domingo, 27 de junio de 2010

Empezar el gym, el eterno amague


María Carolina
Todavía sigo creyendo que existen las “prendas mágicas” dentro de mi ropero. Sí, las prendas mágicas: los jeans que simulan una cola ultra levantada, las remeras que se adhieren al cuerpo evitando que se marque lo que no debe marcarse.
El tema es que los años pasan. Y no vienen solos. No puedo caracterizarme como gorda (tampoco flaca, claro), pero inevitablemente las tres décadas y yapa que llevo encima se ensañan en mostrarse en mi cuerpo. Y eso que alguna vez oculté con una buena remera (resultado de un diagnóstico previo de mi ropero), hoy resulta una operación un tanto más compleja.
Nunca fui una obsesiva del aspecto físico, pero debo reconocer que jamás me resultó indiferente cómo me veía. Eso sí: siempre odié los gimnasios. Ese desdén infinito hacia las que no entrábamos en el target de chica sport, esa necesidad de estar en pose constante mientras se hace gimnasia, esos tipos mirándose los abdominales mientras los ejercitan, provocaron en mí un rechazo absoluto a esos lugares. “Los gimnasios le provocan claustrofobia”, dice una amiga cuando algún musculoso nos entrega un volante de promoción.
Este último verano, mis treintitantos me empujaron a resolver que éste debería ser el año en que me inscribiría en el gimnasio de la vuelta de casa.
Y bueno… acá estoy, esperando la llegada del invierno. Tal vez el lunes próximo.


María del Pilar
Me encanta ir al gym. De hecho, hace 25 años que lo hago. Es una de mis terapias preferidas, mi cable a tierra, mi desconexión ideal con el resto del mundo.
Ni el mejor sexo se compara con correr media hora sobre la cinta, para luego hacer varios kilómetros de bicicleta fija y terminar vibrando sobre la plataforma que publicita Pamela David. Altamente recomendable, este aparato se encarga de tonificar todos los músculos del cuerpo al mismo tiempo que una hace abdominales miles.
Y para completar una buena sesión de gimnasia, lo ideal es un baño de sauna seco, que nutre la piel, nos hace perder grasas por cuanto poro existe y logra un nivel de relajamiento increíble.
Son dos horas a la semana que toda mujer argentina merece tener para mimarse el cuerpo y el alma. Nos olvidamos de la ropa que dejamos tendida, del menú para la cena de esta noche, de que los chicos ensuciaron el sillón de pana blanca, de los reclamos maritales, del perro, del gato y del lorito. Una con el universo en perfecta conexión.
Por eso decidí que en el mes del aguinaldo, voy a invertir el de mi ex esposo en este aparatito, que además de ser un viaje al placer, no posee contraindicaciones. Así, lo puedo tener todos los días en casa, usarlo cuando lo necesite y que me haga vibrar cuantas veces se me antoje. El marido ideal.


María Guadalupe
La culpa la tuvo la primavera. Con los calorcitos una empieza a deshojarse un poco de tanta ropa encima y descubre agregados. Quizá mis treinta tampoco me sentaron bien, no sé.... yo esa vez me enemisté conmigo como cuando tenía 15 años. Aunque en ese tiempo deseaba que la naturaleza sea generosa y ahora la prefiero mezquina.
No importa. La solución estaba a la vuelta de casa: el gimnasio. Así que pasé una tarde a buscar los horarios. Me dieron una fotocopia aburrida y pálida sobre la que hice círculos sobre los planes que me gustaban.
Salía $90 el mes. El folleto decía: “all inclusive”, pero como yo no sé inglés, pregunté qué incluía esa plata. Me miraron con esa cara de superados que ponemos los que vivimos en un pueblo y creemos que sabemos todas. A mí irrita terriblemente el detalle, tanto como las tienditas de cuarta que ponen: SALE en la vidriera cuando están de liquidación. Igual me dejé convencer y pagué seis meses por adelantado para tener el 10% de descuento.
Me faltaba la ropa. En lo de Martita -así se llama el local: Lo de Martita- me compré un buzo, aunque me quedé con las ganas de la calza, y dos remeras talle 4, a pesar de que yo soy talle 2. Eso por pensar siempre en qué dirá mi maridito.
Estaba lista. El lunes a las dos de la tarde había aeróbic. Sería mi clase 1. Aunque ese día después de almorzar me sentí llena y decidí empezar el martes con salsa. El martes hizo frío y yo no podía perderme la siesta. El miércoles me colgué mirando la novela. El jueves me dolía la cabeza, creo. El viernes ya ni recuerdo que excusa encontré.
No podía ser de otra manera: me quedé con mis agregados -¡y mis siestas!- esperando que regrese el otoño.


María Julia
Mmm… este jeans me ajusta más de lo común. Si, si, no hay duda tengo unos kilitos de más. Ay no, esta noche si engancho algo ni loca prendo la luz; ya sé voy a poner algunas velas a la entrada. Al final me sirvieron estas velas aromáticas, pensar que mamá decía que no las iba a usar para nada.
Ah, vieja, si vieras el buen uso que les voy a dar. Mmm.… este jeans me ajusta tanto que me va a quedar marcada toda la panza. Bueno por lo menos tengo más redondas las lolas, al fin algo bueno para mis amigas que siempre están flacuchas. Ya sé, aprovecho y me pongo el corpiño con encaje que me las deja bien arriba.
Ah no, no, el lunes empiezo urgente el gimnasio. ¿Qué digo? ¡Empezar el gimnasio por unos kilos de más! En qué estoy pensando, yo que proclamo a los vientos que la mujer no debe ser un objeto, ¿verme bien para quién?
Ah, pero ahora me van a ajustar todos los pantalones; mmm y estos flotadores no quedan para nada bien. ¿Como dice Cormillot? Hacer ejercicios no es sólo para verse mejor, si no sobre todo para sentirnos bien. ¿Quién puede decir ahora que me esfuerzo sólo para que los hombres me vean como un objeto sexual?


María Albertina
Cuando vi que la piel de los brazos bailaba con ritmo propio, fue que me descubrí adulta. No tengo conflictos estéticos, me acepto fea y listo. Tampoco mi glotonería se condice con un cuerpito desgarbado que no llega a los 50 kilos. Nunca presté atención al ancho de mis piernas, ni aprendí a maquillarme. Soy un desastre usando tacos y sólo sé de moda lo indispensable para evitar el ridículo. No diría que rompo el estereotipo, he conocido muchas como yo, despeinadas hasta en las mejores ocasiones.
Jamás me propuse algo tan común en mis amigas como eso de “el lunes empiezo el gimnasio”. Esta frase, dicha por mí, sería tan absurda que, antes que risa, causaría estragos. Mamá y mis hermanas correrían a tomarme la fiebre o comenzarían a hacerme preguntas sobre el estado del agujero de ozono para certificar mi salud mental.
Tal vez algún día me toque, sufra al no entrar al jeans o deseche alguna remera porque me marca los rollos. Pero por ahora, sigo adelante sin mirar el espejo más que para chequear que la pollera no esté enganchada a los calzones.
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domingo, 20 de junio de 2010

Bafana Bafana, tiempo de Mundial


María Carolina
Primero todo se cubrió de blanco, simulando una intensa nevada.
Por un minuto hice la prueba y me imaginé llegando al sur, en plena temporada alta, a punto de tomar un par de esquís. En ese momento Vero, tras un violento e imprevisto codazo, me bajó de mi sueño de invierno.
La plaza comenzó a llenarse de gente. Salieron de todos los rincones: un amplio abanico de edades, hombres, mujeres y niños componían el paisaje. Nosotras, al borde de la afonía, pero sin que nuestras cuerdas vocales nos abandonen por completo. En el descontrol, hasta llegué a hermanarme con un par de adolescentes cantando al unísono un par de cantitos desentonados.
Habíamos estado hasta hacía diez minutos en el bar de la esquina. La población era mayoritariamente masculina, pero las tres nos habíamos plantado ahí, decididas a seguir el minuto a minuto del primer partido. “Pasión es pasión”, suspiraba Vero, luego de las miradas risueñas que provocaban sus comentarios tras una jugada de riesgo.
Después llegó la palomita consagratoria del Sonry. El mensajito a mi prima que vive en Crespo, un pueblo del interior de Entre Ríos que vio nacer al dueño del primer gol del campeonato, quien nos trasmitía toda la alegría de sus vecinos vía celular. El sufrimiento porque el segundo no llegaba. Los gritos cuando todo terminó.
Y después a la calle, nevada de tanto papelito blanco. ¡Empezó el mundial!


María Julia
¡Sí! ¡Empezó! Después de ver a todos los noticieros anunciándolo, de miles de tandas publicitarias, del aluvión de merchandising, de bombos y platillos: empezó el mundial. Y aunque no me disgusta éste en sí mismo, detesto ver a los hombres como de a poco y, no tan lentamente, van perdiendo la única capacidad que los diferencia de los animales. ¡La razón!
Aunque estos se justifican diciendo que las mujeres nunca vamos a entender la atracción que ellos siente por este deporte, porque es algo que sólo “los hombres pueden entender”; yo creo que al contrario lo que no entendemos, no es el fanatismo por el fútbol, sino la pérdida vertiginosa de todo rasgo de pensamiento. Ya lo decía Sartre: La existencia precede a la esencia, y ese es el meollo de esta cuestión; “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace” y en ese hacerse se cree el deportista del año, el mejor director técnico, y hasta se profesan patrióticos por ponerse la camiseta y ver todo el partido.
Pueden no entender nada de de este deporte, pero su “condición” de hombres le da el derecho y el conocimiento necesario para criticarnos a las mujeres y tratarnos de ignorantes. Pobre de ellos que se creen el Ser y a veces están más cerca de ser La nada.


María del Pilar
Cancelé todos mis planes y actividades hasta el 11 de Julio. Inclusive el spa, el gym y las sesiones de acupuntura. Instalé la bicicleta fija en el comedor, compré toneladas de galletitas de arroz para devorar, y durante un mes pienso dedicarme a ver fútbol.
Cualquier machista puede pensar que lo hago para evaluar el nivel de libido que despiertan los jugadores y que no entiendo nada de ese deporte que se creen tan de ellos. Pero no, lo mío con el Mundial es un romance que vivimos a pleno. Desde las 08:30 que arranca el primer partido del día, y hasta altas horas de la madrugada consumo ininterrumpidamente canales que transmiten desde Sudáfrica.
Ya conozco a todos los periodistas deportivos que están allá desde hace más de un mes, estoy informada sobre la lesión de la Brujita, aprendí de memoria el Waka Waka de Shakira y pronuncio casi a la perfección los apellidos de todos los jugadores de Nigeria, Corea y Grecia.
Cuando juega Argentina nos reunimos con las vecinas a ver el partido. Ellas comentan sobre lo linda que está Susana, o de la camiseta 2 talles menos que usa Jonás, mientras yo trato de explicarles porqué le cobraron posición adelantada a Carlitos o que Demichelis es, además de esposo de Evangelina Anderson, un gran defensor. Pero las chicas hacen oídos sordos, como si las vuvuzelas le hubiesen atrofiado el cerebro.
Igual no me importa, yo me río de sus ocurrencias y sigo ahorrando para que Brasil 2014 me encuentre disfrutándolo en vivo y en directo.


María Albertina
No entiendo a los indiferentes. Me gusta el mundial. No soy futbolera, pero eso no es impedimento. Si bien el offside sigue siendo una fórmula indescifrable, yo disfruto –también- de otras cosas: la ansiedad compartida, el grito que estremece, la agitación de ver crecer una esperanza que finalice en gol, la tarde dominguera llevado a un día de semana. El momento de plantarse ante una TV y ser colega de quien esté parado al lado. Me atrae la endorfina que corre por las calles en la previa de un partido.
Y si hay algo que por estos días acaba con mi paciencia, no son las vuvuzelas ni las voces de los que tienen “la justa” para que Argentina gane. Me chocan las frases que encasillan, al estilo “la gente se anestesia y se olvida de lo importante”.
Por mucho fútbol que mire, ningún cordobés se olvida de que le están por abrir una mina a cielo abierto en medio de las sierras. Y aunque Messi meta diez goles, ni un solo gualeguaychuense dejará de estar pendiente de la causa abierta en contra de la Asamblea Ambiental o de las escuetas propuestas lanzadas por el vecino Mujica.
El fútbol es, como el mate y el dulce de leche, uno de pocos gustos argentinos que nadie se atreve a discutir. Pobre de aquel que no sepa disfrutarlo.


María Guadalupe
Día 1: El mundial trae a la rutina un poco de sobredosis. Cosas chiquitas que -nunca mejor dicho- motivan. El grito de gol que se escapa por la ventana del vecino. La foto de Messi que pegó Tato en la puerta de la carnicería. La publicidad de TyC Sport que pone la piel de gallina. El televisor que hizo poner el cura en la librería para que los empleados no nos perdiéramos el partido. Don Oscar con su camiseta de la selección con olor a naftalina. El corito de “o oo ooo oooo oooo” cuando en la cancha se entona el himno. La certeza de que en la calle no se caen ni las hojas de los árboles cuando juega Argentina.
Día 8: Me resisto a que me pasen estas cosas. Juro que revisé el almanaque a ver si estaba en “esos días”, pero ni cerca. Es vergonzoso, ni lo digan, pero les juro que este clima de mundial empieza a sofocarme. Tanta banderita, tanto marido monotemático, tanto noticiero desde Sudáfrica, tanto marido monotemático, tanta publicidad celeste y blanca, tanto marido monotemático, me están poniendo los goles de punta. Los pelos, digo. LOS PELOS!
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domingo, 13 de junio de 2010

Agua que no haz de beber...no la dejes gotear


María Albertina
Les declaré una guerra silenciosa. De batallas libradas a base de insistencia y hastío. Pero perdí. Ganaron ellas. Las dueñas de todos los Ohhh, los mirá vos, los que importante, y los falsos asentimientos de cabeza que acompañaron mis charlas y argumentos. Al final, estas amas de casas fanáticas de la limpieza, siguieron comentando el Show de Tinelli con la vecina de al lado, mientras la manguera derrochaba agua.
Pese a mi esfuerzo denodado, las Doñas que alguna vez intenté pasar a mi credo de mundo verde, no comprenden que ese –el líquido más abundante de la Tierra- puede volverse un recurso no renovable si no se utiliza cuidadosamente, se le da tratamiento, circulación, liberación.
Al principio les hablé seriamente, con explicaciones detalladas, datos de sequías, cambios de clima, etc. Después, probé con un poco más de amarillismo: enfermedades por falta de correcta potabilización, problemas de hígado, riñones y cuanto recóndito lugar de nuestro cuerpo pudiera afectarse por falta de higiene e hidratación. Finalmente, usé golpes bajos: nietos sin posibilidad de usar una pelopincho, bisnietos sometidos al racionamiento, africanitos recorriendo kilómetros por un balde con agua de pozo.
Recibí muchos aaaah, alguna que otra lagrimita, dos ofrecimientos de dinero y hasta el reconocimiento de “mirá cuanto sabe esta nena”. Pero nunca logré que usaran baldes para limpiar la vereda, cerraran la canilla al lavar los platos, o cortaran el flujo de agua antes de comentar la televonela de la tarde.


María Julia
Tic, tic, tic, hacía la canilla que no desistía de gotear; por momentos parecía que iba a dejar de soltar las pequeñas partículas que después de media hora me están empezando a volver loca. Pero no, ellas seguían cayendo como si su único objetivo en el mundo fuera hacerme levantar después de joder por horas.
Y es que aunque no toleraba el sonido que producían, más me costaba pensar en tener que levantarme en el medio del frío de mi departamento. Parecía adrede pero el acolchado en ese momento se sentía más suave que nunca, y la cama estaba tan calentita que presagiaba toda una mañana de domingo dentro de ella.
Sin embargo no pude resistirme; mis oídos parecían más agudizados que nunca. Ni siquiera cuando trato de escuchar las conversaciones de las arpías que trabajan conmigo mis oídos funcionan tan bien como lo hacían en ese momento.
Así que pese a mi mal humor por culpa de unas diminutas gotas, me levanté en medias y musculosa y fui corriendo para cerrar del todo la canilla. Con tanta mala suerte que en el apuro por volver a la cama, tropecé con los jeans que habían quedado tirados en el piso después de una noche agitada y me fui como en caída libre a la punta de la cama. Lo que generó para mi desgracia, que en vez de volver a ella a disfrutar del domingo, terminara en la guardia de la clínica con la mano recalcada.


María Carolina
Hace dos días que escucho el continuo golpeteo. No tiene fin, y yo trato de no dedicarle atención mientras estoy en casa. Cuando mi concentración se va tras el sonido, me resulta imposible no acordarme de esos relatos que escuché sobre la tortura china. Dos días escuchando el sonido enloquecedor de la gota de agua me convencen sobre los efectos psicológicos que habrán provocado.
Desarmé la canilla el primer día: la ajusté y nada. Creo que tal vez tenga que cambiarle el cuerito, que es el conocimiento más avanzado que tengo en materia de plomería.
Imagino a mamá si supiera que la canilla pierde hace dos días y no pude resolverlo:
–Pedile a tu vecino, ese de ojos lindos que parece tan amable –me diría, refiriéndose al pesado que juega a la play hasta la madrugada. O empezaría a enumerar a alguno de los hombres que me conoció y afirmaría que es una buena excusa para retomar un vínculo. O llamaría a alguna de mis hermanas, para pedir que envíen a alguno de mis cuñados.
Un mensaje de texto y la gota que vuelve a caer interrumpen mis pensamientos. Mamá pregunta a qué hora cenamos juntas esta noche: ella siempre aparece en el momento justo. Riéndome de mí misma, le escribo: “Dame unos minutos. Arreglo con el plomero a qué hora puede venir por un trabajo y te confirmo”.


María del Pilar
La noche en que la canilla ubicada debajo de la ducha comenzó a gotear sin parar, mi mente débil y exageradamente irascible entró en estado de shock. Era un sonido que retumbaba las entrañas, que no me permitía conciliar el sueño.
Por eso decidí buscar en la guía un plomero predispuesto a salir de la cama a las 03:00 AM para solucionar el inconveniente. Mínimo, dirán algunos, pero para mí era la batucada de Río sonando en mi baño. Estaba dispuesta a pagar lo que sea a cambio de que silencien esa canilla.
Llamé sin éxito a 10 profesionales de la cañería, y cuando me resignaba a pasar una noche de paranoia, logré que un alma caritativa me confirme que en ese momento salía hacia mi casa con la artillería necesaria para combatir esas inmundas gotitas.
Esperé ansiosamente unos 15 minutos, hasta que vi llegar el utilitario blanco. Respiré aliviada, y caminé rápidamente hacia la puerta. Despeinada, en pantuflas, sin maquillaje y empapada en crema de pepinos. Un horror de mujer. Él, en cambio, vestía mi debilidad en prendas masculinas: el overol azul, y una gorrita al tono que le quedaba muy bien.
Cuando me preguntó sobre el problema, comencé a tartamudear, cual adolescente nerviosa. Fuimos hasta el baño y entre tecnicismos y miradas cómplices se abalanzó sobre mi cuerpo. Mi mente pedía resistencia, pero mi sangre exigía entrega, impulso puro, sin miedo al arrepentimiento. Una vez más la segunda valió sobre la primera, se acalló el sonido del agua cayendo constantemente y la noche dejó de ser una pesadilla.


María Guadalupe
Mi marido duerme. Ronca. Ya pasaron las doce de la noche y yo sigo a las vueltas. No sé cómo una puede tener cosas -tan triviales, tan aburridamente domésticas- que hacer a esa hora. Pero sí. Vengo del patio a las corridas porque hace frío. Traigo una pila de ropa que estuvo seca hace unas horas, pero a esta altura está húmeda por el rocío. En el apuro se me cae una media, pierdo una tanga. Aunque de esto me enteraré mañana.
La cuestión es que ahora, que ya solté la ropa sobre una silla, apagué la computadora, le dí de comer a la perra y me lavé los dientes: voy a la cama.
Me acurruco junto a mi marido. Dura poco: “Correte que tenés las patas heladas”, me dice, tan dulce él. Así que giro y quedo como un bollito. Tengo sueño pero no me puedo dormir. Va a ser la una. Y yo empiezo de repente a escuchar todo. Absolutamente todo. Hasta veo sombras imposibles en la oscuridad.
Entre ronquido y ronquido, paro las orejas. No, no puede ser. Sí, ese ruidito lo conozco. No, no puede ser. No lo tengo que escuchar. Ahora meto la cabeza bajo la almohada. Pongo la mente en blanco, tomo aire por la nariz – suelto por la boca, rezo para encontrar doscientas ovejas que contar.
No. Entre ronquido y ronquido escucho un poc-poc. Y pienso en lo niños de África. Y siento que por mi culpa se derrocharán decenas de litros. La obsesión me vuelve exagerada. Ridícula. Entonces digo 1,2,3, me destapo y corro casi en puntas de pies. En dos pasos sé que me odio por levantarme. Pero sé también que no podré dormir si no voy hasta el baño a cerrar esa bendita canilla que gotea.
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domingo, 6 de junio de 2010

H-ADN: la fórmula indescifrable


María Julia
No hay caso, aunque lo intente, aunque a veces deje de lado las preguntas, las preocupaciones y hasta mis intuiciones femeninas, hay algo que aún con mis 30 años no logro responder, y es que: ¡todavía no entiendo a los hombres!
Aunque mis inquietudes no son las que en general preocupan a las mujeres. No me molesta que se vaya de mi casa después de haber tenido relaciones: mejor para mí, por que me encanta dormir desparramada por toda la cama. No me molesta que no me llamen: al contrario detesto esos hombres que no dan respiro. No me preocupa si alguien con quien salgo no se da cuenta si me arreglé más de lo común o tengo un nuevo peinado, porque si lo hago es seguro que estoy buscando cambiarlo a él.
Pero hay algo que no entiendo de ellos y que me produce detestarlos, y es que se crean el ombligo del mundo. Creen tener las claves de todos los secretos; creen ser los mejores amantes, creen poder conquistarte con palabras bobas, que los deja aún más en ridículo; creen ser lo que no son. Y en esta pose de machos y señores se pasan la noche haciéndose los cancheros, y cuando se dan cuenta de que fracasaron en su conquista, nos echan la culpa a nosotras de habernos ido: porque, como dicen ellos, somos unas histéricas.


María Albertina
No entiendo a los hombres, renegaba mi abuela. Y lo que en realidad quería decir era que no comprendía la libido, los deseos sexuales, las caricias apuradas con objetivo definido. Las mujeres no somos así, continuaba la perorata. Y nadie se atrevía a contradecirla. A desandar sus sesenta años de viudez y abstinencia obligada, cargando en el lomo con cinco huérfanos que no tenían edad ni para cuidarse entre ellos. La Iglesia dice que es sólo para tener hijos, afirmaba alzando la voz. Y así educó a las suyas: uniendo sexo a obligación marital, y placer a que te dejen en paz de una buena vez y por cuarenta días después del parto.
Cada tanto, me topo con alguna tipa intransigente que habla de ellos como seres incomprensibles, la escucho decir no entiendo a los hombres y es sólo que no comparte el gusto por el fútbol, no disfruta de los videojuegos, o no concibe que se pueda salir con pantalón rayado y camisa a cuadros, en una burla de desinterés frente a los mandatos con que la moda nos condiciona a nosotras.
En ese momento, pienso en la abuela. Y veo la diferencia de dos vidas expresadas en cinco palabras. Un no entiendo a los hombres que habla de la lucha en soledad, la incomprensión a falta de un compañero que le mostrara la otra la cara. Y otro no entiendo a los hombres, donde lo único que hay es intolerancia, cinismo a lo diferente, obtusidad frente al otro.


María Carolina
Anoche conversé con mi amiga Vero. Diálogo obligado, hablábamos de hombres.
–Y es que cuanto más me empeño en encantar a un tipo –dice “encantar” Vero y los ojos se le encienden–, lo único que logro es que no me de bola. Me pasó con Facundo, ¿te acordás? Le caía de casualidad en los lugares donde sabía lo iba a encontrar, pasaba cerca de su casa, inventaba excusas para verlo… y nada. Me di por vencida y empecé a mirar para otro lado…–y exhala aire Vero, pensando en su novio, Leo.
Ahí recordamos cuando Facundo detectó que existía. De pronto, de la nada, como si nunca la hubiese visto en su vida, él comenzó a hacerle notar su interés. Llegaba de casualidad a los lugares en donde era sabido que encontraría a Vero, le mandaba un “hola” vía MSN cada vez que la veía conectada. La halagaba por la ropa que llevaba, por las cosas que decía, por como sonreía. Buscaba coincidencias todo el tiempo. Tanto fue así que Vero lo notó y lo encaró para saber qué sucedía.
–Y me dijo que siempre había estado enamorado de mí, pero nunca se había dado cuenta… –el celular de Vero interrumpe el diálogo, con su novio avisando que la espera.
–Cuando empezó a verme con menos frecuencia, cuando me vio con otro, se dio cuenta que yo era el amor de su vida… –y mientras abre la puerta para ir al encuentro de Leo se despide, entre risas, como si estuviese anticipándose al destino– ¿Ves que nunca voy a entender a los tipos?


María del Pilar
Mientras viven bajo el ala de sus madres se acostumbran a ser dueños y señores de todo lo que los rodea. No cuelgan el toallón al salir de la ducha, jamás levantan un plato de la mesa y ni siquiera se molestan en saber cuál es el cajón de los cubiertos. Se sientan a almorzar y son servidos con los honores propios de la realeza.
Durante la adolescencia desfilan por la casa con amigos maleducados. Se ríen fuerte, escuchan música a todo volumen, devoran cuanto alimento con harina hay en la heladera, y los viernes a la noche se toman los restos de licores guardados en el mueble del comedor.
Cuando pasan los 20, dejan de lado las amistades por niñas no tan ingenuas, a las que cambian semanalmente, haciendo alarde de esto en los entrenamientos, pubs y cualquier lugar que frecuentan. Comentan entre ellos cuántas “víctimas” han pasado por sus brazos en el último mes, y suelen guardarse prueba de ello (moños de los corpiños, por ejemplo).
Así van transitando la vida. Se casan cada vez más cerca de los 30. Los que fueron “pistolas” durante la juventud, se convierten en maridos sumisos, y los que consiguieron esposa por descarte, en ejemplo de cornudos. Algunos quedan solteros y sin despegarse del cariño materno, otros se van y vuelven porque la vida no es como a los 15.
Es rara la especie masculina, pero no teman amigas, falta mucho para que estén en peligro de extinción.


María Guadalupe
Por esas cosas ridículas de la vida cotidiana por las que me digo a mí misma: “dios te salve María”.
Porque él dice “alcanzame la sal” justo cuando el tenedor me trae el primer ñoqui a la boca. Y lo dice como si fuera así, como si estirando la mano una pudiera agarrar el salero. Claro que no: el paquete de celusal está a cinco metros, en la tercera puerta de la alacena, lado izquierdo, detrás del vinagre.
Porque dice “no está mi cinto negro”. Y la verdad es que miente. Hasta con los ojos cerrados puedo adivinar adonde está. Estoy tan segura de eso como de que si él buscara lo podría encontrar. Claro que es más fácil preguntar.
Porque dice “no te olvides de comprar el pan” como si sería responsabilidad femenina, como si a él no le quedaría tan de paso como a mí entrar a La Cholita y pedir un cuarto de flautas. Claro que no: demorarlo cinco minutos lo haría perder la presentación del noticiero.
Porque dice “¿esa pollera no es muy corta?”. Y la verdad es que casi me toca las rodillas, y que “esa pollera” ya me la he puesto mil veces, y que pregunta como quien no quiere la cosa, como quien no mira piernas ajenas. Claro que no es corta.
Por esas cosas ridículas yo no entiendo a los hombres. Mi marido dice que tampoco entiende a las mujeres cuando se queda sin sal, sin cinto y sin pan. O cuando yo me quedo con mi pollera corta.
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