domingo, 25 de julio de 2010

Ropa para fiestas, una decisión crucial


María Julia
Tenía una fiesta, pero la pregunta ¿qué me pongo? no era esta vez un inconveniente; ya había imaginado con anticipación el conjunto ideal para la ocasión.
Tranquila, sin desesperarme, casi convencida de que el asunto estaba resuelto. Intenté no perder la paciencia, y seguí en el trabajo más difícil. El de pintarme los ojos para que quedaran más grandes que de costumbre, cerca de parecerse al de alguna modelo.
Venía pensado desde hacia varias semanas y en mi mente quedaba perfecto; era ideal para una noche de levante.
Lamentablemente nunca sufrí tanto como en el preciso momento en que al probarme el vestido, las botas, la camperita de hilo y el chal nuevo, que en mi imaginación tan bien combinaba, el espejo pareció pegar un grito de horror. Era tan feo todo puesto en conjunto, que podría compararse con esos dolores menstruales que aparecen el primer día y te doblan en la cama.
Pero ya no había otra, la culpa había sido mía por “no probarme las cosas antes” -como dice mami. Así que decidí cambiar mi salida y en lugar de una fiesta con hombres arreglados, me calcé un jeans y una camisa escocesa y llamé a Ana.

Terminé la noche en un café literario discutiendo y charlando sobre el voto femenino, escuchando a un corajazo que se animó cantar una de Silvio y segura de que el morocho que estaba en la mesa de enfrente, esta noche se acostaba conmigo.


María Albertina
Ir de verde era redundante. Sintéticos: imposible!!! Algo natural: seda. Y no demasiado extravagante, cosa de volver a usarlo. No vaya a ser que terminaran señalándome como adicta a la nueva tendencia del fast-fashion.
Era la primera vez que me invitaban a la cena de gala de la Asociación por el Cuidado del Ambiente. Qué ponerme, se volvió una decisión de carácter trascendental.
Después de dar trescientas vueltas al asunto, terminé vistiendo como mi abuela. Eso sí: respeté todos y cada uno de los preceptos de un buen ecologista.


María Carolina
Cumpleaños número 10 de la mayor de mis sobrinas. En todos los eventos de los pequeños atravieso el mismo conflicto, que es el de elegir qué ropa usar para ser la menos criticada del lugar.
La escena se repite: tía soltera, sin hijos, llega a la fiestita de su sobrina, donde todos los padres más o menos de la misma franja generacional están rodeadas de sus retoños y sus señoras esposas. La claqueta entra en acción: escena 10, toma ya vivida. ¡Acción!
Si el atuendo es clásico, siempre alguna buena mujer me dirá: “ay, nena, vos siempre así vestida… te vas a quedar para vestir santos”. El comentario está enmarcado en una sonrisa inocente, mientras miran a sus mariditos con un dejo de dulzura. Tienen buena onda, yo las conozco, pero ¿no podrían meterse en sus vidas?
Si me pongo un vestidito informal, aparece el otro bando. El de madres criadas en el parque jurásico: “María Carolina, ese vestido tan corto, para un cumpleaños de niños…” –Juro que usan la palabra “niños”, no nenes, pibes o chicos. Y la frase siempre la rematan con un “¿no será demasiado?”.
En fin, me parece que hoy le tocará a San Jean.


María del Pilar
El reencuentro con mis ex compañeras del colegio secundario ameritaba la máxima preparación.
Las organizadoras habían previsto una reunión informal, al mediodía, estilo campestre y relajado, lo que no obligaba a dejar el look en segundo plano, al contrario….ese tipo de eventos necesita un estilo definido, sencillo pero no casual.
Un buen par de jeans dentro de las tejanas, era la primera opción. Pero el tiro bajo no favorece mis caderas, y los más altos casi logran ahorcarme. Me decidí entonces por una pollera a la rodilla, color chocolate e insinuante por donde se la mire. Para usarla con cancanes opacos y botas de caña larga. Para arriba una camisita de corte español, un pañuelo al cuello, anteojos de sol oscuros y la mejor de mis carteras.
Esa mañana, antes de salir de casa, Huerto intentó abortar mi vestimenta, aduciendo no estar acorde a la reunión ni a mi edad. La mayoría de las veces hago caso a sus consejos, pero esta vez me creí iluminada y eterna, como la canción de Ricardo Montaner.
Ay hija….cuánta razón tenías…
Cuando llegué, sentí las miradas de mis compañeritas posadas sobe la falda de la pollera, y los ojos de sus esposos en el escote de la camisa. Me dio vergüenza, pudor…quise salir corriendo y me pregunté mil veces porqué no escuché los retos de Huerto. En fin, ya estaba ahí….tunneada por donde se me mire, sola, despechada y con una copa de champagne en la mano. Sólo quedaba disfrutar, después de todo, sigo siendo la reina de la promo.


María Guadalupe
Es la cuarta vez que abro la puerta del ropero. Y en cada intento una parte de mí espera el milagro; la otra sabe que pierde el tiempo. Conozco toda la ropa que cuelga en las perchas.
Nada me sienta bien esta noche.
Esto me lo puse veinte veces y esto no da, lo otro no me combina, aquello está pasadito de moda, el jeans es muy jeans y la pollera se me levanta porque se encogió, aunque mi marido diga que estoy rellenita.
Así que ahora llevo veinte minutos parada frente a este ropero. Ojalá fuera como el de Narnia... Miro hondo. Miro lejos. Miro sin ver.
Sé que jamás voy a encontrar el vestido que busco, sólo porque no me lo compré. Todo me parece feo. Me veo fea. Pienso que ‘rellenita’ es una palabra espantosa. No quiero salir.
A los cinco segundos mi maridito entra corriendo al cuarto. Me encuentra encerrada dentro del ropero, gritando como loca. Ríe nervioso con cara de te-mato.
A mí la descarga es lo que mejor me sienta.

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domingo, 18 de julio de 2010

Lo esencial es invisible a los ojos (y lo que no, preferible no saber)


María Albertina
Llegamos con 126 días, 13 horas y 18 minutos de diferencia. Pero nos sabemos gemelas nacidas a destiempo. Descendientes de una estirpe de brujas y herederas de su poder. En la abundante camada de mujeres que conforman nuestra familia, nos elegimos desde siempre.
No lo llamaría preferencia. Tal vez, necesidad.
Nunca nos preguntamos porqué, ni cómo. Pero ella lloró sin motivo durante los tres días en que los médicos me tuvieron en ascuas mientras esperaba el análisis para saber si yo era, o no, portadora de una enfermedad degenerativa. A pesar de que se enteró del hecho meses después, no dudó un segundo: había llorado por mí, para que pudiera mostrarme fuerte y desahogarme al mismo tiempo.
Así somos, telépatas. El día que sentí el impulso infinito de hablarle era un martes a las dos de la madrugada, pero marqué su número sin vacilar y la encontré sola, sentada en el piso del baño, atontada de felicidad por saberse madre y no tener nadie cerca con quien compartir el pedazo de plástico que por fin le regalaba un positivo.
Ni los celos de otras primas, mucho menos la distancia. Tampoco las antiguas amenazas de nuestras madres para que “compartamos con el resto”, fueron un impedimento. Llevamos la misma sangre, es cierto, pero por sobre todo, somos amigas disimuladas al límite de lo invisible, jugando a las primas y buscando, eternamente, la posibilidad de robarnos un rato a solas en los multitudinarios eventos familiares.


María Carolina
¿Será que ese bendito juego habrá determinado mi relación con los hombres? ¡Qué ironía! Sería como creer en el destino, yo que pienso que cada uno forja el suyo.
Mes de julio del sexto grado de escuela primaria. Todos abocados a escribir cartitas y pensar posibles pistas para despistar al compañero que nos había tocado en suerte: tareas propias de un tiempo que pasó.
A mí me gustaba el más lindo de la clase. Igual que a todas. Era la eterna lucha por sobresalir del montón, la aguerrida discusión con mamá para que no me hiciera ese corte de pelo que me dejaba la cara tan rechoncha, una sucesión de enfrentamientos virtuales con todas para ser la triunfadora y convertirme en la dueña de una mirada. Yo, que nunca destaqué mi carita entre el montón. Y menos en mi niñez.
Tres días de juego y algo que mi amigo invisible escribió me sugirió que el autor era el dueño de mis suspiros. Cada cartita me convencía más y más. Llegó a decirme “vos sabés quién soy, siempre me mirás”. Yo, la igual a todas, ganaba confianza a medida que el juego transcurría.
Hasta que llegó el momento de develar la incógnita. La señorita me nombró: a mí me tocaba arriesgar el posible amigo. Segura de mí misma, dije las seis letras de su nombre. Él y sus malditos amigos rieron. Me miró y me dijo: “Te engañé. Te creíste todo lo de la carta. No soy yo: tu amigo invisible es Santiago”.
Fue la primera de tantas veces en que un hombre admitiría un engaño frente a mí.


María del Pilar
Siempre supe que estaban ahí, pero la tranquilidad de saber que sólo yo las podía padecer dejaba que la vida siga siendo normal.
Al principio, cuando caí en la cuenta, cuando empezaron a nacer, me provocaron mucho dolor; pero con el tiempo aprendí a convivir con ellas. Después de todo, no era la única persona que cargaba con un par.
Lo bueno, insisto, es que nadie las veía. Ellas estaban siempre conmigo, pero no levantaban sospechas.
Fue mucho tiempo de portarlas y transportarlas, jamás les tomé cariño pero creo que los años hicieron que me acostumbre. Hasta que el orgullo pudo más, y el día que decidí echar a mi esposo de casa, ellas se fueron con él. Mis amigas invisibles decidieron dejar mi cabeza para ser el adorno de otra pobre mujer, víctima de un infiel sin remedio.


María Guadalupe
Es triste no tener imaginación. Porque la imaginación debe ser una especie de paraíso al que se puede llegar sólo cerrando los ojos. De grande me di cuenta que siempre fui una nena aburrida, que no sabía jugar sola. Jamás pude inventarme un mundo personal.
Mis muñecos no eran como los de Toy Story. Creo que jamás los doté de vida. Qué triste, pienso ahora. Nunca le confesé mis secretos al monito de peluche con el que dormía. Ni llevé de paseo al Pequeño Pony en el canasto de la bici. ¡Los Play Móvil no hablaban entre ellos, sólo juntaban zapallos de la granja! Tampoco usé mi valija de Juliana doctora para curar a las muñecas que volvían malheridas cuando las rescataba de la cucha de Popino, mi perro.
Lo mío era bien práctico. Jugaba a ser maestra y escribía la pared del fondo del patio con tiza. Juntaba latas y envases vacíos y simulaba tener una cocina de verdad. Soñaba con ser locutora: agarraba el diario y leía las noticias sobre la antena del grabador como si fuera un micrófono.
Siempre sentí que la originalidad no era mi territorio. Mi diversión era mal llamada diversión si la comparaba con los relatos de Lucía. Jamás le creí ese cuento de la amiga invisible. Pero debo reconocerlo: me daba envidia. No por esa amiga fantástica que ella tenía, sino por esa imaginación prodigiosa, de cuentos de hadas, en la que se hundía


María Julia
Me tocó, otro año más; de nuevo tuve que poner buena cara, cuando a las yeguas de mi trabajo se les ocurrió jugar al amigo invisible.
Y no es que no me guste este juego; al contrario, me encanta recibir regalos y encima tratar de descubrir de quien vienen. Pero detesto jugarlo con estas arpías, que siempre entre ellas se regalan lo más lindo, y a las que no pertenecemos al grupo de las master le dan lo más ordinario que encuentran en el mega shop.
Este año me propuse una guerra lenta contra estas odiosas, que empezó hace dos meses con las que, como yo, recibieron los peores regalos de parte de nuestras amigas invisibles.
Mi táctica es sencilla: “divide y reinarás”, así empecé mi cruzada. Resalté lo lindo de tener un amigo invisible y lo importante que es, ya que éste debe tratar de conocer los gustos de la persona a quien le toca regalar. Después mis acciones apuntaron a preponderar lo feo que fueron los regalos que nos tocaron en los últimos años y para eso tuve que pensar varias veces las preguntas; no vaya a ser que parecieran tendenciosas. Y así seguí con esta odisea que esperaba rindiera bueno frutos, y no en tantos años como le pasó a Ulises.
A mí este año me tocó Karina, y aunque se cree la Jelinek está más cerca de la Lobato. Mmmm… ¿qué le regalo? Ya sé, un chal fucsia y azul que vi en la Feria Americana, tan feo como el que me tocó el año pasado.
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domingo, 11 de julio de 2010

La mentira piadosa o el arte de vivir sin culpas

María Guadalupe
Para mí las mentiras se pueden dividir en varias categorías. Pero una solamente es imperdonable: La Mentira. Donde hay traición, engaño y humillación.
El resto son cositas que uno dice, puro chiquitaje que tienen siempre el perdón divino y carnal. Entre ellas están:
- la no-mentira: esas que no se dicen porque directamente uno oculta la verdad. Me funcionan perfectas con mi madre, yo creo que son las más saludables. Porque una no dice lo que ella no quiere escuchar.
- la mentira verdadera: es una especie de cachetada. Son perlitas que hay que tener reservadas para ese momento justo, preciso, glorioso en que le decimos a la vecina: “no me creas si no querés, pero es verdad”.
- la patas-cortas: es bastante idiota y muy jodida: siempre te descubren. Me pasó ayer. Juré que no me había comido el chocolate blanco que estaba en la heladera, y mi maridito encontró el envoltorio en la basura.
- la patológica: se registran pocos casos. A los que la tienen todo el tiempo en la punta de la lengua se los llama mitómanos. Atenti.
- la mentira piadosa: ésta es mi preferida y a mi criterio no hace falta confesarlas. Son prácticas porque evitan peleas y malos entendidos. Ejemplos hay miles: cuando voy a la peluquería siempre le digo a mi marido que gasto la mitad; cuando olvido pagar un impuesto llamo y reclamo porque la factura no me llegó y las veces que se me quema la comida le echo la culpa al teléfono que justo sonó.
- y mentime-que-me-gusta. A ésta la detesto.


María Julia
Me prometí a mi misma mejorar algunas cosas, y entre ellas la principal era no mentir tanto. Decidí comenzar esta batalla personal contra mis intenciones de desligarme de algunos compromisos a través de las mentiras, por más mínimas que éstas sean.
Pero ahora me encontraba en el dilema entre: mentira piadosa vs. corazón dolido. Y la culpa no era mía. ¿A qué hombre se le ocurre preguntar después de tener relaciones si había estado bien y si me había gustado? Y esto me generaba tomar una decisión inmediata. O le rompo su orgullo y seguramente un poco el corazón diciendo que: para ser sincera había sido un desastre; o rompo mi promesa de alejar de mi vida las mentiras por más piadosa que sean.
La respuesta debía ser rápida, mi razón no me ayudaba a decidirme; hasta que al fin salieron varias palabras de mi boca: ¡Estuviste bárbaro; mejor imposible!
Mientras mis labios largaban estos vocablos que yo aún no entendía, mi conciencia un tanto desorbitada no terminaba de saber si alegrarse o consternarse.
Y bueno ¿qué le puedo hacer? Después de todo no son tan malas las mentiras, si son piadosas.


María Albertina
La mentira piadosa es adictiva. Soy testigo. La vi crecer. De renacuajo inofensivo a sapo deforme de verrugas, el trecho es corto. Por lo menos para el mentiroso, que de pronto se encuentra con que tiene en sus manos un anfibio desagradable que salta hacia cualquier lado y exige más y más farsas para seguir existiendo, ahora ya, por propia voluntad.
No sos cualquier mina, me dijeron alguna vez. Y podía llegar a ser cierto, renacuajo escurridizo. Lo que pasa es no tengo claro qué hacer con mi vida, escuché después, adivinando un batracio de piel lisa y colores brillantes. Si nuestro destino es estar juntos seguro nos volvemos a cruzar, sospeché entonces, cuando el sapo era sapo y la verdad huía a los saltos.


María Carolina
Está bien: no está bueno engañar a las personas que nos importan… pero hay mentiras más graves que otras.
Anoche me llamó una de mis hermanas para contarme que tenía visitas: sus suegros y un cuñado estaban en su casa por unos días. “¡Uf, qué suerte!”, pensé para mis adentros.
Mi hermana pretendía que yo le ayudara con la comida para el sábado a la noche, quería que yo modifique el eje de mi vida para salvaguardar sus actividades culinarias y familiares. Era gruñirle y tratar de hacerle entender que tener más de 30, ser soltera y sin hijos, no implica no tener una vida; o inventar una buena excusa, imposible de suspender (mentirle, o sea), para no entrar en discusiones eternas.
“Imposible, hermana querida”, le solté. “De mil amores lo haría. Pero estoy sumamente complicada. El viernes tengo horas extras en la oficina y sábado a la mañana un curso de capacitación. Por la tarde me espera ansioso el lavarropas, mi departamento con todo el desorden semanal, y el tipo que me arregla la compu… Es el único momento que encontré en que pueda prescindir de ella”, enumeré al teléfono casi, casi sin respirar.
“Ok. La llamo a mamá”, escuché del otro lado.

Y si. Algo de culpa sentí…


María del Pilar
El padre de Huerto o mi ex marido, llámese como más cómodo le sea, tenía como principal defecto, en su lista de innumerables, ser una persona a la que no le gustaba gastar dinero. Tacaño, avaro al máximo nivel.
La ropa justa y necesaria, dos pares de zapatillas, un par de zapatos para salir y un perfume de mediana calidad que traiga de regalo la espuma de afeitar eran todos los elementos que contenía su parte del placard.
Totalmente lo opuesto sucedía de mi lado, y eso era motivo de discusión permanente. Hasta, me atrevo a decir, una de las causales del divorcio. Para él ir de compras era pérdida de tiempo, y que el resumen de la tarjeta de crédito devele gastos mensuales en más de 10 locales, un crimen.
Por eso, y como última opción antes de ser asesinada por el que en ese momento se decía mi esposo, decidí “dibujar” los números. La medida adoptada fue ir personalmente al supermercado, con la calculadora en la cartera y la astucia para adquirir todos los productos que figuraban de oferta, o los de menor calidad y precio. De esta manera y a simple vista, el gasto en alimentos no había variado, tampoco faltaban provisiones en la alacena, y mucho menos en la heladera. Nadie se percataba sobre qué ingerían a la hora del almuerzo, y yo iba ahorrando ese dinero para mi bolsillo.
Fueron varios meses de juntar monedas y billetes sobrantes en el supermercado, para invertirlos en carteras, perfumes y zapatos. Con este truco inocente, el matrimonio había mejorado, los reproches mermado y el resumen de la tarjeta también.
Pero, todo lo bueno tiene su final. Y el mío llegó el día en que Miguel descubrió que el jamón crudo serrano provenía de un matadero del Gran Buenos Aires, y que sus vinos finos habían sido rellenados desde una damajuana.
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domingo, 4 de julio de 2010

Adicción celular


María del Pilar
Me negaba a ser dependiente de un aparatito. Estaba convencida que no agregaba valor a mi vida, y que evaluar modelos a la hora de comprar era tema de alienados.
Pero desde que mi hija Huerto, para mi ingreso a las 4 décadas, me regaló uno, no puedo separarme de él. Según sus ideas de adolescente yo estaba muy sola, necesitaba canalizar mis horas libres con algún entretenimiento moderno y fácil de usar. Al principio la miré con enojo, hubiese preferido esas botas animal print que vimos en el shopping; pero con el correr de los días fui encontrando el encanto del aparatejo.
Y ahora soy una adicta. Instalé Facebook, MSN y Twitter. Mi agenda de contactos puede competir con la de cualquier chica botinera del momento y la bandeja de entrada rebalsa de propuestas, decentes e indecentes. Bajé reggaeton y música tecno para usar como ringtone. Saco fotos. Filmo. Estoy totalmente modernizada y adaptada a la nueva cultura celular.
Amo ser omnipresente, y que me puedan ubicar a toda hora y en todo lugar. Lo llevo conmigo de compras, a la peluquería, al gimnasio, al spa. Puedo sonar desquiciada, pero se ha convertido en la extensión de mi mano derecha, y creo que no puedo pensar mi vida sin él.
¡Ups, qué tarde se hizo!! Es hora de mandar Horóscopo al 2020.


María Guadalupe
Es tan infantil, que desorienta. Mi marido no tiene vicios, ahorra hasta el agua que cae de la canilla y sólo habla cuando tiene algo para decir. Imposible aburrirse con él, siempre lleva la contra en sus ajustes de perfección. Pero con el celular muestra las costuras desgarradas.
El primer teléfono que tuvo era largo, pesado (en el sentido amplio de la palabra) y lo llevaba colgando del cuello con una correa. Lo bauticé como perro salchicha. A éste y a la decena de celulares que pasaron. Salchicha lo sigue y lo persigue. O viceversa.
“Dale de comer a Salchicha que tiene hambre”, le digo cuando escucho las campanitas del teléfono que anuncia que se queda sin batería. “Otra vez perdiste a Salchicha”, le grito fastidiosa cuando se quedó nomás sin batería y no lo puede encontrar. “Que cierre la boca Salchicha o lo tiro por el inodoro”, lo amenazo cuando nos sentamos a comer y él sigue con los jueguitos de fútbol. Cuando me saca lo invito a meterse a Salchicha en el hueco poplíteo.
Los dos me tienen harta. Los dos, porque ese teléfono cobró vida. Salchicha será un perro inteligente, tendrá alguna que otra virtud comunicacional, pero hipnotiza a mi marido hasta dejarlo opa. Y yo, que no todavía sigo enviando mensajitos de texto con mi nokia 1100, nunca voy a entender estos amores perros.


María Julia
No sé como es mi vida con el celular, pero si se como es sin él.
Me pasó el fin de semana, cuando después de ir a comer a lo de mis papás el sábado al mediodía, me dejé olvidado por descuido el celular entre lo almohadones del sofá. Obviamente no me di cuenta de la falta del teléfono hasta el sábado a la tarde, cuando lo busco para empezar a organizar la salida de la noche.
Fue en ese instante de desesperación, en el que no lograba encontrarlo, cuando me di cuenta de lo importante que se había vuelto ese aparatito en mi vida.
Ni cuando decidí irme a vivir sola, que mamá llamaba todo el tiempo para ver como estaba o si necesitaba algo; esos instantes en que creía que mi paciencia iba a explotar por el aire a causa de los acosadores mensajes maternos en el buzón de voz; ni en esos momentos, sentí tan fuerte como ahora mi dependencia hacia mi pequeñito teléfono.
¿Y quién puede culparme? En esa pequeñez están guardadas las entrevistas de la semana, los teléfonos de la familia, de amigas y de varias conquistas, están mis canciones favoritas, mi linterna y hasta mi único despertador. ¿Quién puede culparme por ser tan adicta a él, a mi teléfono, a mi mejor aliado para conseguir una buena cita? Después de todo sólo quedaban una pocas horas para organizar una buena salida.


María Albertina
Hace diez años, mi habitación era ese lugar sacro donde al cerrar la puerta empezaba lo más íntimo del día. Leer, escribir, hablar con mis hermanas, era el hábito que consolidaba la rutina. Al entrar, me sacaba los zapatos en un gesto de desparpajo con el que me sacudía obligaciones, dudas y enojos. Las malas vibras, no tenían permitido el ingreso a mi templo nocturno.
Década mediante, he perdido esa capacidad. Y gran parte de la culpa, la tiene el endiablado teléfono celular.
Ante este aparatito, sufro síndrome de abstinencia. Prescindir de él no está permitido. No es factible que la batería se acabe. Puedo no atenderlo, no contestar mensajes ni revisar mails si así lo indica el momento y la buena educación. Pero no contar con el registro de quien me llamó mientras tanto, cuantas veces lo intentó, o hasta para qué, es impensable.
En 2010, mi habitación es también la oficina, la obligación nocturna de revisar –al menos una vez por el semana- el perfil facebook de mis amigos, el lugar donde llegan los avisos de medianoche diciendo te escribo ahora para no olvidarme mañana. De templo ya no tiene nada. Allí duermen conmigo, compartiendo almohada, todos los problemas del día.


María Carolina
Anoche salí con mi amiga Flor: la pasamos bárbaro, pero me acordé de Bell, su mamá, y todos los que le siguieron a lo largo de la historia. Hasta llegar al que tuvo la ocurrencia de que el teléfono sea móvil.
“Vieja, ¿a qué no sabés de dónde te estoy mandando mensajes de texto?” parafraseaba para mis adentros, mientras Flor intentaba un diálogo mediante insistentes mensajitos con el de la mesa de enfrente. Mirada tras mirada, ella había logrado que el tipo pase delante nuestro y, como quien no quiere la cosa, le deposite una servilleta con un garabato formando su número telefónico. Ni lerda ni perezosa, Floringui agendó y empezó ahí nomás la conversación.
Charlamos de todo, bebimos lo suficiente como para entrar en sintonía sin perder el hilo de la conversación, miré cuanto espécimen masculino se me cruzó por delante (sin perder la compostura, claro…), devolví atenciones y sonrisas. Siempre interrumpida por el bendito celular, que iluminó toda nuestra salida nocturna.
Mi celular forma parte de las cosas que llevo de un lado a otro, por cuestiones de la vida misma (llámese mi familia, mis amigos o mi trabajo). Pero no vivo pendiente del aparatito. Y no puedo aguantar que cuando estoy con un grupo de gente, haya alguien que esté más atento a su celu¸ olvidando por completo lo que sucede a su alrededor.
Repito: la pasamos bárbaro. Excepto por el estado adolescente de Flor y su teléfono, fiel escena del tiempo que nos toca.
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