lunes, 30 de agosto de 2010

Moda con olor a naftalina


María Albertina
Las considero cruzadas del siglo veinte. Guerrillas que luchan contra hábitos perniciosos, contra modas estratégicamente encausadas para fines de lucro e implementadas a través de argumentos que rondan la estética y la practicidad.
Primero fueron las pinturas con plomo, que dejaban la pared de casa como living de revista. Después les tocó a los aerosoles, con su capacidad inherente de aumentar el agujero de ozono. Ahora, el turno es de las bolsas. Se trata de una declaración bélica contra el polietileno, el polipropileno y cualquier ileno que ande suelto y se atreva a portar manijas.
Siempre me llamó la atención que mi abuela lavara los vasitos de yogur o los tarros de mermelada, me llevó tiempo entender que lo hacía porque antes los envases (para cualquier cosa) eran difíciles de conseguir y hasta las galletitas se vendían sueltas. Crecí en la época donde llevar al mercado tu propia bolsa era ridículo, groncho, no-práctico. ¿Para qué molestarte si en el super te regalan bolsitas plásticas? La moda desactualizó los carritos y todos empezamos a sufrir de la espalda con tal de no romper el mandato.
Llevó casi dos décadas de concientización y una pérdida de recursos innumerable el hacer que esta moda, pase de moda. Pero todos hemos crecido y hoy, por suerte, cada vez somos más los gronchos orgullosos.


María Carolina
Llega una altura de la mes en la que, quiera o no, necesito ordenar mi ropero. No es que desborde de ropa, pero no sé que capacidad oculta tengo que en determinado momento, por más que doble la ropa con cuidado y la coloque en el lugar correspondiente, un día ya no tengo más espacio. Los pulloveres se reproducen, las camisas reciben visitas o los pantalones se ensanchan: algo sucede allí adentro que me hace tener que ordenar periódicamente.
En ese sacar/doblar/poner/cambiar de lugar, siempre me encuentro con algunas joyitas que sigo conservando, aunque el tiempo transcurra. Como ayer, que me encontré con ese lindo fuseau rojo, de tela tipo can-can, que usaba en mi adolescencia bajo el vestido bobo o los remerones gigantes. Esos que creo aún hoy me deben quedar grandes.
Pensé que alguna vez había salido a la calle con eso, en esa intento de comerme el mundo que tuve en mi adolescencia (¿Quién no?). Quizás hasta habré intentado conquistar algún chico. Si, de esos que ni me miraban…
Me recordé vestida así. “¡No sé como alguien habrá podido resistir el encanto de ese fuseau rojo!”, pensé mientras intentaba detener mi risa, incontenible, y seguía ordenando el resto del cajón.


María del Pilar
Soy una de las tantas no bendecidas por la naturaleza en tema capilar, del millón de mujeres que no tiene definido lacio o rulo. Mi pelo es crespo, rebelde y angustiosamente amorfo.
Es raro que lo use suelto, ni siquiera es digno de llevarlo en media cola. Una sola vez intenté plancharlo, pero quemé las puntas y lo arruiné aún más. Mi pelo es, de todo la estructura, lo que menos cuido. Estoy resignada a tener que llevarlo así, no hay dieta o gimnasia que pueda mejorarlo.
Por eso, sólo existe un accesorio de cabello que uso todo el tiempo. Huerto dice que es pasado de moda, pero no encontré con los años un reemplazo que esté a su altura. Tengo varias, de diversos colores, y las voy adecuando según la ocasión. Después de tantos años de uso, las bananas de plástico ya son parte de mi identidad.
Soy consciente de que hay hebillas modernas, invisibles sofisticados y pelucas que superan ampliamente mi calidad capilar. Pero tomarme el pelo con una banana no tiene precio, ni comparación. Queda todo acomodado en su lugar, no se caen los flecos ni esos pelitos rebeldes que nacen en la frente. No asfixia el cuero cabelludo, ni patina con el paso de las horas. Y, lejos de ser egoísta, deja lucir los aros u otros adornos que nos pongamos en las orejas.
Por eso, y por tantos beneficios más, me considero una gran defensora de la banana de plástico. Aunque mi hija insista en que ya debo guardarlas en el placard junto a los jeans tiro alto.


María Guadalupe
Virgen santísima. Por esa cadena de coincidencias poco gratas, el viernes fui a visitar a Mariana y mientras revolvía unos cajones buscando pilas para el control remoto encontró un cassete VHS. Eran de su fiesta de 15 años. A los cinco minutos el play nos condenaba a un pasado con polleras escocesas demasiados cortas, borcegos negros acordonados y camisas con volados. Yo, para seguir restando glamour, tenía el pelo batido con intento frustrado de jopo. En un momento me enfocaron de cerca y me pareció ver que tenía una cadenita con una cruz enorme colgando del cuello que se sacudía al ritmo del cucumelero. En ese momento me pregunté qué diablos veía yo en el espejo por aquellos tiempos. Y entendí las veces que mami gritaba: sacate eso que van a pensar que no tenés madre! Ay mi dios, cómo podía salir una así a la calle, tan feliz y tan espantosamente a la moda.


María Julia
Es así, la moda es una trampa siniestra en la que como muchas mujeres suelo caer. No hay argumento, lecturas o discusiones en tono feminista, que me hagan razonar a la hora de entrar en este mundo de consumo.
Sobre todo cuando en ésta hay muchos colores, lana en invierno y polleras cortas en verano, o cuando la moda trae consigo animal print, zapatos altos y medias negras.
En fin, debo admitir que tengo pasión por las actualizar mi guardarropas.
Pero lo peor que me pudo pasar como consumista es comprarme algo y que a las semanas pasara de moda.
Había comprado una bandolera fucsia en pleno invierno y me encantaba, no solo por que amo los colores fuertes; sino sobre todo porque era lo más de ese invierno.
Pero para mi desgracia, esperé demasiado en comprarla y en menos de tres semanas empezaron a aparecer en las vidrieras los bolsos llenos de flores, característicos de la primavera. Por lo menos me consuelo con el dicho que dice “todas las modas vuelven”.
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domingo, 22 de agosto de 2010

Amor-dazadas


María Julia
¿Qué es el amor? me pregunté. Pero no el amor de una amistad o el amor que existe entre una madre y su hijo; sino el amor entre un hombre y una mujer. Ese amor que según mis amigas es el que todavía no encuentro.
Y para responderme dejé de lado mi feminismo y mi gusto por los hombres; e intenté sincerarme con este tema.
Porque realmente ¿qué es? Será ese cosquilleo que siento cuando la persona que me vuelve loca me besa el cuello, o justamente será esa sensación de volverme loca por alguien; será amor estar con alguien que además de pareja es amigo y compañero de vida; será amor los besos apasionados en el banco de una plaza o serán los besos rutinarios de una mañana cuando salimos al trabajo.
Porque ¿qué esperamos del amor cuando suspiramos por él?, esperamos un novio de esos que le pedimos a San Antonio, o esperamos pasión a flor de piel, también podemos esperar un compañero o alguien de quien sentirnos orgullosas porque además de buen amor, es querido por la familia.
O será que el amor es todo eso, sin tantas vueltas y pretensiones, con escasez en algunos aspectos y abundancias en otros. Sin rodeos, solo aquello que nos hace sentirnos un poco más completo.


María Albertina
Había leído suficientes novelas como para tener idea de la sensación de desamparo que –decían- provoca conocer al amor de tu vida, la media naranja, el dueño de tus suspiros. Pero en mis diecisiete años bien puestos no había conseguido sentirme así. Ni cerca. Los escasos noviecitos de ocasión (elegidos por mis amigas) sólo sirvieron para sacarme dudas respecto de cómo era un beso, qué se sentía que alguien te llame todos los días, etc. Lo único que conseguí, fue ahogarme de hartazgo frente a un extraño que me quitaba tiempo que podría haberlo dedicado a algo más interesante que tomarnos de las manitos y hablar de la vida de otros.
Ya entonces entendí que el romanticismo y yo no estábamos del mismo lado. Me soñé libre, mochilera, eterna desaliñada. Y entonces, una tarde de verano, me topé con un tipo intransigente y alegre que me desencasilló el futuro y me encadenó el corazón. La lucidez me alcanzó para darme cuenta que mientras yo quería dedicarme a la ayuda humanitaria, él soñaba con un ama de casa que cuidara de tres hijos bien prolijos y educados en colegios religiosos. Fue cuando supe que el amor no era cambiar por él, ni él por mi. Amor era aceptarlo lejos, viviendo su propio sueño.


María Carolina
La panza llena de mariposas (no por habérmelas comido) y un nerviosismo inusitado, fuera de lo común en mí. Pienso, pienso, pienso… le doy vueltas al asunto y no puedo sacar de mi cabeza esos pensamientos. Mi mente se ve asaltada por las mismas imágenes una y otra vez.
Imagino situaciones, posibles desenlaces. Modifico escenas que ya sucedieron. Estoy pendiente. Mariposas. Pensamientos. Nervios. La película que se desarrolla en mi cabeza. Bastante más abriboca que lo habitual.
Esos momentos en que conocí a alguien con el que se produjo cierta “química”, con el que coincidimos al menos en cuestiones coyunturales de la vida, me llené de algunos de esos síntomas. O de todos a la vez. Cuando el encuentro se produce, cuando no sabés cómo va a seguir (o si va a seguir), cuando tenés las fichas puestas, me surgieron veinte preguntas al mismo tiempo. “¿Le gustará el rock? ¿El cine francés? ¿Será muy estructurado? ¿Nos volveremos a ver?”
Y allí, en medio de la tormenta de interrogantes, rodeada de destellos de curiosidad y ansiedad, intento ser fuerte y negármelo a mí misma. Pero, inevitablemente, me nace el mayor de los misterios: ¿será amor?


María del Pilar
Yo sé que tengo un gran amor, el más genuino y el que va a durar toda la vida. El lazo eterno que me une a esa persona a la que parí con todas las letras y por la que vivo cada día. Ella es Huerto, mi hija preadolescente, con su carácter ciclotímico tan propio de su padre y los mil complejos heredados de su mamá.
Amo su risa cuando mira dibujos animados, y su bronca cuando le hago regalos en el día del niño. Intenta convencerme que ella no es más una nena, aunque sabe que esa batalla la tiene perdida. Si no hay nada más lindo que sentarla en mi falda y escuchar sus primeros desamores, o peinarla antes de que salga a tomar algo con sus amigas.
Algún día ella va a ser mamá y entenderá mi preocupación, mis miedos y mi felicidad constante. Mientras tanto, reniega de mis asomadas a la puerta cada vez que la pasan a buscar, de las preguntas acerca de su círculo de amigos, la reelectura a las carpetas de la escuela y la obsesión por la dieta sana:
Mamaaaaaaaaaa!!!!!- así de amoroso es su grito- nunca va a haber en esta heladera un paquete de salchichas??!!!
Huerto- respondo con paciencia- comete una ensalada de frutas que es más nutritiva y tiene menos calorías.
Al instante, escucho que la puerta de su dormitorio se cierra con fuerza, la música sube a todo volumen, y hasta mañana no nos hablamos.
“Así son los hijos”, pienso resignada mientras voy en el auto, buscando un puesto de panchos.


María Guadalupe
Mamá dice que Dios es amor. Mi maridito opina que me deje de joder con la cursilería. Susana, la almacenera de la esquina, lo resume en el mate con café con el que despierta a su hija todas las mañanas.
Yo me pongo romántica: el amor es una perilla que algo o alguien activa. Entonces la vida implota en el centro del pecho. Y la onda expansiva se vuelve río furioso, sin diques de contención, que nos arrastra a otras orillas... Pero no me funciona la poesía. Mi noción del amor me vuelve vulnerable. Me siento una mujer en riesgo de morir ahogada.
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domingo, 15 de agosto de 2010

Piiiiiiiiip…entre la ansiedad y la decepción


María Guadalupe
A mi maridito lo conocí en una de las quermeses de fin de año del Club Avellaneda. Fue un latigazo. De esos que dejan la piel en carne viva. Como la marca con la que sellan al ganado. Así: hasta la muerte. Me enamoré digamos.
El me pidió el teléfono. Claro que en esa época nadie tenía celulares, así que memorizó el fijo de la casa de mis papás. Esperé un mes entero que llamara.
Enero fue larguísimo, sufrí como nunca el calor, extrañé el colegio, leí sin concentración un tonto libro de Danielle Steel. Y me volví adicta al *124.
Miraba tele bajito porque tenía miedo de no escuchar el teléfono. Me daba urticaria que mi mamá se colgara hablando con la tía Blanca. Cada vez que sonaba la emoción era pesada y gorda como un sapo atragantado en mi garganta. Pero lo que más me envenenaba era la voz estéril de una mujer en el contestador que siempre decía lo mismo: no hay mensajes nuevos.
Hasta que llamó no más cuando mamá hablaba con la santísima tía Blanca: dos horas para organizar un rosario por la salud del amigo del vecino de la sobrina de mi papá o algo así. *124. El dijo: Hola María…Hola... Hola. Tu-tu-tu. Son esos pocos momentos de la vida en que uno no sabe –literalmente- si reír o llorar. Lloré, claro.


María Julia
Usted tiene un nuevo mensaje, repetía la vocecita de mi contestador y efectivamente así era. La intriga me mataba, pero llevaba 10 minutos tratando de escucharlo.
Primero seguí paso a paso la indicación de la voz en off: “ingrese su clave y al finalizar oprima la tecla numeral”. Pero después de haber echo por 5ta vez lo que me indicaba la voz, seguí sin poder pasar al siguiente paso.
 “La clave ingresada es incorrecta; por favor ingrese su clave nuevamente y al finalizar oprima la tecla numeral.”
Quería gritar, había perdido toda mi racionalidad; pero me empeñé en ser yo la que ganara esta cruzada incoherente contra la tecnología. No había modo que algo tan diminuto pudiera hacerme batalla, era mi último intento, o llegaba al paso en el que ingresaba el 1 para escuchar el mensaje o tiraba el aparato a la mierda, a pesar de saber que si hacía esto último iba a terminar arrepentida.
Fue así que después de haber perdido por completo la paciencia, de estar al borde de tirar el celular al piso, después de sufrir, odiar y gritar por haber fantaseado con que era una cita que me había dejado un mensaje para salir esta noche; después de tanto pude al fin entrar al mensaje. Sólo para descubrir que éste era de mi mamá para ver si a la noche quería ir con ellos, a cenar.


María Albertina
Sería más fácil si en lugar de un pip alguien gritara ¡¡calláte de una vez!!, así por lo menos me entrarían ganas de hacerle la contra y comenzaría a hablar. Pero no, resulta que los contestadores te reciben con la computadora recordándote el número que justo, justito acabas de marcar, o peor todavía: escuchás la voz de tu amigo y cuando abrís la bocaza para saludarlo caes en la cuenta de que es la maldita máquina coreando “te comunicaste con la familia vayaasabercuanto, en este momento no estamos, por favor, deja tu mensaje y te llamaremos”.
Uno y otro recibimiento me provocan la misma reacción: cuando se supone que tengo que hablar sólo logro balbucear dos o tres incoherencias, la cara se me pone como tomate aunque nadie esté escuchando y corto la comunicación puteándome en jerigonzo, tratando de aceptar que mi incapacidad para dejar un mensaje en el contestador es tema tesis para cualquier psiquiatra.


María Carolina
Después de un día agitado, cargado de una innumerable cantidad de minuciosidades que, en el contexto, alteran la paciencia del más cauto, lo mejor que puede pasarme es volver a casa. A la paz de mi hogar. Sin nada que me impida hacer lo que tengo ganas de hacer. Léase: cambiar la ropa del mundo exterior que traigo puesta por la del mundo interior (puede ser el buzo más viejo que tengo o un vestido cómodo, según el momento), poner música agradable para mis oídos. Una vez cómoda me dedico a prender la tele tras alguna película que no voy a seguir hasta el final e intercalaré con el noticiero, cocino, leo… en fin, lo que el tiempo depare.
En medio de esa rutina, escucho los mensajes del teléfono fijo. Mi contestador cumple una función importante porque no suelo atenderlo, excepto que sepa que alguien va a llamar. El resto de los mortales puede ubicarme al celular, excepto esos días en que tampoco tengo ganas de atender.
Este viernes, agotador y caótico por demás, apreté la tecla con curiosidad: el aparatito me indicaba 25 mensajes, varios más que mi promedio diario. ¡La novela de las tres capitulada! Mi hermana María Cecilia, tras una discusión con su marido, quería saber lo justo de su accionar. Comenzaba con “Caro, me peleé con Roberto…”, y un lagrimeo. El último: “¿no que al final yo tengo razón?”. Los 23 del medio no puedo relatarlos: “después la llamo”, pensé, mientras calentaba pizza y terminaba el último capítulo del libro que estaba leyendo.


María del Pilar
Estimado cliente, su compañía telefónica informa que la línea será suspendida por tiempo indeterminado, debido a la alta morosidad que se registra en sistemas. Solicitamos además, regularice su situación dentro de los próximos 3 días hábiles, de lo contrario su nombre se verá reflejado en el sistema nacional de deudores. Lo saludamos cordialmente.
¿Tres días??!!! ¿Cómo cuernos hago juntar más de 400 pesos en 3 días??!!! Imposible. Yo lo lamento por ellos, por haberse tomado la molestia de llamar para dejar ese mensaje insulso, agradezco los saludos cordiales y que me llamen estimado cliente, pero…de este bolsillo no sale un peso para pagar un aparato que no se usa.
El teléfono fijo es historia pasada, los mensajes de texto y las llamadas en el momento al celular, desplazaron al aparatito de grandes botones y tubo ultra pesado. Así que, querida compañía telefónica, las amenazas de figurar entre los morosos, a esta altura, no me hace ni cosquillas. Procedan como corresponde, yo no escucho un mensaje más.
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domingo, 8 de agosto de 2010

Marías bajas calorías


María del Pilar
Vivo a dieta. Es un estado natural y harto masoquista en el que subsisto desde que tengo 16 años. Todo lo delicioso no lo puedo comer y mi pirámide nutricional está carente de harinas y calorías. Podría pasarme horas mirando el merengue con dulce de leche que reluce en la vidriera de la panadería, o el sticker de la pizza calabresa que pegué en la heladera para los ratos de ansiedad, pero el orgullo puede más, y termino masticando el tallo de apio fresco.
No estoy enferma ni tengo alteraciones alimenticias, la cruda verdad es que intento todo el tiempo ser la mejor alumna de Adrián Cormillot. Tengo los tomos completos de las enciclopedias que su padre confeccionaba en los años noventa, lo escucho atentamente todas las mañanas, le envío mails con consultas bobas, pero que él responde con desbordes de simpatía, y hace varios meses que tomo clases de tap para conquistarlo en cualquier momento. Esos faroles (si, faroles…aunque suene antiguo y pasado de moda) son irresistibles y no hay torta de chocolate que pueda competir con el Dr. Cormillot desfilando su ambo blanco.
Por eso vale la pena el sacrificio. Por él, que nos aconseja y nos ayuda a imaginarnos que un plato de ensaladas verdes es un verdadero manjar. Gracias Adrián, brindo por vos con un buen vaso de Coca (Light, obvio).


María Guadalupe
Odio los que se compran un alfajor Bagley blanco y negro y lo acompañan con una Coca-cola zero. Me fastidia cuando mi compañera de trabajo almuerza una hamburguesa con mayonesa light. Me aburren las personas que antes de comer una barrita de cereal leen cuántas míseras calorías tiene. Me parece patético que mi maridito le ponga edulcorante al café sólo cuando lo acompaña con una porción de torta. Nunca acepto un chicle Beldent sin azúcar.
Porque si hay algo que me indigna es la gente que cree que se cuida con esta sarta de productos livianitos y en verdad sólo regulan la culpa de llevarse cosas gordas a la boca. Y me revienta sobre todo que digan que están a dieta porque cocinan las papas fritas con aceite libre de grasas trans. La dieta es otra cosa.


María Julia
Las dietas son en mi vida tan innecesarias como el viagra; o sea que he vivido y sigo viviendo sin meterme en ese mundo desconocido para mi.
No leo esa sección de la revistas, ni escucho cuando discuten cual es la que más efecto a corto plazo tiene, tampoco me interesa levantar banderas en contra de ella (como algunas de mis conocidas que lo hacen). Las dietas son simplemente algo intransigente en mis 30 años.
Sin embargo las dietas desmedidas fueron y son un problema para muchas mujeres; fui testigo de esto en la secundaria; fui una cómplice, sin quererlo, por no decir nada.
Hoy a más de 10 años de haber terminado la secundaria, esa compañera aún sufre en su cuerpo los efectos de una dieta extrema.
Yo, consciente de esto, cuando los jeans empiezan a apretarme prefiero salir a correr dos veces a la semana, que ponerme a hacer alguna dieta como la de la luna.


María Albertina
No puedo. -No quiero-. No resisto.
Sé que debo consumir menos carne. Optar por cereales, legumbres, verduras y frutas que provengan de mercados locales donde no utilicen pesticidas ni químicos. Estoy conciente que debo negarme a las golosinas sintéticas que arruinan el mundo y mi dentadura. Reconozco que es imperativo consumir sanamente para que las generaciones venideras no sufran nuestro derroche.
El problema, es ponerlo en práctica. Dejar de lado el lomito de cada día. Reemplazar la fritura nocturna que derrocha aceite y ensancha la cadera. Ladear la cara cuando paso frente al kiosco.
Es un eterno conflicto entre los mandamientos de mi gula y los preceptos de mi credo verde.
(Y es que todo esto, se parece demasiado a una dieta.)


María Carolina
Mi mayor debilidad gastronómica tiene nombre y apellido: Selva Negra. Imaginarla es hacer que mi sentido del gusto se agudice. Mis papilas gustativas comienzan a trabajar con sólo nombrarla.
Más que nunca, esta semana la selva negra me persiguió hasta en sueños: Morfeo me presentó en pleno proceso de preparación de una de ellas. Otro día, me soñé llevándome a la boca un par de cucharadas repletas de chantillí y virutas de chocolate y una infinidad de escenas de lo más variadas… Si la imaginación no tiene límites, los sueños menos.
En los últimos cinco días noté que las tres confiterías que encuentro de camino hacia mi trabajo aumentaron notoriamente la exposición de este tipo de postres.
La gota que rebalsó el vaso fue anoche. Fui al cumpleaños de un compañero de trabajo y su esposa, una diosa del arte culinario, apenas me vio entrar lanzó un: “Menos mal que viniste, porque hice una selva negra que te morís cuando la probás”. No pude ser tan descortés: tuve que probar una enorme porción que me seducía desde el plato.
Siempre es igual: cada vez que decido empezar la bendita dieta de la luna, las selvas negras salen a perseguirme por la vida.
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domingo, 1 de agosto de 2010

Comprar con bolsillos del tercer mundo


María Julia
¿Me lo compro? Mmm….Es la pregunta que me ha acompañado toda mi vida. Cuando tenía alrededor de 7 años mi mamá me preguntaba que quería: un peluche o una Barbie; y ahí empezó mi cuestionamiento sobre qué me compro.
Cuando llegué a aproximadamente los 10 año, la decisión pasaba por comprar chocolate o chupetines (estos últimos me convenían porque me daban más), ahora mi medida atravesaba una cuestión de cálculos.
Pero fue después de cumplir los 15 que empezó el martirio en mi cabeza de la interpelación a la que más respuesta le di. La pregunta constante casi siempre referida: a ropa, accesorios, carteras o zapatos; transitaba ahora por las respuestas que apaleaban a ver: el precio, la utilidad, la ocasión en que lo iba a utilizar, la calidad, la moda y etc.
Y eso sin meterme en la cuestión de haber comprado algo y unos días después verlo más barato o peor aún, ver que no me gusta como me queda.
Una pregunta tan pequeña que genero más respuestas de las imaginadas y hasta una propaganda. ¿Se acuerdan? La de la tarjeta de crédito. En fin una pregunta, mil respuestas y un problema hasta ahora que yo, generalmente, suelo no resolver.


María Albertina
Mientras cortaba la torta de cumpleaños, le recé a la pachamama. Fue una tonta forma de pedir disculpas, pero también, la única que se me ocurrió cuando evoqué la oración que supo abrumarme en otras épocas.
Confieso ante (la) Dios(a) (naturaleza), y ante vosotros hermanos (ecologistas), que he pecado en pensamiento, palabra, obra y omisión.
Por mi culpa, por su culpa, por la gran culpa que me quedó atragantada cuando le entregamos a papá, como obsequio, las alpargatas de carpincho que él tanto deseaba pero resistía de comprarse para no escuchar mi rosario de argumentos verdes.
Había prometido no arruinar el momento con cara de pocas pulgas. Apelé a una sonrisa digna de colgate y me repetí mentalmente cada uno de los silogismos conformistas que inventé mientras pagaba el regalo elegido bajo presión de mis hermanas.


María Carolina
Apenas lo vi, me sentí atraída. No puedo evitar mirarlo. Me cuesta horrores disimular, pero no puedo pasar cerca suyo sin dedicarle algunos minutos a su belleza evidente. Y bueno… No siempre me sucede, pero tengo mis momentos de debilidad. Como todas.
Esta última semana, pasé ciento de veces por delante de él. Ya hasta me está empezando a dar cierta vergüenza: creo que todos los que suelen estar a su alrededor comienzan a darse cuenta de que estoy transitando demasiado por esa vereda.
Como dije, no me pasa seguido. Esta vez caí, dejando en exposición mi costado más frágil. Lo observo con atención, pero disimulando ante los demás, y sufro como una condenada a muerte porque no sé si podré tenerlo junto a mí. ¿Existirá esa posibilidad? ¿Será que somos el uno para el otro?
No sé qué es. Pero me gusta. Me gusta tanto que tal vez mañana, cuando otra vez transite ese camino que nos separa, tome coraje y me acerque.
Me gusta. Creo que lo quiero. Y si… yo también soy débil, aunque trate de mostrarme fuerte: ese vestido negro de modal me está volviendo loca. Mañana cuando pase, meto la mano en mi cartera sin pensarlo demasiado, saco la tarjeta y me lo compro. Total, lo pago en cuotas.


María del Pilar
Una mujer separada, madre de la pre adolescente más difícil. Una mujer que en los ’90 tuvo todo lo que deseaba, pero que el nuevo siglo llegó con divorcio y austeridad. Una mujer a la que le sobra buen gusto, pero le faltan plásticos dorados. Una mujer así, entra en pánico cada vez que debe decidir entre un par de botas o pagar la cuota de Internet, o comprar make up de segunda calidad y ahorrar más de la mitad del dinero, o una de esas bases minerales que te dejan la piel de porcelana, pero el bolsillo exprimido.
Sufre cada una de mis venas y mi mente no soporta la idea de dudar entre comprar o no comprar, porque quiero todo lo que veo. Quiero las carteras que usa la Presidenta, la bijou de Mirtha, los stilletos de la Alfano y el novio de mi vecina (bueno, eso no se compra, pero si tendría todo lo anterior, sería una mujer irresistible).
Y mi ex marido sabe cuál es mi lado débil, por eso la cuota alimentaria alcanza sólo para eso: alimentos y supervivencia básica. No hay margen ni para comprarnos ropa interior digna.
“Pilar, buscate un trabajito”, me dicen las chicas del country. No es mala opción, de última sería por unos meses hasta que mis cuentas salgan del rojo. Pero no sirvo para las habilidades manuales, no sé coser, ni bordar, ni siquiera abrir la puerta para ir a jugar. Los locales comerciales no emplean mujeres mayores de 40, así que descarto esa posibilidad. Y, a menos que baile en el caño en un boliche nocturno, las oportunidades laborales escasean, así que seguiré viviendo de la lacra que nos deja el padre de Huerto por mes, descartando encantos a la fuerza.


María Guadalupe
Él es de los que no entienden que una necesita comprarse ropa. Y digo: “ne-ce-si-ta” . No estoy hablando de “querer”, ni de sumar modelitos para combinar, sino de que hay momentos, como éste, en el que uno abre el ropero y no tiene qué ponerse.
Bueno, sí, es una exageración, porque los cajones siempre explotan. El punto es: cuánto sirve de esa mezcolanza de remeras, jeans, sweaters. Poco. Obvio que no tiramos nada, porque nos da cosita, porque siempre creemos que esa camisa aguanta un uso más y van…
La cuestión es que ayer, mientras fritaba las milanesas, le dije a mi marido que me tenía que comprar una campera nueva. Y no sé -ahora que lo pienso- porqué una hace estos comentarios como si estuviera pidiendo permiso, como si no supiera lo que se viene.
- ¿Otra campera?- dijo.
- ¿Otra campera?- le respondí yo con ese tono de incredulidad tan femenino. No le hablé más pero mi cabeza hervía más que el aceite: porqué no mete sus ideas entre las perchas y mira cuántas tengo. A ver si le cae la ficha de que ésa, la negrita, tiene tres largos inviernos encima, el corderito de adentro con los pelos duros, los puños deshilachados y como si fuera poco lleva la aureola de un pucho que alguien apagó sobre mi espalda.
Así que esa misma tarde fui y me compré una nueva. El estímulo: mi indignación. El precio: 50% más caro de lo que le dije a él. El logro-gran logro: gastar sin culpa.
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