culpa que por años te trajo regalos para tu cumple. Hasta que se fue a vivir a otra ciudad. Y esta mañana vino de visita, la encontré en el super.
- Mami, sería tan práctico que empieces a contar las historias por el final…


María Julia
-¿A que no sabés con quién me encontré? Me dijo Ana.
Yo obvio que no tenía ni idea de que me hablaba; mucho menos me iba a imaginar que esa persona que se había cruzado era ni más, ni menos que mi Ex..
-No sabés, está cambiado. Se ríe, hablaba de todo un poco, ahora estudia y trabaja.
Mientras Ana me contaba, una vocecita interior me hablaba del pasado: “Pensar que cuando salía con vos no quería compromisos; y pasaba de bohemio a dejado de un momento a otro. Sin hablar de sus aires de machista que terminaron arruinando la relación.”
-Está hecho todo un hombre- seguía repitiendo Ana.
-Julia ¿me escuchás?- gritó ella. –Si, Ana, pero como estabas hablando pavadas no te seguí el tema.
Ya no me interesaba nada que tuviera que ver con él, y toda esa conversación sólo se reducía al comentario de: ¿a que no sabés con quién me encontré?


María Albertina
Debe ser de algún golpe en la cabeza. O pura incapacidad. La cosa es que siempre disocio a las personas que recién conozco: o me acuerdo de la cara o retengo el nombre, las dos cosas: No.
Cada vez que empiezo una oración diciendo ¿sabés a quién me encontré? Termino haciendo de mimo en un intento por explicar el color de pelo, la altura, el lugar donde lo conocí, la relación con esa persona. Mis amigas se arman de paciencia. Empiezan a tirar datos hasta que dan el blanco. Jamás soy yo la que dice el nombre por primera vez. Es sintomático. Frustrante.
Lo mismo me pasa al revés, hay veces que recuerdo el nombre pero ni idea de cómo es físicamente la persona. FB es mi enemigo en esto. Tengo los pedidos de amistad pendiente durante meses, hasta que se me ocurre preguntarle a alguien si no es también conocido suyo, o veo algún comentario en otro perfil y logro hacer la asociación.
Soy un desastre, lo se. Pasó eternamente por inadaptada, mala onda, asquerosa. Me reclaman el saludo, no caen en la mentira de que soy miope. Y por supuesto, nadie cree mi verdad: que soy incapaz de recordar nombre y cara, todo al mismo tiempo.
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lunes, 30 de agosto de 2010

Moda con olor a naftalina


María Albertina
Las considero cruzadas del siglo veinte. Guerrillas que luchan contra hábitos perniciosos, contra modas estratégicamente encausadas para fines de lucro e implementadas a través de argumentos que rondan la estética y la practicidad.
Primero fueron las pinturas con plomo, que dejaban la pared de casa como living de revista. Después les tocó a los aerosoles, con su capacidad inherente de aumentar el agujero de ozono. Ahora, el turno es de las bolsas. Se trata de una declaración bélica contra el polietileno, el polipropileno y cualquier ileno que ande suelto y se atreva a portar manijas.
Siempre me llamó la atención que mi abuela lavara los vasitos de yogur o los tarros de mermelada, me llevó tiempo entender que lo hacía porque antes los envases (para cualquier cosa) eran difíciles de conseguir y hasta las galletitas se vendían sueltas. Crecí en la época donde llevar al mercado tu propia bolsa era ridículo, groncho, no-práctico. ¿Para qué molestarte si en el super te regalan bolsitas plásticas? La moda desactualizó los carritos y todos empezamos a sufrir de la espalda con tal de no romper el mandato.
Llevó casi dos décadas de concientización y una pérdida de recursos innumerable el hacer que esta moda, pase de moda. Pero todos hemos crecido y hoy, por suerte, cada vez somos más los gronchos orgullosos.


María Carolina
Llega una altura de la mes en la que, quiera o no, necesito ordenar mi ropero. No es que desborde de ropa, pero no sé que capacidad oculta tengo que en determinado momento, por más que doble la ropa con cuidado y la coloque en el lugar correspondiente, un día ya no tengo más espacio. Los pulloveres se reproducen, las camisas reciben visitas o los pantalones se ensanchan: algo sucede allí adentro que me hace tener que ordenar periódicamente.
En ese sacar/doblar/poner/cambiar de lugar, siempre me encuentro con algunas joyitas que sigo conservando, aunque el tiempo transcurra. Como ayer, que me encontré con ese lindo fuseau rojo, de tela tipo can-can, que usaba en mi adolescencia bajo el vestido bobo o los remerones gigantes. Esos que creo aún hoy me deben quedar grandes.
Pensé que alguna vez había salido a la calle con eso, en esa intento de comerme el mundo que tuve en mi adolescencia (¿Quién no?). Quizás hasta habré intentado conquistar algún chico. Si, de esos que ni me miraban…
Me recordé vestida así. “¡No sé como alguien habrá podido resistir el encanto de ese fuseau rojo!”, pensé mientras intentaba detener mi risa, incontenible, y seguía ordenando el resto del cajón.


María del Pilar
Soy una de las tantas no bendecidas por la naturaleza en tema capilar, del millón de mujeres que no tiene definido lacio o rulo. Mi pelo es crespo, rebelde y angustiosamente amorfo.
Es raro que lo use suelto, ni siquiera es digno de llevarlo en media cola. Una sola vez intenté plancharlo, pero quemé las puntas y lo arruiné aún más. Mi pelo es, de todo la estructura, lo que menos cuido. Estoy resignada a tener que llevarlo así, no hay dieta o gimnasia que pueda mejorarlo.
Por eso, sólo existe un accesorio de cabello que uso todo el tiempo. Huerto dice que es pasado de moda, pero no encontré con los años un reemplazo que esté a su altura. Tengo varias, de diversos colores, y las voy adecuando según la ocasión. Después de tantos años de uso, las bananas de plástico ya son parte de mi identidad.
Soy consciente de que hay hebillas modernas, invisibles sofisticados y pelucas que superan ampliamente mi calidad capilar. Pero tomarme el pelo con una banana no tiene precio, ni comparación. Queda todo acomodado en su lugar, no se caen los flecos ni esos pelitos rebeldes que nacen en la frente. No asfixia el cuero cabelludo, ni patina con el paso de las horas. Y, lejos de ser egoísta, deja lucir los aros u otros adornos que nos pongamos en las orejas.
Por eso, y por tantos beneficios más, me considero una gran defensora de la banana de plástico. Aunque mi hija insista en que ya debo guardarlas en el placard junto a los jeans tiro alto.


María Guadalupe
Virgen santísima. Por esa cadena de coincidencias poco gratas, el viernes fui a visitar a Mariana y mientras revolvía unos cajones buscando pilas para el control remoto encontró un cassete VHS. Eran de su fiesta de 15 años. A los cinco minutos el play nos condenaba a un pasado con polleras escocesas demasiados cortas, borcegos negros acordonados y camisas con volados. Yo, para seguir restando glamour, tenía el pelo batido con intento frustrado de jopo. En un momento me enfocaron de cerca y me pareció ver que tenía una cadenita con una cruz enorme colgando del cuello que se sacudía al ritmo del cucumelero. En ese momento me pregunté qué diablos veía yo en el espejo por aquellos tiempos. Y entendí las veces que mami gritaba: sacate eso que van a pensar que no tenés madre! Ay mi dios, cómo podía salir una así a la calle, tan feliz y tan espantosamente a la moda.


María Julia
Es así, la moda es una trampa siniestra en la que como muchas mujeres suelo caer. No hay argumento, lecturas o discusiones en tono feminista, que me hagan razonar a la hora de entrar en este mundo de consumo.
Sobre todo cuando en ésta hay muchos colores, lana en invierno y polleras cortas en verano, o cuando la moda trae consigo animal print, zapatos altos y medias negras.
En fin, debo admitir que tengo pasión por las actualizar mi guardarropas.
Pero lo peor que me pudo pasar como consumista es comprarme algo y que a las semanas pasara de moda.
Había comprado una bandolera fucsia en pleno invierno y me encantaba, no solo por que amo los colores fuertes; sino sobre todo porque era lo más de ese invierno.
Pero para mi desgracia, esperé demasiado en comprarla y en menos de tres semanas empezaron a aparecer en las vidrieras los bolsos llenos de flores, característicos de la primavera. Por lo menos me consuelo con el dicho que dice “todas las modas vuelven”.
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domingo, 22 de agosto de 2010

Amor-dazadas


María Julia
¿Qué es el amor? me pregunté. Pero no el amor de una amistad o el amor que existe entre una madre y su hijo; sino el amor entre un hombre y una mujer. Ese amor que según mis amigas es el que todavía no encuentro.
Y para responderme dejé de lado mi feminismo y mi gusto por los hombres; e intenté sincerarme con este tema.
Porque realmente ¿qué es? Será ese cosquilleo que siento cuando la persona que me vuelve loca me besa el cuello, o justamente será esa sensación de volverme loca por alguien; será amor estar con alguien que además de pareja es amigo y compañero de vida; será amor los besos apasionados en el banco de una plaza o serán los besos rutinarios de una mañana cuando salimos al trabajo.
Porque ¿qué esperamos del amor cuando suspiramos por él?, esperamos un novio de esos que le pedimos a San Antonio, o esperamos pasión a flor de piel, también podemos esperar un compañero o alguien de quien sentirnos orgullosas porque además de buen amor, es querido por la familia.
O será que el amor es todo eso, sin tantas vueltas y pretensiones, con escasez en algunos aspectos y abundancias en otros. Sin rodeos, solo aquello que nos hace sentirnos un poco más completo.


María Albertina
Había leído suficientes novelas como para tener idea de la sensación de desamparo que –decían- provoca conocer al amor de tu vida, la media naranja, el dueño de tus suspiros. Pero en mis diecisiete años bien puestos no había conseguido sentirme así. Ni cerca. Los escasos noviecitos de ocasión (elegidos por mis amigas) sólo sirvieron para sacarme dudas respecto de cómo era un beso, qué se sentía que alguien te llame todos los días, etc. Lo único que conseguí, fue ahogarme de hartazgo frente a un extraño que me quitaba tiempo que podría haberlo dedicado a algo más interesante que tomarnos de las manitos y hablar de la vida de otros.
Ya entonces entendí que el romanticismo y yo no estábamos del mismo lado. Me soñé libre, mochilera, eterna desaliñada. Y entonces, una tarde de verano, me topé con un tipo intransigente y alegre que me desencasilló el futuro y me encadenó el corazón. La lucidez me alcanzó para darme cuenta que mientras yo quería dedicarme a la ayuda humanitaria, él soñaba con un ama de casa que cuidara de tres hijos bien prolijos y educados en colegios religiosos. Fue cuando supe que el amor no era cambiar por él, ni él por mi. Amor era aceptarlo lejos, viviendo su propio sueño.


María Carolina
La panza llena de mariposas (no por habérmelas comido) y un nerviosismo inusitado, fuera de lo común en mí. Pienso, pienso, pienso… le doy vueltas al asunto y no puedo sacar de mi cabeza esos pensamientos. Mi mente se ve asaltada por las mismas imágenes una y otra vez.
Imagino situaciones, posibles desenlaces. Modifico escenas que ya sucedieron. Estoy pendiente. Mariposas. Pensamientos. Nervios. La película que se desarrolla en mi cabeza. Bastante más abriboca que lo habitual.
Esos momentos en que conocí a alguien con el que se produjo cierta “química”, con el que coincidimos al menos en cuestiones coyunturales de la vida, me llené de algunos de esos síntomas. O de todos a la vez. Cuando el encuentro se produce, cuando no sabés cómo va a seguir (o si va a seguir), cuando tenés las fichas puestas, me surgieron veinte preguntas al mismo tiempo. “¿Le gustará el rock? ¿El cine francés? ¿Será muy estructurado? ¿Nos volveremos a ver?”
Y allí, en medio de la tormenta de interrogantes, rodeada de destellos de curiosidad y ansiedad, intento ser fuerte y negármelo a mí misma. Pero, inevitablemente, me nace el mayor de los misterios: ¿será amor?


María del Pilar
Yo sé que tengo un gran amor, el más genuino y el que va a durar toda la vida. El lazo eterno que me une a esa persona a la que parí con todas las letras y por la que vivo cada día. Ella es Huerto, mi hija preadolescente, con su carácter ciclotímico tan propio de su padre y los mil complejos heredados de su mamá.
Amo su risa cuando mira dibujos animados, y su bronca cuando le hago regalos en el día del niño. Intenta convencerme que ella no es más una nena, aunque sabe que esa batalla la tiene perdida. Si no hay nada más lindo que sentarla en mi falda y escuchar sus primeros desamores, o peinarla antes de que salga a tomar algo con sus amigas.
Algún día ella va a ser mamá y entenderá mi preocupación, mis miedos y mi felicidad constante. Mientras tanto, reniega de mis asomadas a la puerta cada vez que la pasan a buscar, de las preguntas acerca de su círculo de amigos, la reelectura a las carpetas de la escuela y la obsesión por la dieta sana:
Mamaaaaaaaaaa!!!!!- así de amoroso es su grito- nunca va a haber en esta heladera un paquete de salchichas??!!!
Huerto- respondo con paciencia- comete una ensalada de frutas que es más nutritiva y tiene menos calorías.
Al instante, escucho que la puerta de su dormitorio se cierra con fuerza, la música sube a todo volumen, y hasta mañana no nos hablamos.
“Así son los hijos”, pienso resignada mientras voy en el auto, buscando un puesto de panchos.


María Guadalupe
Mamá dice que Dios es amor. Mi maridito opina que me deje de joder con la cursilería. Susana, la almacenera de la esquina, lo resume en el mate con café con el que despierta a su hija todas las mañanas.
Yo me pongo romántica: el amor es una perilla que algo o alguien activa. Entonces la vida implota en el centro del pecho. Y la onda expansiva se vuelve río furioso, sin diques de contención, que nos arrastra a otras orillas... Pero no me funciona la poesía. Mi noción del amor me vuelve vulnerable. Me siento una mujer en riesgo de morir ahogada.
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domingo, 15 de agosto de 2010

Piiiiiiiiip…entre la ansiedad y la decepción


María Guadalupe
A mi maridito lo conocí en una de las quermeses de fin de año del Club Avellaneda. Fue un latigazo. De esos que dejan la piel en carne viva. Como la marca con la que sellan al ganado. Así: hasta la muerte. Me enamoré digamos.
El me pidió el teléfono. Claro que en esa época nadie tenía celulares, así que memorizó el fijo de la casa de mis papás. Esperé un mes entero que llamara.
Enero fue larguísimo, sufrí como nunca el calor, extrañé el colegio, leí sin concentración un tonto libro de Danielle Steel. Y me volví adicta al *124.
Miraba tele bajito porque tenía miedo de no escuchar el teléfono. Me daba urticaria que mi mamá se colgara hablando con la tía Blanca. Cada vez que sonaba la emoción era pesada y gorda como un sapo atragantado en mi garganta. Pero lo que más me envenenaba era la voz estéril de una mujer en el contestador que siempre decía lo mismo: no hay mensajes nuevos.
Hasta que llamó no más cuando mamá hablaba con la santísima tía Blanca: dos horas para organizar un rosario por la salud del amigo del vecino de la sobrina de mi papá o algo así. *124. El dijo: Hola María…Hola... Hola. Tu-tu-tu. Son esos pocos momentos de la vida en que uno no sabe –literalmente- si reír o llorar. Lloré, claro.


María Julia
Usted tiene un nuevo mensaje, repetía la vocecita de mi contestador y efectivamente así era. La intriga me mataba, pero llevaba 10 minutos tratando de escucharlo.
Primero seguí paso a paso la indicación de la voz en off: “ingrese su clave y al finalizar oprima la tecla numeral”. Pero después de haber echo por 5ta vez lo que me indicaba la voz, seguí sin poder pasar al siguiente paso.
 “La clave ingresada es incorrecta; por favor ingrese su clave nuevamente y al finalizar oprima la tecla numeral.”
Quería gritar, había perdido toda mi racionalidad; pero me empeñé en ser yo la que ganara esta cruzada incoherente contra la tecnología. No había modo que algo tan diminuto pudiera hacerme batalla, era mi último intento, o llegaba al paso en el que ingresaba el 1 para escuchar el mensaje o tiraba el aparato a la mierda, a pesar de saber que si hacía esto último iba a terminar arrepentida.
Fue así que después de haber perdido por completo la paciencia, de estar al borde de tirar el celular al piso, después de sufrir, odiar y gritar por haber fantaseado con que era una cita que me había dejado un mensaje para salir esta noche; después de tanto pude al fin entrar al mensaje. Sólo para descubrir que éste era de mi mamá para ver si a la noche quería ir con ellos, a cenar.


María Albertina
Sería más fácil si en lugar de un pip alguien gritara ¡¡calláte de una vez!!, así por lo menos me entrarían ganas de hacerle la contra y comenzaría a hablar. Pero no, resulta que los contestadores te reciben con la computadora recordándote el número que justo, justito acabas de marcar, o peor todavía: escuchás la voz de tu amigo y cuando abrís la bocaza para saludarlo caes en la cuenta de que es la maldita máquina coreando “te comunicaste con la familia vayaasabercuanto, en este momento no estamos, por favor, deja tu mensaje y te llamaremos”.
Uno y otro recibimiento me provocan la misma reacción: cuando se supone que tengo que hablar sólo logro balbucear dos o tres incoherencias, la cara se me pone como tomate aunque nadie esté escuchando y corto la comunicación puteándome en jerigonzo, tratando de aceptar que mi incapacidad para dejar un mensaje en el contestador es tema tesis para cualquier psiquiatra.


María Carolina
Después de un día agitado, cargado de una innumerable cantidad de minuciosidades que, en el contexto, alteran la paciencia del más cauto, lo mejor que puede pasarme es volver a casa. A la paz de mi hogar. Sin nada que me impida hacer lo que tengo ganas de hacer. Léase: cambiar la ropa del mundo exterior que traigo puesta por la del mundo interior (puede ser el buzo más viejo que tengo o un vestido cómodo, según el momento), poner música agradable para mis oídos. Una vez cómoda me dedico a prender la tele tras alguna película que no voy a seguir hasta el final e intercalaré con el noticiero, cocino, leo… en fin, lo que el tiempo depare.
En medio de esa rutina, escucho los mensajes del teléfono fijo. Mi contestador cumple una función importante porque no suelo atenderlo, excepto que sepa que alguien va a llamar. El resto de los mortales puede ubicarme al celular, excepto esos días en que tampoco tengo ganas de atender.
Este viernes, agotador y caótico por demás, apreté la tecla con curiosidad: el aparatito me indicaba 25 mensajes, varios más que mi promedio diario. ¡La novela de las tres capitulada! Mi hermana María Cecilia, tras una discusión con su marido, quería saber lo justo de su accionar. Comenzaba con “Caro, me peleé con Roberto…”, y un lagrimeo. El último: “¿no que al final yo tengo razón?”. Los 23 del medio no puedo relatarlos: “después la llamo”, pensé, mientras calentaba pizza y terminaba el último capítulo del libro que estaba leyendo.


María del Pilar
Estimado cliente, su compañía telefónica informa que la línea será suspendida por tiempo indeterminado, debido a la alta morosidad que se registra en sistemas. Solicitamos además, regularice su situación dentro de los próximos 3 días hábiles, de lo contrario su nombre se verá reflejado en el sistema nacional de deudores. Lo saludamos cordialmente.
¿Tres días??!!! ¿Cómo cuernos hago juntar más de 400 pesos en 3 días??!!! Imposible. Yo lo lamento por ellos, por haberse tomado la molestia de llamar para dejar ese mensaje insulso, agradezco los saludos cordiales y que me llamen estimado cliente, pero…de este bolsillo no sale un peso para pagar un aparato que no se usa.
El teléfono fijo es historia pasada, los mensajes de texto y las llamadas en el momento al celular, desplazaron al aparatito de grandes botones y tubo ultra pesado. Así que, querida compañía telefónica, las amenazas de figurar entre los morosos, a esta altura, no me hace ni cosquillas. Procedan como corresponde, yo no escucho un mensaje más.
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domingo, 8 de agosto de 2010

Marías bajas calorías


María del Pilar
Vivo a dieta. Es un estado natural y harto masoquista en el que subsisto desde que tengo 16 años. Todo lo delicioso no lo puedo comer y mi pirámide nutricional está carente de harinas y calorías. Podría pasarme horas mirando el merengue con dulce de leche que reluce en la vidriera de la panadería, o el sticker de la pizza calabresa que pegué en la heladera para los ratos de ansiedad, pero el orgullo puede más, y termino masticando el tallo de apio fresco.
No estoy enferma ni tengo alteraciones alimenticias, la cruda verdad es que intento todo el tiempo ser la mejor alumna de Adrián Cormillot. Tengo los tomos completos de las enciclopedias que su padre confeccionaba en los años noventa, lo escucho atentamente todas las mañanas, le envío mails con consultas bobas, pero que él responde con desbordes de simpatía, y hace varios meses que tomo clases de tap para conquistarlo en cualquier momento. Esos faroles (si, faroles…aunque suene antiguo y pasado de moda) son irresistibles y no hay torta de chocolate que pueda competir con el Dr. Cormillot desfilando su ambo blanco.
Por eso vale la pena el sacrificio. Por él, que nos aconseja y nos ayuda a imaginarnos que un plato de ensaladas verdes es un verdadero manjar. Gracias Adrián, brindo por vos con un buen vaso de Coca (Light, obvio).


María Guadalupe
Odio los que se compran un alfajor Bagley blanco y negro y lo acompañan con una Coca-cola zero. Me fastidia cuando mi compañera de trabajo almuerza una hamburguesa con mayonesa light. Me aburren las personas que antes de comer una barrita de cereal leen cuántas míseras calorías tiene. Me parece patético que mi maridito le ponga edulcorante al café sólo cuando lo acompaña con una porción de torta. Nunca acepto un chicle Beldent sin azúcar.
Porque si hay algo que me indigna es la gente que cree que se cuida con esta sarta de productos livianitos y en verdad sólo regulan la culpa de llevarse cosas gordas a la boca. Y me revienta sobre todo que digan que están a dieta porque cocinan las papas fritas con aceite libre de grasas trans. La dieta es otra cosa.


María Julia
Las dietas son en mi vida tan innecesarias como el viagra; o sea que he vivido y sigo viviendo sin meterme en ese mundo desconocido para mi.
No leo esa sección de la revistas, ni escucho cuando discuten cual es la que más efecto a corto plazo tiene, tampoco me interesa levantar banderas en contra de ella (como algunas de mis conocidas que lo hacen). Las dietas son simplemente algo intransigente en mis 30 años.
Sin embargo las dietas desmedidas fueron y son un problema para muchas mujeres; fui testigo de esto en la secundaria; fui una cómplice, sin quererlo, por no decir nada.
Hoy a más de 10 años de haber terminado la secundaria, esa compañera aún sufre en su cuerpo los efectos de una dieta extrema.
Yo, consciente de esto, cuando los jeans empiezan a apretarme prefiero salir a correr dos veces a la semana, que ponerme a hacer alguna dieta como la de la luna.


María Albertina
No puedo. -No quiero-. No resisto.
Sé que debo consumir menos carne. Optar por cereales, legumbres, verduras y frutas que provengan de mercados locales donde no utilicen pesticidas ni químicos. Estoy conciente que debo negarme a las golosinas sintéticas que arruinan el mundo y mi dentadura. Reconozco que es imperativo consumir sanamente para que las generaciones venideras no sufran nuestro derroche.
El problema, es ponerlo en práctica. Dejar de lado el lomito de cada día. Reemplazar la fritura nocturna que derrocha aceite y ensancha la cadera. Ladear la cara cuando paso frente al kiosco.
Es un eterno conflicto entre los mandamientos de mi gula y los preceptos de mi credo verde.
(Y es que todo esto, se parece demasiado a una dieta.)


María Carolina
Mi mayor debilidad gastronómica tiene nombre y apellido: Selva Negra. Imaginarla es hacer que mi sentido del gusto se agudice. Mis papilas gustativas comienzan a trabajar con sólo nombrarla.
Más que nunca, esta semana la selva negra me persiguió hasta en sueños: Morfeo me presentó en pleno proceso de preparación de una de ellas. Otro día, me soñé llevándome a la boca un par de cucharadas repletas de chantillí y virutas de chocolate y una infinidad de escenas de lo más variadas… Si la imaginación no tiene límites, los sueños menos.
En los últimos cinco días noté que las tres confiterías que encuentro de camino hacia mi trabajo aumentaron notoriamente la exposición de este tipo de postres.
La gota que rebalsó el vaso fue anoche. Fui al cumpleaños de un compañero de trabajo y su esposa, una diosa del arte culinario, apenas me vio entrar lanzó un: “Menos mal que viniste, porque hice una selva negra que te morís cuando la probás”. No pude ser tan descortés: tuve que probar una enorme porción que me seducía desde el plato.
Siempre es igual: cada vez que decido empezar la bendita dieta de la luna, las selvas negras salen a perseguirme por la vida.
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