domingo, 30 de mayo de 2010

Amigos no perecederos


María Carolina
Nos quisimos con todo el corazón.
Vivíamos en casas lindantes y, desde la infancia, solíamos optar por juegos muy diferentes. Ella con las tacitas y todo lo que la convirtiera en una excelente anfitriona y ama de casa. Según las opciones, yo podía elegir muñecas, rompecabezas, disfraces o libros de cuentos. En la variedad está el gusto, dicen.
En la adolescencia, ella eligió al primer rubio de ojos claros que la sedujo con su pose artificial de príncipe azul, tipo película de Disney. Se llevó al más lindo del colegio. Yo, fiel a mi proceder, caía siempre en las redes de los más verseros y fabuladores, y no me decidía por ninguno. Pero siempre, ella estaba ahí, dispuesta a acompañarme y demostrándome lo distintas que éramos.
Apenas habíamos pasado el umbral de los veinte, cuando un día Daniela golpeó la puerta de casa. Escuché que preguntaba por mí. Apenas me vio largó la noticia que venía a traerme: “me caso el mes que viene”.
Ya no vivimos en casas pegadas pero la suelo cruzar. La veo venir con el changuito del súper, con los hijitos a ambos lados (rubios y carilindos como sus padres), desarreglada y sin el brillo que siempre irradió. Cuando me ve venir, ensaya su mejor sonrisa de madre de familia feliz. Y yo jamás dejo de sorprenderme ni alcanzo a comprender como pudo ser tan tonta de pensar que la vida era como jugar con las tacitas de té.


María Julia
Entré y la ví; estaba sentada en un rincón con su pantalón escocés rojo y negro; arriba tenía una remerita oscura de mangas largas y en los pies sus inconfundibles zapatillas de colores.
Con la cabeza apoyada en la pared y la mirada media perdida, daba una ojeada a los que entraban por la puerta. Aunque no aparentaba sus casi 33 años hoy, más flaca que nunca, parecía que la vida se le caía encima.
Me acerqué despacio y sólo atiné a abrazarla; no había palabra que pudiera calmar el dolor que tenía y no había forma en la que yo pudiera expresar cuanto lo sentía.
Ella, para hacerme más grato ese momento, me dijo tranquila: -Pensar que el domingo hacíamos planes para salir hoy, a conocer hombres.
Yo sólo pude sonreír y agarrarle más fuerte la mano; no me salían las palabras y el nudo que tenía en la garganta empezaba a aumentar sus dimensiones.
Quería gritar que no era justo, quería poder cargar yo con un poco de todo ese dolor, quería encontrar las palabras justas que calmaran su llanto. Pero sólo pude quedarme ahí, abrazándola y diciéndole que la quería.


María del Pilar
Pueden pasar meses sin vernos. Semanas sin contactarnos, días enteros sin saber nada uno del otro. Nuestras conversaciones en el chat son efímeras, casi frías, en las cuales yo hablo y hablo, y él solo atina a escribir si, no, ja, ups. Siempre fue monosilábico y sacarle una risa es cuestión de estado.
Cuando viene a casa de visitas pasa lo mismo. Yo le cuento vida y obra de los ex compañeros, los vecinos, los conocidos. Él me mira, a veces se sonríe, casi siempre opina distinto, pero prefiere suspirar fuerte y seguir tomando el mate, o concentrarse en el tablero de ajedrez.
Hace años que no nos abrazamos. Es más, creo que nunca lo hicimos. Es raro que nos saludemos con un beso o nos digamos cuántos nos extrañábamos.
Nuestros hijos se llevan mal. Huerto odia que Augusto escuche sus Cds cuando ella no está, y todo el tiempo le recuerda lo molesto que es. Él no le hace caso y sube el volumen al máximo.
Yo me preocupo, no quiero que se peleen, pero después entiendo que la genética es más fuerte que todo.
Cuando estoy con él, me cuestiono cómo una persona que nada tiene que ver conmigo pueda ser a la vez quien más me conozca. Soy vulnerable a su mirada, y él se da cuenta que sus ojos son capaces de convencerme para que cambie cualquiera de mis decisiones. Pero yo sé también que soy una de las mujeres que más lo ha bancado durante 30 años, que aunque se crea autosuficiente me tiene más en cuenta que a muchos, y a pesar de que nunca lo va a reconocer, yo soy su verdadera amiga del alma. Y él es, obvio, mi otro yo.


María Albertina
Alfajor mixto, nos decían. Y no nos importaba, en especial porque era cierto, una blanca, otra negra y todo el tiempo pegoteadas. Juntas, elegimos a qué secundario ir, nos aseguramos de formar parte de la misma división, y llegamos el primer día mutuamente asustadas por los nervios de la otra.
Estaba convencida de que era mi amiga del alma. El espejo en donde podría mirarme toda la vida, y esperar una respuesta sincera.
Pero algo cambió en el camino. Cinco años es demasiado cuando cada día es imprevisible. Y así fue mi adolescencia. En algún cruce de rutas, empezamos a pensar diferente, a querer diferente, a reír por cosas distintas. El cariño estaba, pero algo comenzó a faltar.
Yo me negué a creerlo, pretendí por todos los medios retomar, aceptarnos a pesar del cambio, conocerla de nuevo. Pero resulta que ella no. Nunca entendió que mis ideales fueran otros, que mis sueños habían crecido conmigo y mi objetivo ya no era sólo Bariloche, o que mi futuro no se colmaba con un marido y tres hijitos.
Cuando le avisé que me iba a estudiar, me planteó, serena: “Bueno, veo que la escuela terminó. Fue lindo. Ojalá nos volvamos a ver”.
Me dejó anclada a mitad de la vereda y se largó. Siquiera un abrazo. Mientras yo, sorprendida hasta la médula, repasaba palabra a palabra ese cierre impostado que, hasta entonces, no me atreví a pensar de forma contundente.


María Guadalupe
Cuando levanté la vista encontré sus ojos inundados de esas venitas rojas. Esas que asoman cuando uno hace mucha fuerza por tragarse la tristeza. Cerca. Estaba pálida y le temblaba la pera. Apretaba algo entre sus manos, quizá un rosario o un racimo de santos. Ni siquiera amagó a sonreírme. Sabía que semejante esfuerzo no valía la pena.
Cerca. En ese instante en que uno no piensa, ni siente otra cosa que no sea dolor, ni es capaz de registrar en la mente lo que está viviendo... en ese instante yo lo supe.
Y por eso lo recuerdo.
Ella estaba siempre cerca. Lucía mi amiga del alma.
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domingo, 23 de mayo de 2010

Historias condimentadas: mi suegra y yo

María Julia
-Ay Julia, decí que te encuentro –me dijo, y yo ya sabía que era Ana con alguno de los problemas que le genera su suegra. Y así fue, casi una hora al teléfono escuchándola quejarse de la madre de su esposo, y aunque no me molestaba, el tema me hizo recordar lo que más odiaba de las suegras que tuve a lo largo de mis relaciones.
Sin ninguna duda el primer lugar se lo lleva “la comida de mi suegra” o mejor dicho de la que en ese momento lo era.
No se porqué, pero pareciera que este tema y todo lo que tiene que ver con la cocina, les sirve a las madres como excusa para martillar con preguntas a la mujer que trae a comer su hijo. Desde las "más inocentes" como: ¿Sabés cocinar; porque mi hijo es de buen comer? Hasta esas otras que vienen acompañadas de miradas indiscretas que intentan analizarte por lo que comés y cómo lo hacés.
Así, de una relación a otra, lo que siempre me molestó son éstas mujeres y su fetiche con la cocina. No saben estas madres adorables que existe la liberación femenina; que hoy estudiamos, trabajamos, vivimos solas, y eso nos identifica, no lo bien o mal que cocinamos.
Pese a mis ganas de formar un grupo de facebook, para todas las que como yo detestamos las comidas con las suegras, el reclamo de: ¿Qué hago? de mi amiga, me hizo bajar un cambio y con la voz más dulce que pude hacer, sólo atine a decirle: Tranqui Ana, a todas nos molesta algo de las suegras; pero en el fondo siempre tiene atributos que nos hace quererlas…

María Albertina

Me bastó una sola lección para aprender que nunca más. Ahora, antes de salir, mastico cualquier cosa que haya aterrizado en mi heladera y voy con la panza llena. Así el olor a carne recién horneada no se convierte en un estímulo cercano a la tortura. Así, puedo ver sin lágrimas en los ojos como toman ese corte de lomo –crujiente al morder pero suave al tragar, en el punto justo para producir a quien fuere un ataque de canibalismo- y lo rocían con salsa del más puro chocolate.
La primer navidad que me tocó tragar el tradicional plato festivo de mi suegra, me sentí como quien come el pimiento más picante del mundo. Lloré. Tras una sonrisa a puro compromiso, mi cuerpo y mi lengua se negaron a aceptar. Unas lágrimas discretas –y saladas, siempre bien saladas- me devolvieron la cordura. No iba a ser partícipe de semejante atrocidad. O me plantaba o la próxima no aceptarían un no ante el arroz con leche.
Justo ahí, cuando mi cerebro se acercaba al momento crucial donde la decisión se vuelve una ley personal, una verdad irrevocable, ella, la cocinera, abrió los ojos ante mi plato todavía lleno y arguyó un cómo está todo querida. Y yo, caradura desde que tengo memoria, cometí entonces el error fatal: miré de reojo a mi noviecito recién estrenado y no pude decepcionarlo. Refloté lo mejor de mi hipocresía, arguyé que sí, sí, todo está re rico y sufrí hasta el último bocado.

María Carolina

Fueron cinco meses, largos e intensos, de noviazgo con Sebastián. Ya sé. Cualquiera diría que fue poco tiempo pero con Seba todo era intenso, al punto de sentir que la emoción te quitaba el oxígeno, o no era. Así de sencillo.
Lo conocí por casualidad y todo fue muy rápido. Tanto, que antes del tercer mes yo me estaba probando mi vestido de florcitas lilas para ir a comer a lo de su mamá. Una locura.
En ese momento no pensé que fuese grave: “María Carolina, parece que esta vez vas a tener suerte con los hombres”, me dije. Este pibe me estaba llevando a lo de su mamá, hacía poco que salíamos y todo venía bien. Hasta que ese domingo conocí a Elba.
Adoro la comida y no es ninguna novedad. Mi listado de cosas que no me gustan o me caen muy mal apenas debe llegar a 15. Elba era prodigiosa en la cocina: no sé cómo, pero siempre lograba reunir al menos cinco de ellas en un mismo plato. Imposible convencerla de mi sufrimiento.
Juntaba el ajo, la pimienta negra y el puré de tomate, con la cebolla de verdeo y el hígado: el resultado era mi cara lista para ser mostrada en un programa de rarezas. O armonizaba el puré de tomate con unos aritos de cebolla fritos, lo que me empujaba a mudarme al baño y volverme adicta al Sertal durante una semana.
Inevitable compararla con Yiya Murano. Hasta a Sebastián logró convencer de que lo mío era una total exageración. Y sus platos marcaron el camino hacia el fin de nuestra relación.


María del Pilar
Era un placer verla a esa señora con sus tacos aguja, sus labios pasionalmente rojos, sus collares de perlas y las pulseras a tono. Así de aggiornada los jueves a la noche amasaba una especie de pasta italiana a la que no le faltaba nada. Tomillo, albahaca, hierbas exóticas...todo en un solo y delicioso plato.
La cena de los jueves lograba aplacar el mal humor, las discusiones, los reproches. Nos sentábamos a la mesa y nos disponíamos a disfrutar.
Esa señora fue por mucho tiempo el único sostén emocional de algo que se caía a pedazos. Y en sus comidas se materializaba el amor que sentía por nosotros, sobre todo por su nieta. Disfrutaba al vernos saborear sus tartas de manzana, nos envolvía el alma con el aroma de los tomates recién cortados de la huerta y sus masitas de amoníaco eran una verdadera obra de arte.
El día que la sepultamos todos supimos en el fondo que con ella se iba la poca unión familiar que nos quedaba. Que sus recetas se llevaban algo más que los secretos de la salsa rosa.
A partir de ese momento solté la mano de su hijo, me aferré a su nieta que amamos todos y dejé de comer pastas italianas.

María Guadalupe
La culpa es mía. Por callarme la boca, por darle el gusto, por esa cosa estúpida de querer encajar siempre. No me gusta cocinar y no está mal. ¿O acaso las mujeres nacemos con un manual de cocina incorporado? Parecería natural. Y no lo es. Yo detesto la gastronomía como otras se fastidian con la filosofía.
Así que me tendría que haber importado un comino si la madre de él rehogaba las cebollas con manteca, si le ponía dos hojitas de laurel a la salsa o si pasaba dos veces por huevo las milanesas. Un comino. Pero no. Yo le decía “bueno, mi vida” y trataba de que la comida me saliera igualita a la de mi suegra.
Un esfuerzo inútil que como genial recompensa tenía un: “bastante parecidas te salieron las milanesas”. Era el colmo que él se encargara de hacer de su madre una figura molesta, porque en verdad Rosa era una buena tipa, de esas que no se meten, que no opinan.
Pero él insistía con la comida. Y hacía de la cocina un lugar insoportable donde el cordón umbilical jamás se desprendía. Que mi mamá repulga así, que las papas fritas esas las cortaste muy gruesas, que en mi casa al puré le poníamos queso rallado, que... que si no te callás te voy a partir la cacerola por la cabeza, le dije ayer. Y le solté la puteada esa que incluye a la santa que lo parió -aunque después me arrepentí.
Pero la culpa es mía: no por no saber cocinar sino porque una jamás debe permitir que la comparen con la suegra, porque de antemano esa batalla siempre está perdida. Y una se siente al horno con papas.
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domingo, 16 de mayo de 2010

La peste viene en frasco chico


María Guadalupe
Mamá me había hecho acordar a los cazafantasmas. Sólo le faltaba el mameluco, pero el recuerdo de hoy llega hasta con la musiquita de ese dibujito animado. Estaba con toda la artillería en la mano, lista para actuar.
Quizá le gustaban esas batallas difíciles. Era como una guerra personal donde se liberaba. Esa tarde de marzo fuimos al patio, porque con la luz del sol el enemigo se veía mejor. Y ella aplicó loción, un peinecito que tiraba los pelos hasta arrancar el grito y la botella de vinagre que usaba para cocinar.
Untó la mezcla sobre mi cabeza con guantes de goma color amarillo y luego me envolvió el mejunje con una bolsa de residuos. Esperamos 30 minutos, lo que fue una barbaridad de tiempo: sentía que el cuero cabelludo estaba en carne viva.
Al otro día cuando fui a la escuela con una colita atada -basta de pelo suelto- todavía emanaba un olorcito agrio que mejor ni les cuento. Y el pelo había quedado opaco, grasoso, como si llevara una semana sin lavar.
Todos se dieron cuenta y por unas cuantas semanas me dijeron piojosa.
- Me prestás el lápiz, Piojosa.
- ¿Hiciste la tarea, Piojosa?
- Hoy te lavaste el pelo, Piojosa.
A los 8 años los niños suelen ser más crueles de lo que uno se imagina. Mamá con su filosofía cristiana, me dijo que los perdone, que no sabían lo que decían. Pero excepto el detalle de que esa tarde de sol habíamos combatido 46 piojos, ellos sí sabían.
Desde entonces cada vez que se habla de estos bichos, a mí me pica la cabeza. Es más: ahora, mientras escribo, no me puedo dejar de rascar.


María Julia
No hay peor cosa que un mosquito dando vuelta por tu cabeza en plena madrugada. Justo en el momento en el que vos te disponías placidamente a descansar, ellos aparecen para hacer de tu noche algo parecido a las pesadillas con Freddy Kruger. Es que no sólo debemos soportar su zumbido molesto, sino que también tenemos que cargar al otro día con las ronchas que te dejan, tratando de succionarte un poco de sangre mientras uno pretende a duras penas conciliar el sueño.
Y eso fue lo peor que me pudo hacer uno de estos bichos molestos.
Era pleno enero y yo me preparaba para el encuentro con mis ex compañeros de la secundaria. Tenía pensado en todo lo todo lo que hiciera falta para estar esplendida esa noche. Ya había elegido el vestido rojo que mejor mostraba mis piernas; me había depilado con lujo de detalle, había comprado ropa interior de encaje y un perfume importado, había practicado varias veces el peinado (ni tan armado ni tan desprolijo, cosa que pareciera natural), ya estaba bronceada y lo único que me faltaba era descansar bien para no tener cara de cansada a la noche.
Así de entusiasmada me fui a dormir una siesta; pero para mi desgracia ésta terminó en tragedia. Y a la noche tuve que cargar de maquillaje mi cara para disimular la enorme roncha que el mal parido mosquito me dejó, en medio de la frente.


María Albertina
Son crujientes y puntuales. No pican, no huelen, no alteran el sabor. Están ahí. Caminan en el corazón del pan. Ensucian el azúcar. Y últimamente, he llegado a encontrarlas en la sal, el orégano y hasta muertas de frío en los estantes bajos de la heladera, coladas a través de la goma reseca que sella la Siam que supo ser de la nona.
Sé que llega el verano porque ellas me invaden, en hilera perfecta salen de entre los zócalos y van sin error a la alacena. Aunque me tome el trabajo -y lo he hecho- de cambiarla de lugar.
No respetan repelentes, esquivan todo tipo de polvos y se reproducen hasta en mis sueños. Por ecologista, estoy en contra de más de la mitad de los productos que se usan para eliminar estos bichos molestos, la mayoría son aerosoles que atentan con el aire limpio o veneno para plantas y pulmones, pero, tengo que admitirlo, los he probado a todos. Y lo único que obtuve fue culpa.


María Carolina
Ese verano habían tomado mi hogar. Había una gran invasión, y los malditos bichos cantores se sentían los dueños de la casa.
Teníamos un patio enorme, en el que por las noches se armaban eternas fiestas de grillos. Los benditos bichos, fieles a sus hábitos nocturnos, se la pasaban de joda. Con el amanecer, algún trasnochado quedaba allí como muestra de que la noche había estado sensacional. ¿Tendría resaca?
En la entrada a casa, limpia a más no poder, oficiaban de recepcionistas. Pasadas las siete de la tarde, el lugar se cubría de música ambiental. Todo muy lindo, si no fuera porque el sonido se volvía insoportable después de pasados 15 minutos.
Temí que comieran mi ropa, que arruinaran mis libros y mis muebles. Los odié. Y no hubo forma de echarlos. Hasta llegamos a sufrir un principio de intoxicación de tanto insecticida que utilizamos.
Y nada.
Día tras día, seguían ahí. Por la mañana barríamos cadáveres de grillos, por la noche escuchábamos el concierto aterrador. ¡Malditos grillos!


María del Pilar
Mi terapia alternativa preferida para las deprimentes tardes de domingo es lavar el auto. Me encanta usar mis jeans viejos, las zapatillas más harapientas, atarme un pañuelo en la cabeza y frotar incesantemente cada uno de los rincones de mi querido coche. Lustro las ópticas hasta dejarlas espejadas, el tapizado del asiento que reluzca y que después de tanto trabajo todo huela a limpio y encerado.
Es un gusto verlo brillar, aunque confieso que hay ciertas partes a las que prefiero ni rozar. Particularmente mi bronca es contra esos bichitos casi invisibles que se van pegando a diario en el paragolpes delantero y el parabrisas. Sumado a las mariposas enredadas en la parrilla. Porque verlas volar por el cielo azul es divino, pero cuando se pegan a tu auto, las empezás a odiar.
Y el resto del mini zoo silvestre, alimento de sapos, se complota para hacer de un lavado de auto placentero la peor de las torturas. No hay cepillo de cerda suave que pueda combatir los rastros de estos animalejos. La única receta es frotar con paciencia para que ningún alita arruine el vidrio y que los plásticos no se tiñan de negro y naranja. Además de rogar que no se nos rompa la uña por culpa de rascar sin parar para dejar todo impecable.
Son 3 horas dominicales dedicadas a combatir a esos seres que, solos no hacen notar su presencia, pero en grupo y en mi auto son verdaderamente molestos.
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domingo, 9 de mayo de 2010

Tiempos de sexo seguro


María del Pilar
La cara de espanto de mi pobre suegra cuando, en una de esas charlas inducidas obligatoriamente al tema sexual, le comenté que Miguel no era el “primer hombre” de mi vida. Fue una de las pocas veces que discutí con ella. Pasa que Gloria en ese tema era terriblemente ancestral. No admitía las relaciones antes del matrimonio, y menos aún tratándose de la futura esposa de su creación más preciada, su hijo. Cómo si él también llegara a mi cuerpo libre de culpa y cargo. Ja.
En ese momento opté por no comentarle que hacía varios años ya que tomaba anticonceptivos, que conocía todas las marcas y los secretos de estas benditas pastillas, como así también la variedad de profilácticos que se comercializaban en aquella época. Su nuera no era de las más santas, y eso era para ella un trago difícil de asimilar.
Hoy, 16 años después, sentada junto a mi hija en la sala de espera, aguardando impaciente su primera consulta ginecológica, más que nunca recuerdo cada palabra de Gloria. Entiendo sus cuestionamientos y su visión ortodoxa, pero también sé que las cosas ya no funcionan como hace 30 años atrás.
A veces antes de negarnos a ver la realidad, lo ideal es acoplarse a ella asumiendo que los chicos crecen y que un inicio sexual responsable es lo mejor que les puede pasar. Es nuestra responsabilidad como padres, aunque a veces los miedos no nos dejen ver más allá.


María Guadalupe
Escuchame una cosita: ¿vos me hablás en serio? No, yo no te puedo creer. ¿Qué debería hacer qué? Ni loca. ¿Cómo? Y bue... así te fue. Sí claro, los buscaste a todos. A los cinco. Ajá. Pero qué divino esto de la planificación familiar. Me imagino.
O sea que la idea es que me fije si parece clara de huevo, si tiene olorcito a lavandina, si se estira como chicle. Lindo se pone el flujo al momento de la fertilidad. Sí, entiendo... esos días no. Nada de sexo. ¿Le explicaste a tu hijo que funciona así suegrita? Y no, cómo se lo ibas a decir vos... ¿También? Divino: meterse un termómetro allá bajo para tomarse el calor vaginal. Qué loco, creí que era al revés. O sea que si la cosa está que arde sí se puede. Qué ironía.
Sí, las pastillas anticonceptivas envenenan el cuerpo. ¿Y los forros? Bueno... los preservativos, si sabés de qué hablamos Rosa... Ajá, me olvidaba que la Iglesia no está de acuerdo. Cierto.
Y decime Rosita: ¿el método Billings también evita las enfermedades de transmisión sexual? ¿El sida? No... Bingo que no.
¿Que yo qué? Mirá, me importa un comino ser mujer de un solo hombre. Un comino. Y en todo caso que Dios me perdone. Así que ¿sabés que voy a hacer con tus consejos suegrita? Me los voy a meter en el mismo lugar donde vos te zampas el termómetro.


María Julia
-“¡Cómo que no tenés forro!!!” Fue la última palabra que escucho de mí.
-“¿Y vos no te cuidás con pastillas?” Fue lo último que escuche de él.
Tras la exclamación y la pregunta, sólo se vio mi mano arrojándole su ropa y luego de un silencio se escuchó el ruido que hizo la puerta cuando la abrí y con mala cara lo invité a que se fuera de mi casa.
Ya estaba cansada, era la gota que rebalsaba el vaso y lo peor: ¡era la tercer vez que me pasaba!
No sé por qué; pero parecía que había algo con mis conquistas de menos de treinta. Tenían como lema: vos cuídate, así yo disfruto más. Y con esa excusa no sólo no tenían nunca un preservativo a mano; si no que mucho peor, imponían sus ideas retrógradas y machistas de que es la mujer la que debe cargar con el trabajo de utilizar los métodos anticonceptivos.
Lo más triste es que había optado por buscar en el género opuesto, a los que les faltan unos años para llegar a los 30. Me parecían que se esforzaban más por tener una actuación impecable; sin embargo sus ignorancias alimentaban su machismo.
Así fue, que terminé la noche de un sábado, que había empezado muy bien, sola en la cama: envuelta en una frazada, con una buena taza de té, unas medialunas dulces y viendo en Cinecanal por tercera vez: Orgullo y Prejuicio.


María Albertina
Uno no piensa en esas cosas. Hasta que la idea llega prendida en la viveza de algún compañerito de escuela. Cuando la pregunta se hizo presente, mamá me engañó de tal forma que a mi orgullo no le quedaron dudas. Mis hermanas y yo nacimos porque mis papás nos desearon con todo el corazón. Punto. Final de la historia.
Por lo menos hasta los 13, tal vez 14, cuando la respuesta ya no alcanzó. Ahí vino la charla sobre sexo, con todos los condimentos metafóricos que los padres conservadores usan para no pronunciar palabras como pene.
Entendí la mitad. Alguien me prestó "De donde venimos" y me salvó del mundo de figurativos donde me habían dejado.
Con el tiempo aprendí. Entonces me pregunté cómo carajo, en la época donde el anticonceptivo no era accesible y el forro no lo compraban los hombres decentes, mis padres habían hecho para decidir tener tres, y sólo tres hijas.
La duda se me quedó atragantada entre la vergüenza y el deseo de saber. Junté coraje y le pregunté a una de las primas mayores. Dijo algo de ligadura de trompas y huyó como si me salieran arañas por la boca.
Todavía hoy, no pude hablar del tema. Pero alguna vez me voy a animar. Te amo mamá, le voy a decir, y te admiro por ser valiente y optar por una medida sin vueltas atrás. No me importa si te movió el cansancio o la economía familiar. Fué. Y yo te quiero todavía más por la osadía de actuar en una época donde planificar la vida, casi casi, que era un crimen.


María Carolina
Me enloquecí buscándola. Creí que iba a perder la última gota de razón que me quedaba y que nunca, nunca –pero nunca– iba a volver a estar en un lugar tan cercano a la locura.
Levanté y coloqué en otro lugar de mi habitación la mesa de la luz. Sólo había alguna que otra pelusa. Nada más.
Debajo de mi cama tampoco había rastros. Corrí la silla que estaba junto al escritorio y nada. Desesperada, me fui a buscar el escobillón y, al mejor estilo detector de metales, repasé toda la pieza. ¡No podía creer que no apareciera!
Si, era pequeñita, fácil de esconderse… ¡pero no podía ser que no la encontrara! Tenía una pastillita de menos de 5 milímetros de diámetro ocultos en algún lugar de mi habitación que me estaba volviendo loca.
Y es que culpa de ella, de la del día 4, tuve que salir de mi casa a medianoche en busca de alguna farmacia de turno que me provea de una nueva caja. No sé si se trató de duendes, de enanos, del azar o vaya a saber qué maldición: la cuestión es que en mi intento de desprenderla del blister, la maldita pastilla anticonceptiva se largó por el aire… y desapareció. Justo a mí, una neurótica que respeta cada día, con puntualidad suiza, el horario de toma.
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domingo, 2 de mayo de 2010

Odio, divino placer


María Julia
Bueno dale, nos escribimos... suerte y nos estamos viendo –le dije y empecé a caminar, aunque mis piernas me pedían a gritos que corriera. Es que por más que lo intentara no había caso, lo seguía odiando; desde aquel día en que Esteban me lo presentó como su mejor amigo.
Era obstinado, cabeza dura, machista y no le funcionaban dos neuronas juntas, pero para mi desgracia era “el” amigo de la persona con la que en ese momento salía. Y aunque ya lo había intentado varias veces, no había boicot que los separara.
No tenía ninguna cualidad que me agradara, pero lo que más me molestaba eran esas tontas escenas de celo que le hacía a Esteban (en esa época) por pasar el fin de semana conmigo. ¡Y claro! Él estaba sólo como un hongo, quién le iba a dar bola a un pesado celoso de 27 años; por lo que yo cargaba con la cruz de aguantarme su compañía algún día de la semana.
Esa tarde cuando lo vi no podía sacarme de la cabeza la idea de que, en gran parte, la ruptura con Esteban fue su culpa. Por las discusiones que generaba entre nosotros dos y por los eternos planteos que hacía sobre mi persona, por ser como él decía: “tan liberal y liberada”.
En el momento en que se me acercó a saludarme sentí subir por mi garganta una metralleta de insultos, pero contuve los disparos y muy protocolarmente lo saludé, hablé algunas pavadas y me despedí. Deseosa de jamás volver a cruzarlo.


María Albertina
No quiero verla. Me irrita. Escucharla me avergüenza. Anita, la prima mayor, es quien, al decir de las viejas, debería ser el modelo a seguir, pero que de ejemplar, sólo tiene la a.
Por eso me ofuscó tanto percibir que mis tías y primas, incluso mis hermanas, se erigían en defensoras de turno. Y es que, cuando Ana anunció casamiento, la hipocresía se volvió plaga.
De golpe, toda la familia pareció olvidarse de que Anita ostenta 36 años de eterna adolescencia –casa de papá, plata de mamá-, y una biografía donde abunda la parranda, la pilcha inescrupulosa, decenas de novios, el continuo maltrato verbal hacia su madre, ocho despidos y un reiterado abandono escolar.
Pero no fue esa la causa de mi enojo, si alguien estaba dispuesto a cargar con Ana, suerte y hasta la vista. Lo que me indignó, fue esa frase, pronunciada sin piedad y repetida por todos. “Era hora que asiente cabeza”, inauguró tía Mechi. Y el resto, asintió.
Inocentes o no, esas palabras obraron como un cachetazo que me dio de pleno en el orgullo. Fue una burla sin filtros para el esfuerzo de todas las mujeres de la familia que a los 18 terminamos el secundario, empezamos a trabajar y estudiar, ahorramos, tenemos novios formales, proyectos, e incluso, qué locura, ideas propias.
Yo sé que si abro la boca, van a tildar mis palabras de envidia, en dos minutos seré la celosa, y en diez, una desagradecida que no está dispuesta a compartir la felicidad de su prima mayor. Pero juro que esta vez, tía Mechi logró reavivar mi odio visceral hacia el halo protector con que la familia mistifica a Anita.


María Carolina
Y no. No es un sentimiento grato el sentir que odiás a alguien. O al menos a mí no me hace sentir bien. Pero como no se puede obligar a nadie a sentir… a mí me tocó odiarla.
Todos en mi familia la adoran. Siempre bien vestida, casual pero con cierto toque que la distingue; haciendo gala del dinero que tiene y malgasta. Destacando la familia maravillosa, unida y cómplice, el marido comprensivo y seductor, lo inteligente que son sus hijos. Siempre compartiendo con el mundo su vida sacada de una película (mala) de Disney.
La odio. Y el odio me invade cada vez que la veo o la nombran. Cada vez que la cuñada de mi hermana mayor planea venir a casa, siento que huiría a la isla más remota con tal de no escucharla pavonear sobre sus proezas semanales.
Su absurda hipocresía me abruma. La imagino pensando los relatos de los que va a hacer gala apenas entre en casa. Detesto que nos mire como si estuviera sentada en una nube y esa necesidad de demostrar que sus niños siempre almuerzan provistos de una gaseosa, como si eso fuese sinónimo de buen vivir. Me repugna el alarde que hace por la ropa recién comprada: como si no conociera que su marido comprensivo la lleva de compras para lavar su conciencia, sucia de tanto amorío casual. Y la odio, por intentar venderme su vida en envase de película, de esas por las cuales apagaría el televisor.


María del Pilar
Pasaron 11 años pero yo todavía lo recuerdo como si fuera hoy...
Diciembre de 1999. Huerto cursaba sus últimos días en Salita de 5, con todo lo que eso implica. La familia completa se venía preparando para verla subir al escenario, recibir su diploma, ese que la habilitaba a usar guardapolvo blanco.
Hacía un mes que la Seño Patri no encontraba el cuaderno de comunicaciones de Huerto por ningún lado.
-No te hagás drama, Pili -me dijo la yegua. Mirá si vas a comprar uno por un mes que queda de clases. En todo caso, si hay que notificar algo, te mando el papelito en el bolsillo del delantal.
Y así fue pasando el mes.
Una mañana, Huerto se despertó sobresaltada, recordando que ese día había un acto en el jardín “a las ocho y media”. Preocupada, llamé y la portera me refregó, como si fuera una criminal, que ese acto, el de finalización del ciclo lectivo, “había sido” a las 08:30 horas. El egreso de Salita de 5, al que mi hija nunca fue. Al que nunca me avisaron que debíamos asistir.
El tiempo que transcurrió entre que colgué el tubo y aparecí despeinada en plena reunión de docentes, fue mínimo. Nunca voy a olvidar la lista de insultos que se escaparon de mi boca ante las miradas de espanto de todas las maestras.
Yo no entendía cómo esa mina nos arruinó lo que estuvimos esperando 3 años. Por eso lloré, la maldije y volví a casa con una sensación horrenda. La de odio. La que todavía conservo cada vez que me acuerdo de la Seño Patri.

 
María Guadalupe
A la noche cuando la luz se apaga y ya escupí el padrenuestro como si fuera un chicle que pierde gusto y se vuelve duro, rezo. Suplico. Le pido por favor a la virgencita de Guadalupe que haga honor a que la llevo en mi nombre y que se cumpla. Que se cumpla-que se cumpla.
No lo hago por ella, lo hago por mí. Es que tengo una tía budista-reikista-pacifista que dice que todo te vuelve duplicado. La ecuación es simple: si uno le desea el mal al otro, le termina pasando a uno algo mucho peor.
Sí: lo mío es estrategia pura, y no me voy a golpear el pecho para cantar por mi culpa. Después de todo mi gesto termina siendo noble porque a la única persona que me hizo conocer lo que es el odio se la encomiendo a los ángeles y arcángeles todas las noches.
Es un poder de concentración total, un acto zen, casí místico, pasar de escupir fuego por la boca cuando me la cruzo en el súper o en la cola del banco a desearle lo mejor para su futuro, con paz, amor y toda esa cursilería que suena encantadora.
Así que a ésa, a la que ya ni siquiera nombro y a la que de tanto esfuerzo intelectual finjo perdonar, a ésa... le deseo buena vibra y que se gane el Quini si dios manda. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén.
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