domingo, 28 de marzo de 2010

El gen hermano


María Albertina
Será que formo parte de una manada de polleras, o quizás porque encabezo el álbum familiar. Tal vez no sea otra cosa que mi obstinada independencia, o mi enfermiza necesidad de chocarme contra la pared aunque me lo adviertan con cartel luminoso. Lo cierto es que, al día de hoy, no logro entender la fascinación que mi novio siente por su hermano mayor.Me genera impotencia esa manía por consultarlo, su escucha diligente, la sumisión a la opinión de ese otro que, por mucha sangre que comparta, no tiene línea directa con Dios.
Creo que, de todo, lo que más me molesta es la notable incapacidad de crítica que mi novio demuestra frente a los dimes y diretes de su hermano. Y es que mi cuñado, sólo dos años mayor que nosotros, no tiene ni trayectoria ni calle de la que hacer alarde.
Muchas veces me pregunté si lo que tengo es celos, porque ante la admiración que veo en los ojos de mi novio, siento que en el pecho algo se carga y empieza a pesar, a molestar. Aunque, después de meditarlo bastante, debo decir que lo que en verdad siento es torpeza. Y es que me siento inútil cuando debo afrontar que, en su rol de hermano mayor, mi cuñado disimula la ignorancia con una suerte a prueba de incrédulos, mientras los demás pasamos por tontos.



María Julia
“Tenés un nuevo msj.”, aparecía escrito en mi bandeja de entrada. Ya sabía, era de él, era el mensaje que mi hermano me había prometido hace casi un mes, donde cumplía con su palabra de contarme con lujos de detalles como lo trataba la vida en el sur, lejos de casa.
Como era de esperar empezaba disculpándose por haber tardado tanto en escribirme: “vos sabés que llevo el gen de ser un poco colgado, vos mejor que nadie, por que tanta veces me lo echaste en cara”. Y era verdad, de los dos él era el más olvidadizo; y en nuestros años de juventud fue mi reproche preferido cuando no cumplía con su palabra; ése, y el de que no pudiera entender el padecimiento que sufrió la mujer a lo largo de la historia. “No es para tanto; si seguís diciendo eso ningún vago te va a dar bola” me decía mientras preparaba el mate con cascaritas de naranja. Yo me quedaba con las ganas de empezar una batalla en nombre de la liberación femenina; pero terminaba por tirarme con él en el sillón a mirar películas.
Un día decidió que su destino era irse al sur; no supe en ese momento si alegrarme por él o entristecerme por que ya no estaría más cerca de mí. Me llevó años comprender lo que ese viernes lluvioso, cuando se fue, me anotó en una servilleta de papel: “Caminante no hay camino, se hace el camino al andar…” Así mientras le subía el volumen a Serrat, me acomodé en la silla y empecé a disfrutar de la compañía de él, a través del mail.


María Guadalupe
Él era mi hermano. No hizo falta ningún ritual simbólico, nada de pincharse el dedo y mezclar sangre. Preferíamos creer eso de las almas gemelas.
A Pablo lo conocí en preescolar, me compró con un chicle. Con varios. Traía dos todas las mañanas, me daba a mí el de menta y él se comía el más rico: de tutifruti. No sé como, pero de esa bolsa azul a cuadros, de donde sacaba los Bazooka, salió también nuestra amistad.
Transparente. Con verdades simples y mentiras piadosas. Llantos que nacen del desamor adolescente y mates hasta las tres de la mañana estudiando historia. Él era ese amigo por el que uno jura que un hombre y una mujer pueden ser grandes amigos.
Celeste, mi hermana mayor y la única que tengo, hizo el intento un par de veces de darme indicios. Pero hasta que Pablo no me lo dijo con todas las letras, a mí ni se me había pasado por la cabeza.
Ese día llegó puntual. Estaba pálido, tragaba más saliva de la cuenta. Creí que me iba a hacer tía. Pero no. ¿Todavía no te diste te cuenta?, me dijo. Lo miré entonces como si fuera la primera vez que lo tenía enfrente. Lo ví triste, con el peso imposible de los 20 años, transpiraba.
Cuando soltó el rollo yo respiré aliviada. Era un detalle: mi hermano del alma era gay.


María Carolina
Adoro a mis hermanas. Las amo, pero es un amor tan difícil de explicar que sólo se compara con la sensación que me provoca el estar parada en la arena mirando el mar: tan celeste, inconmensurable y que me brinda esa felicidad rara, inexplicable. Sólo sé que las amo.
Eso sí: hay que aguantarlas. Porque cuando llega hermana 1 dispuesta a darme otra lección acerca de lo que a mi vida le falta (descontando que el primer ítem es “novio/marido/pareja/concubino” o cargo equivalente), aumentan las probabilidades de que mi presión arterial se descompagine. Pasada la tensión, vuelve el amor.
Siempre fuimos el trío MC, que sembró la casa de muñecas, polleras y rouge: María Cecilia, María Constanza y María Carolina. Si éramos varones, hubiésemos sido Martín, Marcelo y Manuel, pero eso no pasó. Y mi secreta esperanza del hermano varón que me defienda de las adversidades que la vida me iba a deparar, quedó en el camino, trunca, después de esa operación de mamá. Así que si hay algo que desconozco, es de tener celos de la rubia tonta que apabulla al macho de la casa.
Después, la vida me convenció que el no tener hermano fue una salvación: de haberlo tenido, inevitablemente uno de sus amigos hubiese sido el autor de alguna decepción amorosa. En mi lista de desamores, amores y engaños, la única categoría en la que sigo invicta es en la de “seducida y abandonada por el mejor amigo de mi hermano”.


María del Pilar
Esto de ser hija única hizo de mi mente un lugar propicio para el delirio. Durante mi infancia las muñecas y los ositos de peluche se transformaron en mis hermanos, que peleaba o abrazaba según la circunstancia. Los sentaba a la mesa, los llevaba de vacaciones, les contaba mis travesuras. Y ellos, con sus ojos plásticos fijos me miraban y me escuchaban.
El hermano perfecto que no discutía tus ideas, no era competencia por el amor de mami y papi, no te obligaba a compartir las golosinas y siempre te esperaba en la habitación con una sonrisa.
Con el paso de los años, una hija única busca en sus amigos al “hermano del alma”. En más de una oportunidad confiás tus cosas a cualquiera que compartió dos mates y una borrachera con vos, hasta que la experiencia te enseña conocer a las personas que vas eligiendo y a las que te conviene descartar.
A veces pienso que hubiese sido de mí con un hermano. Tal vez me habría beneficiado tener al menos uno para que las miradas no estén siempre sobre mis espaldas. Pero mamá decía que las familias numerosas tienen problemas al momento de repartir la herencia, y que corro con ventaja por ser la única.
Por eso, conforme y resignada, cuando en el gimnasio las chicas hablan sobre las fiestas, los problemas, los cumpleaños de sus hermanos, yo agacho la cabeza y sigo corriendo por la cinta transportadora.
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domingo, 21 de marzo de 2010

Esa carta que nunca envié

María Julia.
Ahí estaba, con camisa a cuadros y un pantalón cargo, riendo a carcajadas porque sabe que su risa es casi perfecta; seguro de su belleza caminaba con la confianza con la que se pasea un León en medio de su manada. Yo me hacía la indiferente, pero de vez en cuando pegaba una mirada fugaz hacia el hombre que me enloquecía. Recordando el perfume que le dejaba la espuma de afeitar, o los tantos besos que me robaba cuando estaba enojada.
Pese a eso me repetía que sin él, mi vida era mejor; que en el primer año todo parece perfecto pero después de un tiempo lo mirás y te encontrás con un rezongón que se tira pedos o que te reclama alguna pavada que se le ocurre en el momento. Y, sin embargo, con mi discurso ya mentalizado y en un intento de autoconvencimiento no dejaba de acordarme de esa carta que tanto escribía en mi cabeza, pero que nunca le enviaba.
Esa que depende el día cambiaba el significado. A veces hablaba de que lo extrañaba, que lo quería y que como dice la canción: planeaba con él una vida cargada de sueños. Otras veces, con el autoestima bien alta, le aclaraba cuánto lo detestaba y lo bien que ahora mi vida marchaba. Y así mi carta mental cambiaba día a día pero nunca llegaba a destino, porque sentía que si la enviaba se iría con ella el poco orgullo que me quedaba.
Por eso, sólo me quedaba dejar que corra el tiempo y que con él se vayan algunos recuerdos, y mientras tanto disfrutar de buenas fiestas, con hombres bellos y mucha cerveza.

María del Pilar.
No debí hacerlo. Ya lo sé. Fue un impulso de cuarentona desesperada. Un arrebato adolescente, pero con 30 años de retraso. No tengo justificación ni aval de ningún tipo, pero las rosas estaban preciosas, las margaritas regadas en su justo punto, las caléndulas florecidas y los pinos recortados al mejor estilo Joven Manos de Tijera. Todo era perfecto en mi jardín, la envidia de las chicas del country, y eso se lo debía a una sola persona.
“Estimado Rogelio”: así arranqué la cursilería más grande de la historia, que siguió con una catarata de halagos hacia el buen mantenimiento de mis plantas y mis flores. Fueron cinco renglones alabando su gran trabajo, hasta que la tentación me llevó a decir cosas del estilo: “esos músculos me invitan a mirarlos”, “la transpiración lo hace aún más seductor”, “el overol de jeans le queda perfecto”.
Sin reparos ni tapujos puse mi firma al final. Tomé dos whiskies con hielo y junté coraje. Caminé como pude hasta el portón de servicio y cuando iba a depositar lo que sería mi ruina como mujer respetable, tropecé con la tijera de podar y caí al piso. Creo que me golpeé la cabeza, la verdad no lo recuerdo. Pero cuando abrí mis ojos estaba tirada de espaldas sobre las hortensias lilas, apretando el papelito…
El papelito que rompí en mil pedazos y que jamás llegó a destino.

María Albertina.
Maldito sea el año, el punto, el día, la estación, el lugar, el mes, la hora y el país, en el cual tu mirada encadenó mi alma; empezaba, tergiversando a Petrarca. Más que carta era un laberinto de palabras donde mis ideas practicaban el intento inútil de odiarte.
Y no había nada, ni una sola mención al momento en que tu cobardía me arruinó la vida. No era necesario, creí, que supieras que lo que me avisó fue el gesto que vislumbré por el espejo, cuando tu brazo, estirado a mis espaldas, entorpeció el esfuerzo de tus dedos flojos que luchaban por llegar hasta mi hombro.
Reconozco que no fue fácil deducir que miedos te hicieron retroceder. Sin resultado, practiqué telepatía con tu nuca. Pero igual mi resignación tuvo que nacer de la nada. De esa madrugada caótica donde el miedo pudo más y yo intuí el final de mis esperanzas, sabiendo que iba a extrañarlas porque me gustaba sentirlas, tan parecidas a algodones de azúcar, suaves, efímeras, y sin embargo palpables.
En esa carta, que todavía conservo, te contaba de mi esfuerzo denodado por hacerte llegar una pizca de ansias, locura o soledad, que por primera vez me pesaban. Te reclamaba un grito, una explicación que posiblemente nunca existió. Pero te juro que a pesar de todo, no mencioné el momento en que te vi flaquear. Tanto sabía que odiabas sacarte la armadura.

María Guadalupe.
En la caja del fondo del ropero todavía estaba la carpeta con mi colección de papeles de cartas. Anoche, cuando me puse a buscarla casi convencida de que alguna tarde de limpieza profunda la había tirado a la basura, me llevé la sorpresa de encontrarla. Cientos de papelitos de colores: con brillitos, a veces con renglones, mis preferidos con perfumes.
Anoche, mientras lavaba los platos, y en esas cadenas de ideas que absurdamente anudan los impuestos que se vencen al otro día con algún recuerdo ingenuo de la infancia, pensé en Lucila. Y en todos esos años en que nos carteamos después de que la Textil cerró y su familia se fue vivir a un pueblo sin nombre, con mucho viento.
Anoche, de esa caja tomé un papel verdoso, con racimos de uvas y hojas secas, que olía a tierra húmeda y me puse a escribir. La letra me salió manuscrita, redonda como nunca, con firuletes graciosos en las mayúsculas. Las oraciones parecían brotar de entre mis dedos.
Hoy a la mañana sentí un gusto amargo en la boca. A vino tal vez. Porque la carta nunca existió, nunca la envié, quedó en el sueño y en la cobardía. A Lucila le estoy escribiendo ahora para contarle la anécdota. En su bandeja de entrada en un rato encontrará un mail.

María Carolina.
Era la tercera mañana del mes en la que me quedaba dormida. La noche anterior me había quedado hasta tarde practicando el arte de la palabra escrita, luego de una de esas explosiones de carácter que solía tener Damián, mi novio en ese tiempo.
Su inseguridad personal daba lugar a celos absurdos y volvía imposible el diálogo. Los 17 años que llevaba a cuestas los volqué en ese papel, tratando de hacerlo razonar. Siempre he sido frontal, pero a veces siento la inevitable necesidad de decir ciertas cosas por escrito.
No tuve necesidad de golpear la puerta cuando llegué a su casa: me lo encontré antes, afuera, junto a Marina, su anterior novia. Esa mañana, mis pupilas los retuvieron riéndose, tomándose de la mano con ternura. Como ignorando al mundo: un estado anímico opuesto al del Damián que había visto por última vez.
Ensayó explicaciones apenas me vio, pero no quise saber si sus celos eran un telón para tapar este engaño. Mi corazón entendió que Marina hacía ya un tiempo que había vuelto a su vida o que, quizás, nunca se había ido. En una muestra de adolescente madura, evité el escándalo. “Venía a traerte esto”, recuerdo que le dije al destrozar el papel, “pero ahora no me interesa que lo leas”.
Una a una, anoté en mi memoria cada palabra del rosario de puteadas que mi cabeza empezaba a armarle: ese que le rezaría apenas intentara otra explicación. Y me fui sin una lágrima, pensando en jamás confiar en ningún celoso fabulador dispuesto a joderme la vida
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domingo, 14 de marzo de 2010

La madre que me parió

María Guadalupe
No quiero hablar de ella. Porque no. Y bueno, cada uno hace lo que puede. Ves, esa es una frase de mi madre. Es inevitable: aunque haga el esfuerzo de ni siquiera nombrarla está en todos lados. Es como este lunar que tengo en la pera y que siempre me mira desde el espejo.
No quiero, preguntame otra cosa. Es que ya se me hace este nudito acá en la garganta. Qué como es ella. Y qué se yo, así de simple como parece. No oculta nada. Esa debe ser su peor desgracia.
Mamá tiene los cachetes siempre brillosos porque la piel tira de gorda y cuando se ríe se le hacen los pocitos. Siempre tuvo el pelo corto, como una directora de escuela, bueno algún día quizás lo sea porque es maestra. Chapada a la antigua, qué te voy a decir. Polleras bajo la rodilla, tres vírgenes colgándole del cuello y la Biblia en la mesita de luz.
Eso. Sí eso no más. No quiero hablar más. Qué querés que te diga. Más buena que el agua. Una santa para los vecinos. Una tipa que pone la moral como si fueran los platos sobre la mesa. O habla de los diez mandamientos como si los llevara en la cartera. No es de las que dicen te quiero, pero te despierta con un mate: casi lo mismo. Eso. Nadie se atrevería a decir algo feo de ella. Sacrilegio.
Y porqué me mirás así. Crees que yo tengo algo feo para decir. No.
Bueno sí.
Sabes que sí...
Yo no quisiera ser como ella: tan buena, tan educada, tan correcta, con dios siempre tan en la punta de la lengua. Porque después la vida te escupe en la cara y mi hermana hubiera necesitado que alguien le explique lo que era un forro para no quedar embarazada a los 16 años.
¡Cristo! ¡Basta! No quiero ni siquiera decir esto. Si no fueras mi psicóloga, me dejaría crucificar antes de que mi madre sepa que hablo así de ella.

María Carolina

Mamá es una mina buena. Laburadora, abnegada, la mujer con el clásico pensamiento de que todas encontraremos al marido ideal. Siempre soñó con que sus tres hijas se casen y le den nietos así ella, una vez jubilada, podría disfrutar gustosa de hacer todo lo que no hizo con nosotras. Sólo que, además de mis hermanas, nací yo. Y ahí sus planes de abuela orgullosa quedaron en ascuas.
Cada vez que pueden, sus amigas me largan un “sos tan parecida a Celia” que me deja pensando qué intención esconderá. Empiezo a convencerme que la comparación sólo intenta remarcar en mí algunas pautas, como deseando encorsetarme mediante un hilado fino, cada vez que tomo alguna decisión que me aleja de los cánones familiares.
No pasa un día sin que mamá me hable sobre algún ex novio o la posibilidad de un “candidato” nuevo. Yo, la única impar en un mundo que parece diseñado para dos, sólo la escucho. De vez en cuando, mi mirada le tira algún mensaje en código. Hasta que achico los ojos, casi sin verla, y arqueo las cejas: la señal para que se calle.
Mamá me ama. Pero no entiende como, si toda mi franja etaria tiene planes de a dos, yo no puedo llamar a alguno que me dejó por otra, ni pienso en acercarme a mi nuevo vecino que juega a la play los lunes hasta las 3 de la mañana. Menos aún, salir al boliche de moda en los que sólo rondan hombres que, a esta altura, casi podrían ser sus nietos.


María Julia

Sentí de golpe, varias miradas en mi nuca. Pero no quise mirar, ya lo sabía; seguramente todos alrededor estarían mirándonos a mí y a mi mamá. Siempre pasaba y a veces hasta parecía que lo hacía adrede, cada vez que estábamos en algún lugar público ella agregaba en su vocabulario todas esas palabras que las madres prohíben a sus hijos repetir. Obviamente éstas no iban sueltas, sino que acompañaban a todo un discurso de la mala situación en la que vive el país, de los gobernantes y de las últimas noticias que aparecían en los medios.
Mientras tanto, yo intentaba ocultarme: esta vez me pareció que la solución era soltarme el pelo, agachar la cabeza y morder la cadenita con mi inicial.
Pero la historia siempre se repetía con distinto final; por que así es ella, desinhibida como ninguna, segura de que cuando habla sólo dice lo que todos piensan. Y así es mi relación con ella: una pelea constante por no ser esa hija que quiere casarse y hacerla abuela, por ser (según ella) muy intolerante con los novios que he tenido, por creerme que las mujeres podemos vivir sin tener cerca a un hombre. “Mirá qué hubiera sido de mí sin tu padre”, me dice siempre mientras me mira con dulzura y un poco de resignación.
Así somos, miramos el mundo con distintos ojos y pensamos que en nada nos parecemos, pero cuando las disputas terminan nos miramos nosotras, ahí comprendemos lo que es el verdadero amor.


María del Pilar

Nuestra relación, que no era de las mejores, siempre estuvo marcada por los aromas.
Ella cuenta que cuando estaba embarazada salía a caminar a la tardecita, le gustaba el olor de la tierra húmeda y el viento que se escapaba entre las hojas de la alameda.
El día que nací llovía muchísimo, y por la ventana del sanatorio entraba ese aroma tan particular que nos identifica hasta ahora. La tierra mojada significa el inicio de la vida….
Para mis 15 años me regaló cien calas de colores. Yo desperté y estaban desparramadas por todo el dormitorio. Después las dejamos secar, las pisamos e hicimos esencias para la casa. Las flores son la felicidad….
Cuando le conté sobre mi primera vez preparó café molido. Nos sentamos en la hamaca del patio y mientras mi voz entrecortada narraba lo que había pasado con ese chico, ella tomaba el café e inspiraba profundo, sin poder creer que su nena había crecido. El café es la maduración….
Y si a alguien le debo mi amor por Gucci es a ella. Nunca me dejaba salir de casa sin las dos gotitas obligatorias del mejor perfume que se pudo inventar. Teníamos uno en cada armario, uno dentro de la guantera del auto y uno escondido de repuesto. Era pecado quedarnos sin nuestra botellita de 50cc.
Eso es el buen gusto, lo que nunca nos faltó ni a mamá ni a mí.


María Albertina

Una quimera, o un árbol enano. Así me sentí siempre. La dueña, en carne y pelos, de un cuerpo que seguro fue impostado, porque sino quién me explica el tiempo y la fuerza de voluntad que precisé para conocerlo, adaptarlo, manipularlo. Igualita a tu mamá, decían esos que opinan aunque nadie les pregunte.
Cuando me daba cuenta quería gritar, romper el espejo, razonar que no. Yo era una mujer de fin de siglo, tozuda y desfachatada, el pichón de mochilera que, con los años, asombraría a la familia; mientras que mi madre era la administradora de lo nimio, abocada a lo irrelevante, sin posibilidad de opinar, con miedo a enfrentar a esas hijas tan diferentes.
Durante mucho tiempo, la sentí ajena. Renegué de su burbuja protectora y me fui, atormentada por el impulso adolescente de querer cambiar el mundo. Saboreé una libertad amarga, que a decir verdad siempre había tenido, y entonces comprendí. Fue cuando lo cotidiano se volvió una carga, una burla ante la que me sentí impotente. En mi deferencia, no deje que mi madre me enseñara a lidiar con esos embrollos diarios que complican los sueños que algún día supimos conseguir.
Así que volví, dispuesta a escucharla. Ella entendió y, sin preguntar, comenzó a explicarme los cómo y el porqué de las rutinas obligadas.
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viernes, 5 de marzo de 2010

Mi ex

María Carolina
Cuando una relación no da para más, creo que hay poner el cartelito de “the end” con letras de molde y redirigir la mirada hacia otro ángulo de la vida. Siempre lo dije y lo creí una opción inteligente. Pero con Gonzalo me dolió.
Gonza era un dulce. Cuando tenía ganas, si; pero lo era. Tampoco se puede ser un dulce las 24 horas de los 30 días del mes. No lo justifico, pero soy conciente de que el hombre perfecto no existe.
Mis hermanas lo consideraban el tipo ideal para mí. Yo, que amaba a Gonza, no me cansaba de explicarles que las relaciones son muy complejas y no se trata de combinaciones exactas de piezas. No era como jugar a los rastis o al dominó.
Durante los cinco años que duró nuestra relación, tuvimos un noviazgo sin peleas existenciales, con proyectos reales que se iban modificando según la coyuntura, y con una enorme pasión puesta en todas las cosas que hacíamos juntos. Si, si: en todas.
Así y todo, llegó un momento en que lo nuestro se fue por la borda. No viene a cuento el porqué, pero fueron varios meses que naufragamos, a los tumbos, como Tom Hanks en la balsa de madera. Sin rumbo seguro, como quien va a algún lado, pero sin conocer el puerto al que arribará. En medio de esa incertidumbre de no saber qué necesitábamos, me dejó.
Y ahí, con un telón negro de fondo y letras enormes color cielo, lo vi alejarse por un camino diferente al mío.

María del Pilar

Si en una clase escolar, la profesora pediría la línea histórica de mis últimos 15 años de vida, se vería una perfecta curva deprimente. Depresiva. Horrorosa. La línea se desdibuja para dar paso al declive, y a la lucha intensa por volver a una vida normal, recta.
Hay alguien que, cual arquitecto ideal, se empecinó en diseñar mi ruina. Construyó cada uno de mis odios, instaló la bronca en todas mis arterias, e hizo de mí una mujer resentida.
El día que tiré sus inmundas ropas por la ventana sentí la plenitud en la piel. Misión cumplida. Con vos, nunca más. No voy a negar que fue una decisión difícil, de esas que te comen la cabeza muchos años, hasta que tu propia dignidad te empuja a hacerlo. Te dejan de importar las apariencias, los comentarios en voz baja de los vecinos, dejás de forzar una familia perfecta que nunca existió.
Recuerdo que se fue sin chistar, creo que ni siquiera se despidió de su hija. Un auto rojo lo estaba esperando afuera del country, y nunca más lo trajo de regreso. Después vinieron las audiencias conciliatorias, la división de bienes, el psicólogo para Huerto y la frustración de darte cuenta que por 15 años fuiste el trapo de piso de un tipo que nunca alcanzaste a conocer.

María Albertina

Acaso es sólo el referente de las historias que se mezclan en mi retina, en mi memoria vaqueteada por tanta telenovela basura narrando finales imposibles que quisiera fueran míos. Mi ex es siempre el mismo. De todos los que asomaron la nariz, es el único referente de amor inapropiado. Inapropiado para mi, inconveniente para él. Y el cariño en otra historia.
Aburrida de evocarlo en cada tarde somnolienta, fastidiada de revivirlo en las frases sueltas de algún libro tapa blanda de autores postergados, supe que si no lo olvidé fue porque no quise enterrarlo. Nunca lo odié, ni lo extrañé. No se me ocurrió pasar por las etapas de duelo que ordena la psicología, categorías que se burlan del dolor de uno fundiéndolo con el de otros miles de ineptos que no saben como seguir después que le martillaron el futuro.
Con el tiempo entendí que, mi ex, era ese muñón de pasiones atrofiadas que me recuerdan que sólo porque yo te quiera vos no tenés que quererme. El impulso por el cual renuncié a los ideales que venía forjando desde que asumí mi rol de oveja verde en el prolífico rebaño familiar. Mi vulnerabilidad hecha persona. Inapropiado para mí. El príncipe de mi cuento maravilloso, blandiendo la espada cada vez que se me antojaba apremiarlo. Inconveniente para él.
Yo me negaba a ser, ante todo, sumisa. Él no podía llevar peso extra en su camino al éxito, en su afán de estabilidad, en su sueño de burguesía ostentosa con casa de tejas y living de terciopelo. Así que un día no llamó, y yo nunca le reclamé.

María Julia

Iba caminando por centro, mirando tiendas y algunos hombres que todavía lucen un bronceado perfecto, cuando el reflejo de unas de las vidrieras me muestra la terrible noticia. Mi ex, con su nueva novia, se acercaban hacia el negocio en el que yo estaba; mis ganas de correr sólo terminaron en hacerme la distraída, darme media vuelta y tras un par de peripecias marchar hacia la otra punta de la peatonal.
Mientras recuperaba mi andar tranquilo, pensé en que la mayoría de las mujeres tenemos una especie de trauma con los ex; no queremos verlos, ni saber de ellos; mucho menos conocer a la nueva novia. Y aunque debo reconocer que pasé por estas etapas con mis otras relaciones, con el último este sentimiento es multiplicado por 5.
Aún no se si es por sus interminables arranques de celos que lo hacían el hombre más insoportable del mundo, o por su retrogrado machismo que me hizo llevar con él una interminable lucha de poder entre géneros. No lo sé, lo único que puedo decir con certeza es que desde que nuestra relación termino, nunca más quise saber de él. Las consecuencias fueron meses de soportar miles de preguntas por parte de mis tías, que lo adulaban por ser lindo.
En fin, aunque intente analizarlo no termino de entender lo que genera la mala relación con los ex, por lo que decidí retomar mi hábito de mirar vidrieras y algunos lindos chicos, mientras me repetía para mis adentros: -Pobre de la chica que ahora lo tiene como novio, o es muy buena o muy boluda!

María Guadalupe

Me sentí una tonta. Poco experimentada, desencajada, vacía. Tan breve en mi condición de mujer. Ellas amontonaban historias, alguna gritaba cuando recordaba una extravagancia o hablaba bajito para que no escandalizara lo que estaba contando que de por sí, era de no creer. Y yo, como una estúpida, calladita la boca.
Es que no tengo ex, porque soy mujer de un sólo hombre. Lo que no era un problema hasta la cena de amigas del sábado y cruz diablo por lo que voy a decir, pero ahora me remuerde la conciencia esta incertidumbre. Sí, esta sensación espantosa de no tener referentes como las otras.
Ellas dicen: porque tal en la cama era un león, y aquel la tenía así de chiquita, y fulanito me trataba como una princesa y mejor ni las hablo de ése porque era lamentable.
Entonces yo ahora miro al santo de mi marido con el mismo amor de siempre pero me pregunto con un dolor de estómago terrible si él – que también es hombre de una sola mujer – no se hará las mismas infelices preguntas.
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