domingo, 4 de julio de 2010

Adicción celular


María del Pilar
Me negaba a ser dependiente de un aparatito. Estaba convencida que no agregaba valor a mi vida, y que evaluar modelos a la hora de comprar era tema de alienados.
Pero desde que mi hija Huerto, para mi ingreso a las 4 décadas, me regaló uno, no puedo separarme de él. Según sus ideas de adolescente yo estaba muy sola, necesitaba canalizar mis horas libres con algún entretenimiento moderno y fácil de usar. Al principio la miré con enojo, hubiese preferido esas botas animal print que vimos en el shopping; pero con el correr de los días fui encontrando el encanto del aparatejo.
Y ahora soy una adicta. Instalé Facebook, MSN y Twitter. Mi agenda de contactos puede competir con la de cualquier chica botinera del momento y la bandeja de entrada rebalsa de propuestas, decentes e indecentes. Bajé reggaeton y música tecno para usar como ringtone. Saco fotos. Filmo. Estoy totalmente modernizada y adaptada a la nueva cultura celular.
Amo ser omnipresente, y que me puedan ubicar a toda hora y en todo lugar. Lo llevo conmigo de compras, a la peluquería, al gimnasio, al spa. Puedo sonar desquiciada, pero se ha convertido en la extensión de mi mano derecha, y creo que no puedo pensar mi vida sin él.
¡Ups, qué tarde se hizo!! Es hora de mandar Horóscopo al 2020.


María Guadalupe
Es tan infantil, que desorienta. Mi marido no tiene vicios, ahorra hasta el agua que cae de la canilla y sólo habla cuando tiene algo para decir. Imposible aburrirse con él, siempre lleva la contra en sus ajustes de perfección. Pero con el celular muestra las costuras desgarradas.
El primer teléfono que tuvo era largo, pesado (en el sentido amplio de la palabra) y lo llevaba colgando del cuello con una correa. Lo bauticé como perro salchicha. A éste y a la decena de celulares que pasaron. Salchicha lo sigue y lo persigue. O viceversa.
“Dale de comer a Salchicha que tiene hambre”, le digo cuando escucho las campanitas del teléfono que anuncia que se queda sin batería. “Otra vez perdiste a Salchicha”, le grito fastidiosa cuando se quedó nomás sin batería y no lo puede encontrar. “Que cierre la boca Salchicha o lo tiro por el inodoro”, lo amenazo cuando nos sentamos a comer y él sigue con los jueguitos de fútbol. Cuando me saca lo invito a meterse a Salchicha en el hueco poplíteo.
Los dos me tienen harta. Los dos, porque ese teléfono cobró vida. Salchicha será un perro inteligente, tendrá alguna que otra virtud comunicacional, pero hipnotiza a mi marido hasta dejarlo opa. Y yo, que no todavía sigo enviando mensajitos de texto con mi nokia 1100, nunca voy a entender estos amores perros.


María Julia
No sé como es mi vida con el celular, pero si se como es sin él.
Me pasó el fin de semana, cuando después de ir a comer a lo de mis papás el sábado al mediodía, me dejé olvidado por descuido el celular entre lo almohadones del sofá. Obviamente no me di cuenta de la falta del teléfono hasta el sábado a la tarde, cuando lo busco para empezar a organizar la salida de la noche.
Fue en ese instante de desesperación, en el que no lograba encontrarlo, cuando me di cuenta de lo importante que se había vuelto ese aparatito en mi vida.
Ni cuando decidí irme a vivir sola, que mamá llamaba todo el tiempo para ver como estaba o si necesitaba algo; esos instantes en que creía que mi paciencia iba a explotar por el aire a causa de los acosadores mensajes maternos en el buzón de voz; ni en esos momentos, sentí tan fuerte como ahora mi dependencia hacia mi pequeñito teléfono.
¿Y quién puede culparme? En esa pequeñez están guardadas las entrevistas de la semana, los teléfonos de la familia, de amigas y de varias conquistas, están mis canciones favoritas, mi linterna y hasta mi único despertador. ¿Quién puede culparme por ser tan adicta a él, a mi teléfono, a mi mejor aliado para conseguir una buena cita? Después de todo sólo quedaban una pocas horas para organizar una buena salida.


María Albertina
Hace diez años, mi habitación era ese lugar sacro donde al cerrar la puerta empezaba lo más íntimo del día. Leer, escribir, hablar con mis hermanas, era el hábito que consolidaba la rutina. Al entrar, me sacaba los zapatos en un gesto de desparpajo con el que me sacudía obligaciones, dudas y enojos. Las malas vibras, no tenían permitido el ingreso a mi templo nocturno.
Década mediante, he perdido esa capacidad. Y gran parte de la culpa, la tiene el endiablado teléfono celular.
Ante este aparatito, sufro síndrome de abstinencia. Prescindir de él no está permitido. No es factible que la batería se acabe. Puedo no atenderlo, no contestar mensajes ni revisar mails si así lo indica el momento y la buena educación. Pero no contar con el registro de quien me llamó mientras tanto, cuantas veces lo intentó, o hasta para qué, es impensable.
En 2010, mi habitación es también la oficina, la obligación nocturna de revisar –al menos una vez por el semana- el perfil facebook de mis amigos, el lugar donde llegan los avisos de medianoche diciendo te escribo ahora para no olvidarme mañana. De templo ya no tiene nada. Allí duermen conmigo, compartiendo almohada, todos los problemas del día.


María Carolina
Anoche salí con mi amiga Flor: la pasamos bárbaro, pero me acordé de Bell, su mamá, y todos los que le siguieron a lo largo de la historia. Hasta llegar al que tuvo la ocurrencia de que el teléfono sea móvil.
“Vieja, ¿a qué no sabés de dónde te estoy mandando mensajes de texto?” parafraseaba para mis adentros, mientras Flor intentaba un diálogo mediante insistentes mensajitos con el de la mesa de enfrente. Mirada tras mirada, ella había logrado que el tipo pase delante nuestro y, como quien no quiere la cosa, le deposite una servilleta con un garabato formando su número telefónico. Ni lerda ni perezosa, Floringui agendó y empezó ahí nomás la conversación.
Charlamos de todo, bebimos lo suficiente como para entrar en sintonía sin perder el hilo de la conversación, miré cuanto espécimen masculino se me cruzó por delante (sin perder la compostura, claro…), devolví atenciones y sonrisas. Siempre interrumpida por el bendito celular, que iluminó toda nuestra salida nocturna.
Mi celular forma parte de las cosas que llevo de un lado a otro, por cuestiones de la vida misma (llámese mi familia, mis amigos o mi trabajo). Pero no vivo pendiente del aparatito. Y no puedo aguantar que cuando estoy con un grupo de gente, haya alguien que esté más atento a su celu¸ olvidando por completo lo que sucede a su alrededor.
Repito: la pasamos bárbaro. Excepto por el estado adolescente de Flor y su teléfono, fiel escena del tiempo que nos toca.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

María del Pilar, me hacés acordar a mamá. Ni loca quería celular, pero una vez que lo tuvo no hubo quién se lo saque de encima.
Y yo... yo soy como María Julia (o como la amiga de Ma. Carolina): mi celular es arma de seducción! Ja ja ja.
Julieta.

Anónimo dijo...

Creo que aparece el pánico cuando uno sale de casa llega a la esquina y se da cuenta que se olvidó el celular... como si fuera el tubo que nos mantiene unidos a la fuente oxígeno, podemos llegar tarde a donde vamos, obligadamente vamos a volver por el aparatejo.
Como podíamos vivir antes sin esto, sin FB, sin mail??? Existíamos?

un beso

M. Albertina dijo...

Es cierto: la tecnología se vuelto la adicción más popular, me animaría a arriesgar que le está ganando terreno hasta el cigarrillo!!
Julieta: como hiciste?? mi mamá usa el celular igual que el inalámbrico: jamás lo lleva cuando sale de casa... no hemos podido contagiarla!!
Nadasepierde: yo, a diaro, me hago la misma pregunta: Como existíamos antes de internet y el celular?? Como carajos lograbamos organizar una salida?? Ahora necesito media hora de chat y al menos cuatro mensajes de textos para ponerme de acuerdo con mis amigas de donde era que nos encontrabamos!!!!
Gracias por acompañarnos. M. Albertina.

Anónimo dijo...

Hay Carolina, Carolina, cuanta razón!!! creo que un día me va a agarrar un ataque de locura en el lugar menos indicado y me va a salir el diablo de adentro en cuanto termine de responder su 3er llamada, o de mandar su mensaje numero 89 despues de haber organizado nuestras agendas desde hace meses para vernos... juro que no puedo contenerme ante semejante accionar!

Otras Marías dijo...

Anónimo: esa noche la interrumpí unas cuarenta veces. Le pregunté "¿me estás escuchando?" otras veinte, y repetí lo que estaba diciendo unas 10...
De todos modos, es una costumbre de muchos. Seguro tenés cerca a alguien que se vuelve loco si se olvida el celu en algún lado, ¿o no?+
Besos. MCarolina.

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