domingo, 26 de septiembre de 2010

Recetas para soñar despiertos


María Julia
Me encontré de golpe conmigo misma, y me miré de nuevo. Como cuando pasamos delante de un espejo apuradas y de pronto nos detenemos, porque vimos algo que antes no estaba: un kilito más que deja huellas en la remera, una mancha, algún lunar o una de esas marcas que produce el paso del tiempo.
Pero esta vez no miré lo superficial, miré bien adentro; miré esos sueños que ya no sueño despierta; los sueños de un futuro en pareja, los de una profesión desarrollada y plena, los de un trabajo que llene el alma y el bolsillo, los de conocer el mundo. Miré los recuerdos de mi juventud plena, en donde las obligaciones no hacían mella en el humor, donde todavía creía que existía el hombre justo y donde el todo se puede, sólo dependía de la voluntad de hacerlo.
Me miré profundo en el espejo y me pregunté: ¿a dónde fueron eso sueños?
Habrán quedado en el cajón de las carteras viejas o en la almohada de algún telo. Tal vez están en la bolsa de ropa que regalé, alguna tarde de primavera; o será que siguen dando vueltas, se remodelan, a veces se perfeccionan y otras veces se acomodan.
A veces rondan la casa callados y dormidos y otras veces, las mejores, nos atropellan y nos muestran que siguen vivos.


María Albertina
Tengo sueños de todas las edades. Están amontonados con mis VHS de Robotech, los casettes de Festilindo y no sé cuantas porquerías más. Es que una vez, con mi prima, decidimos que los sueños, para cumplirlos, había que escribirlos. Que era como decir recordarlos. Desde entonces, acumulé papelitos con tonterías infantiles, necedades de adolescentes, misiones imposibles y objetivos de adulta. Algunos reflejan el deseo de un momento, otros mi amor a la ecología y muchos, sencillamente, se fueron borrando.
No sé. Tal vez se trate de aquellos que, después de todo, no eran indispensables


María Carolina
Estaba de paso en la casa de mamá. Ella se había reunido con un grupo de amigas. Mientras daba vueltas por ahí, escuchaba algunos dialoguitos imperdibles. Estaban en pleno recuerdo de sus primaveras pasadas, hablando de los bailes del club, de los picnis estudiantiles y otras yerbas. Mirta, la diva del grupo, hacía un listado memorioso de hombres de la época. Yo me sonreía al escucharlas y pensaba que no todas eran tan mojigatas como parecían.
“Señoras, quien le ve la facha”, les largué en uno de mis recorridos por el comedor. Todas rieron. Las más pudorosas se sonrojaron. Y empezaron a intercambiar sueños pasados.
Que cuando quería irme a ser maestra en el norte, que cuando soñaba con ser una reconocida coreuta, que cuando quería ser bailarina famosa y la que quiso ser médica y no pudo. “La primavera las alteró” pensé y me sonreí para mis adentros. Me encontré con señoras que rondaban los sesenta: madres abnegadas, esposas laboriosas, trabajadoras brillantes. Quizás sus sueños habrían cometido el pecado de superar las exigencias de la época, pero después de un largo tiempo habían descubierto que la vida no terminaba después de criar a sus hijos, que aún seguían teniendo tareas pendientes por hacer.
Eran las 11 de la noche. Empezaron a juntar sus carteras. “Nena, hoy vuelvo tarde, ¿sabés?”, me dijo mamá mientras salía con las “chicas” rumbo a la función de trasnoche del cine del centro.



María del Pilar
Siempre me deslumbraron las plumas, los escenarios y las luces de colores. Soñaba con bajar 50 escalones, rodeada de bailarines, llena de brillos y admirada por la gente.
En mi niñez jamás imaginé el futuro barriendo, lavando ropa o llevando chicos a la escuela. Cuando jugábamos con mis amiguitas, yo era la reina y ellas mis esclavas. Ya en la adolescencia, gastaba el mensual que me daba papá en cremas hidratantes y maquillaje. Concurría a clases de danza, actuación y hasta hice cursos de modelaje.
Siempre me creí el centro del mundo, la vedetonga, la femme fatal…hasta que un día me obnubilé con ese hombre mayor, dejé todo para seguirlo, y mis sueños de diva quedaron en el último lugar. No me arrepiento de la decisión tomada, al fin y al cabo la vida me dio a Huerto, que es lo mejor que tengo, mi orgullo y el amor de mi vida.
Pero la añoranza de las luces y los aplausos de vez en cuando vuelven a esta cabeza de señora cuarentona, aunque nunca haya usado una pluma, ni para limpiar los techos.


María Guadalupe
Separé la ropa oscura. Saqué pañuelitos y un billete de $2 de un bolsillo. Dí vueltas las botamangas arremangadas del jeans. Enjaboné las axilas desteñidas de las camisas. Una taza de jabón en polvo, un chorro largo de perfumito. Y sácate: el lavarropas hace su magia.
A mí me gusta mirar por la ventana circular por donde se ve la ropa llenarse de agua, sacudirse, nadar en espuma y bambolearse como si bailara una zamba. Me encanta cuando algún botón rasguña el vidrio y suena como un puñadito de monedas cayendo. No me doy cuenta, pero puedo pasar varios minutos viendo la escena.
El otro día vino mi hermana y el lavarropas estaba escupiendo agua por la manguera. Mirá, le dije, como si bastara ver para entender. Le conté mi teoría: los sueños deberían meterse a lavar, salir como nuevos, bien perfumaditos y colgarse al sol para oxigenarse un poco, ¿no? Porque al final, lo que una quiere en la vida se convierte en un trapo viejo y olvidado en el fondo de un cajón, con el olor repugnante de la naftalina.
Ajá, me dijo ella y prendió el televisor para ver la novela de las tres de la tarde. Ese ajá me provocó un cachito de vergüenza. Imaginación reducida a electrodomésticos; metáforas adaptadas a la rutina... qué filosofía tan cursi la de una ama de casa inadaptada. Y bué, será tiempo de centrifugar la vida.
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domingo, 19 de septiembre de 2010

Confesión de parte


María Guadalupe
Debería haberle mentido.
Para qué contarle de mis malas palabras. Qué tan perjudicial es para la salud olvidarse de rezar por las noches. A quién se lastima cuando se envidia la mochila rosa de la vecina de banco, más que a una misma. Porqué está mal contestarle a la maestra si nos reta injustamente. Quién tiene la culpa de este carácter chinchudo de mierda.
En ese momento no me hice todas estas preguntas. Y escupí sin filtro mi lista recontra pensada de faltas ante el cura. Hasta me disculpé por saltar arriba de un hormiguero y matar a una infinidad de hormigas coloradas (que cómo pican!).
Esos tres larguísimos rosarios de castigo no sirvieron de nada. O sí: ya era una ovejita más en el rebaño de Dios que arreaban por el buen camino. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Ahora pienso que debería haberle mentido al Padre Santiago. Sentirse pecadora a los ocho años es de una ridiculez precisa. Y tiene un peso incalculable por los siglos de los siglos, sin amén.


María Julia
Mi primera confesión no fue con el cura de la Iglesia que estaba en la esquina de mi casa. Ya que debido a mi ateismo era muy probable que no me dejaran confesarme; aunque hoy sé que no hubiera sido correcto revelar mi “pecado” con otra persona que no sea la involucrada.
Por lo que abrumada por llevar la carga de haber engañado, junté valor y me decidí a hablar con él. Lo miré de frente y se lo dije, y aunque en un principio la idea no era victimizarme; mientras las palabras empezaban a salir de mi boca, mi actuación iba ascendiendo.
A tal punto que termine echándole la culpa a él por haberlo engañado, aunque en el fondo un poco de razón tenía, es imposible seguir adelante con un hombre extremadamente machista, soberbio y celoso.
Así fue, mi primera y única confesión, con el tiempo aprendí que a algunas cosas hay que charlarlas con uno misma. Porque más difícil que enfrentar al cura, es enfrentar al novio que en unos segundos pasara a ser el EX.


María Albertina
Mi primera confesión ante un cura fue un acto de reverenda estupidez. Tanto nos machacaron con hablar sin miedos, no guardarnos nada, enfrentarnos a nuestros defectos y un sinnúmero de acciones que promovían la culpa y el sometimiento, que cuando me tocó arrodillarme en el confesionario no tuve mejor idea que decir la verdad.
Turbada por la magnitud del momento, la inocencia de mis nueve años reveló: “Me arrepiento de odiar a los que talan árboles y maltratan a los animales”.
Y el cura –pude verlo- se sonrió.


María Carolina
Éramos chiquitos, con alguna diferencia de edad pero crecidos a la par, casi como hermanos. Mi primo Fede hacía casi todas las cosas que yo le decía. Algo así como que yo era la autora intelectual de la mayoría de las “hazañas”.
Los proyectos eran diseñados minuciosamente en mi cabecita de diez años, y Fede los llevaba a la práctica con una perfección excepcional.
Allí estaba él ese domingo, esperando por su primera confesión en la iglesia. Lo había instruido sobre todas las cosas que debía contar. “No tenés que olvidarte de decir nada, porque el padre Francisco siempre se entera de todo”, le había asegurado.
Pasaron unos diez minutos en los que esperé sentada en un banco cercano, hasta que las risas empezaron a llegar una tras otra. La sotana del padre se asomó entre el confesionario; Fede asomó también, con un gran gesto de disculpas expresado en su cara.
El padre Francisco llegó hasta mí y, con una mirada tierna que buscaba en algún lugar algo de seriedad, me dijo: “María Carolina, no es bueno que alimenten a los pajaritos de la cuadra con las hostias sin bendecir. La próxima vez, pedile a Fede que me pida migas de pan.”
Y ahí nomás, nos mandó a rezar tres padrenuestros.


María del Pilar
El pañuelo de raso me está ahorcando. Se corrió el rímel de mi ojo izquierdo. Tengo la garganta seca. Necesito mi dosis de nicotina. Hay olor a Mary Stuart, y mucha mujer jorobada alrededor. Me duelen las piernas…. ¿hasta cuándo tengo que estar arrodillada?? Ay ay ay, no me acuerdo el Padre Nuestro. Desde una ventanita hay alguien que me mira, me hace seña con la mano para que vaya hacia allí. No me animo. Empujo suavemente a Huerto para que arranque ella. Y me cierro el tercer botón de la camisa porque creo que despisté a cierto sujeto. Huerto sale y me mira con complicidad, como animándome a dar el primer paso. No puede creer que su madre nunca se haya confesado. Esta vez no te voy a decepcionar, hija, ya me aprendí de memoria la lista de pecados y marqué en los que incurro asiduamente. Hago la señal de la cruz (con la derecha, me recuerda ella), y ahí vamos. Que sea lo que Dios quiera.
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domingo, 12 de septiembre de 2010

Secretos de almohada adolescente


María del Pilar
Sabi siempre fue tímida, desde chicas prefería las noches de sábado para nutrirse de historia griega, y se horrorizaba cuando nos veía frente al probador con polleras que no llegaban a las rodillas. Ella usaba jeans altos, una especie de borcegos calurosos y el pelo atado. No se colocaba maquillaje, ni cremas para el acné.
Yo le insistía a mi mamá que Sabina era rara, pero ella sacaba a relucir sus conocimientos sobre psicología y formación de la personalidad, y me explicaba pacientemente que no todas nacimos devotas al rouge y los zapatos de taco.
Cuando empezamos a descubrir la sexualidad y nuestras hormonas estaban revolucionadas al máximo, noté que a Sabi no le pasaba lo mismo. Nunca hablaba de los chicos, no los miraba y siempre que podía insultarlos, lo hacía. En ese momento no supe entender a mi amiga, y antes de sentarme a hablar con ella, la dejé de lado sin darle explicaciones sensatas.
Pasamos los años de colegio secundario sin mirarnos, sin hablarnos. Yo disfrutaba siendo el centro de las reuniones y me apiadaba de ella y su actitud resentida. Muchas veces insté para que el grupo se ría de su manera de caminar y vestirse, y no me importaba que ella huya avergonzada.
Tuvo que correr mucha agua abajo del puente para darme cuenta de mi error, de lo básica que fue mi mirada en aquellos tiempos y de lo hiriente que fui con mi amiga.
Ahora estoy orgullosa de verla luchar por sus derechos, y feliz de tener al lado a una persona que jamás bajó los brazos, aunque eso, durante la adolescencia, le haya valido más de una lágrima.


María Guadalupe
Lo más pornográfico de mi adolescencia fue ver a Jeannette Rodríguez besando a Carlos Mata en la novela Cristal. Dejame quererte tanto como nunca nadie te ha querido, dejame intentar. Me encantaba. Cuando la cosa amagaba a ponerse más caliente, mamá hacía girar la perilla del televisor Philips para cambiar de canal o directamente lo apagaba. Así que mi ingenua noción de sexo a los 15 años y en una familia católica hasta el apéndice, era lo que empezaba con unos besos con lengua. Me llevó tiempo saber cómo seguía…


María Julia
Siempre me sentí un bicho raro con el tema del sexo en mi adolescencia. No por tener miedo de que sea con la persona perfecta o por no entender como cuidarme; sino por el simple hecho de que a esa edad me juntaba mucho con María, una prima 5 años mayor que yo que militaba activamente en una agrupación feminista.
Por lo que el tema del sexo, a diferencia de mis amigas, debía venir acompañado del chico correcto; y no por que éste tuviera que ser una especie de príncipe azul, si no por el contrario por que debía “estar despojado de cualquier signo de machismo” decía mi prima.
En fin, no se si para bien o para mal, el sexo a lo largo de mi vida está marcado por parámetros que tal vez no sean los mas normales; aunque en mi adolescencia no gustaba de practicar tanto “este deporte” con los años me di cuenta que el sexo es sólo eso. Es la atracción de dos cuerpos, es una pasión encendida, que no por eso debe ser eterna; con media hora muchas veces nos alcanza.
Después si hay amor, es como diría Santo: Otro tema.


María Albertina
Siempre fui rebelde. De la boca para afuera. En actos, resulté bastante puritana. O no. Depende con que criterios me pongan en la balanza.
Terminado el torbellino de fiestas quinceañeras, con su convulsión de primeras salidas, desayunos amanecidos en estaciones de servicios y alcohol de a traguitos, con mis amigas adolescentes nos enfocamos en lo inevitable, ellos. Criadas en la comunión de culpa y obediencia que aporta el cristianismo, nuestro desenfreno consistía en sentarnos a debatir sobre sexo.
Yo era la loca que sostenía que ninguna llegaría virgen al matrimonio (que auguraba extender hasta después de los treinta), tenía un solo respaldo silencioso que acataba con la cabeza sin opinar, y tres enemigas momentáneas que no paraban de sancionarme por mi libertinaje oral y la negativa a pasearme de blanco floreciendo los veinte, límite aceptable hasta donde era posible extender el célibe noviazgo. De más está decirlo, célibe para ellas.
Pocas veces en la vida me dolió tanto tener la razón. Y fue cuando mis compañeras de debate empezaron, entre llanto e ilusiones románticas, a desfilar ante el altar envueltas en metros de tul, disimulando lo innombrable, esforzándose por convencerse de que ese era el camino que, de todas formas, hubieran elegido.


María Carolina
Está claro que mis experiencias no fueron las mejores o las que me encantaría trasmitir a los vástagos de mi familia. De todos modos, dudo que mis hermanas me dejen emitir opinión sobre el tema ante mis sobrinas.
Mi adolescencia de adolescentequenollamalaaatención desde su aspecto físico no es nada nuevo para contar. Mis amigas con los lindos de moda, yo con los verseros y fabuladores de moda. Puro María Carolina…
En esa eterna indecisión que fue la adolescencia el tema de cualquier grupo de chicas era el sexo. Intercambio de opiniones, de fábulas, de mitos. Niñas tratando de ser mujeres. Barbies y princesas jugando a ser femme fatale. Las chicas lindas competían por ser las más experimentadas. Intentos obstinados por desafiar las reglas morales sin que se convierta en comentario público, de mentir si fuera necesario. Nada de opiniones en voz alta, que estaban vedadas para la época: sólo debate en los grupos de los cuales formábamos parte.
En algunas familias era un tema más tabú que en otras: en la mía con mamá tratando de ser moderna pero teniendo un miedo atroz a las preguntas que podríamos hacerle. Yo, la menor, sólo escuchaba a mis hermanas. Siempre digo que por suerte mamá tuvo esos intentos de modernidad que me permitieron escuchar mucho… y, hasta a veces, preguntar.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

Encuentros del tercer tipo


María Carolina
Salí tras una librería perdida, en una zona de la ciudad por la cual casi nunca suelo andar. Era el cumple de mi amiga Vero y quería regalarle algo especial: una vieja edición de su libro preferido.
Caminando esas callecitas desconocidas para mí, llegué al lugar en donde me encontraría la sorpresa de mi vida. Rodeado de libros, entre estantes repletos y mesas atiborradas de palabras, estaba ÉL. El paso del tiempo no había hecho mella en su belleza, las canas le sentaban de mil maravillas, sus ojos negros se mantenían aún tan vívidos como antes y la sonrisa era la misma que recordaban estos ojos que, atontados, no podían dejar de observarlo. Francisco: mi profesor de literatura de cuarto año de la secundaria. Un bombonazo precioso que ante mis ojos de adolescente de 16 años resultaba el tipo más atractivo del mundo.
Ninguno de los eternos seductores que lograron, tarde o temprano, encantarme con sus frases hechas, pude llegarle ni siquiera a sus talones. Él estaba más allá del bien y del mal: por él conocí a los mejores relatores de historias y las poesías asomaron en mi biblioteca de adolescente. Francisco, el inalcanzable, el de la palabra justa, era el único tipo que jamás me traicionaría.


María del Pilar
No estaba convencida de acompañar a mis amigas al encuentro de solos y solas que organizaba una cadena de hoteles. Siempre ese tipo de citas obligadas me parecieron patéticas. Pero no había grandes planes para la noche de viernes, así que entre fumar un cigarrillo sola en el patio y hacerlo con las chicas mientras disfrutamos la vergüenza ajena, opté por lo último y fui con ellas.
Había hombres para todos los gustos. Los que se perfumaron hasta el nudo de la corbata, los que intentaron un look casual pero murieron en el intento, los que se peinaron con gel y los que no tenían pelos para peinar. El tímido que nunca se paró, el centro de la fiesta, los galanes, los anti galanes y los que miraban por sobre el vaso de whisky, seduciendo cuanta cosa pululaba por el lugar. De todo, como en botica.
No la estábamos pasando mal, al fin y al cabo nunca encontramos en este tipo de fiestas nuestra media naranja. Hoy no sería la excepción. Fuimos por diversión y sin grandes expectativas, pero cuando la noche estaba llegando a su letargo, se arruinó totalmente. Ahí estaba Miguel, mi ex marido, en el medio de la pista, bailando lentos con una nena, apenas unos años más grande que Huerto. Sentí que la vena que cruza el cuello resaltaba en la piel, las miradas de los conocidos en mis hombros y las susurradas por debajo explotaban en mis oídos. Le di la espalda a tan calamitosa escena, hasta que una mano conocida intentó acariciarme el cuello. La quité con las garras de una leona, me paré y huí de ahí. En el camino a casa me indigné, lloré, reí mucho y me consolé pensando que lo mejor fue separarme de un tipo así. Pobre Miguel, qué triste es no bancarse la soledad dignamente, qué triste.


María Guadalupe
- Con doña Josefa.
- Pero no la conozco, mamá.
- ¿Cómo no? ¿Te acordás de Claudita, que iba con vos a la escuela?
- ¿Claudita Rivas?
- No, la hija de la portera, que vivían acá en la otra cuadra.
- Ella era más grande que yo.
- Bueno, pero iban a la misma escuela, ¿o no?
- Sigo sin saber quién es Josefa.
- Escuchame: la mamá de Claudita, la portera que se llamaba Inés, tenía una hermana. Capaz te acordás: trabajaba en el almacén de Don Tito.
- No me acuerdo.
- Sí, la que vestía siempre de negro porque quedó viuda de joven. Que los domingos pasaba con el canasto de la limosna en la misa.
- No me acuerdo. ¿Y Josefa?
- La cosa es que esta hermana de Inés una vez me vendió un numerito de una rifa que organizaba la Iglesia para juntar fondos porque una tormenta tiró abajo el techo de la capilla del barrio…
- Ay mamá por favor, andá al grano.
- Bueno: yo gané el premio de la rifa. Vos eras muy chiquitita. Era un pasaje para dos personas para ir a la Virgen de la Medalla Milagrosa.
- Ponele.
- Tu padre no me quiso acompañar, así que fui con la tía. Y te llevé, claro. En el viaje vos ibas de asiento en asiento y alguien tuvo la mala idea de regalarte un caramelo. De esos, cómo se llamaban… sí: los media hora. Te ahogaste. Ay qué susto, qué desesperación. Te puse patas para arriba y después de varias palmadas te lo hice escupir.
- ¿Y Josefa?
- Fue la que te dio el caramelo. Le duró tanto la culpa que por años te trajo regalos para tu cumple. Hasta que se fue a vivir a otra ciudad. Y esta mañana vino de visita, la encontré en el super.
- Mami, sería tan práctico que empieces a contar las historias por el final…


María Julia
-¿A que no sabés con quién me encontré? Me dijo Ana.
Yo obvio que no tenía ni idea de que me hablaba; mucho menos me iba a imaginar que esa persona que se había cruzado era ni más, ni menos que mi Ex..
-No sabés, está cambiado. Se ríe, hablaba de todo un poco, ahora estudia y trabaja.
Mientras Ana me contaba, una vocecita interior me hablaba del pasado: “Pensar que cuando salía con vos no quería compromisos; y pasaba de bohemio a dejado de un momento a otro. Sin hablar de sus aires de machista que terminaron arruinando la relación.”
-Está hecho todo un hombre- seguía repitiendo Ana.
-Julia ¿me escuchás?- gritó ella. –Si, Ana, pero como estabas hablando pavadas no te seguí el tema.
Ya no me interesaba nada que tuviera que ver con él, y toda esa conversación sólo se reducía al comentario de: ¿a que no sabés con quién me encontré?


María Albertina
Debe ser de algún golpe en la cabeza. O pura incapacidad. La cosa es que siempre disocio a las personas que recién conozco: o me acuerdo de la cara o retengo el nombre, las dos cosas: No.
Cada vez que empiezo una oración diciendo ¿sabés a quién me encontré? Termino haciendo de mimo en un intento por explicar el color de pelo, la altura, el lugar donde lo conocí, la relación con esa persona. Mis amigas se arman de paciencia. Empiezan a tirar datos hasta que dan el blanco. Jamás soy yo la que dice el nombre por primera vez. Es sintomático. Frustrante.
Lo mismo me pasa al revés, hay veces que recuerdo el nombre pero ni idea de cómo es físicamente la persona. FB es mi enemigo en esto. Tengo los pedidos de amistad pendiente durante meses, hasta que se me ocurre preguntarle a alguien si no es también conocido suyo, o veo algún comentario en otro perfil y logro hacer la asociación.
Soy un desastre, lo se. Pasó eternamente por inadaptada, mala onda, asquerosa. Me reclaman el saludo, no caen en la mentira de que soy miope. Y por supuesto, nadie cree mi verdad: que soy incapaz de recordar nombre y cara, todo al mismo tiempo.
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