domingo, 21 de marzo de 2010

Esa carta que nunca envié

María Julia.
Ahí estaba, con camisa a cuadros y un pantalón cargo, riendo a carcajadas porque sabe que su risa es casi perfecta; seguro de su belleza caminaba con la confianza con la que se pasea un León en medio de su manada. Yo me hacía la indiferente, pero de vez en cuando pegaba una mirada fugaz hacia el hombre que me enloquecía. Recordando el perfume que le dejaba la espuma de afeitar, o los tantos besos que me robaba cuando estaba enojada.
Pese a eso me repetía que sin él, mi vida era mejor; que en el primer año todo parece perfecto pero después de un tiempo lo mirás y te encontrás con un rezongón que se tira pedos o que te reclama alguna pavada que se le ocurre en el momento. Y, sin embargo, con mi discurso ya mentalizado y en un intento de autoconvencimiento no dejaba de acordarme de esa carta que tanto escribía en mi cabeza, pero que nunca le enviaba.
Esa que depende el día cambiaba el significado. A veces hablaba de que lo extrañaba, que lo quería y que como dice la canción: planeaba con él una vida cargada de sueños. Otras veces, con el autoestima bien alta, le aclaraba cuánto lo detestaba y lo bien que ahora mi vida marchaba. Y así mi carta mental cambiaba día a día pero nunca llegaba a destino, porque sentía que si la enviaba se iría con ella el poco orgullo que me quedaba.
Por eso, sólo me quedaba dejar que corra el tiempo y que con él se vayan algunos recuerdos, y mientras tanto disfrutar de buenas fiestas, con hombres bellos y mucha cerveza.

María del Pilar.
No debí hacerlo. Ya lo sé. Fue un impulso de cuarentona desesperada. Un arrebato adolescente, pero con 30 años de retraso. No tengo justificación ni aval de ningún tipo, pero las rosas estaban preciosas, las margaritas regadas en su justo punto, las caléndulas florecidas y los pinos recortados al mejor estilo Joven Manos de Tijera. Todo era perfecto en mi jardín, la envidia de las chicas del country, y eso se lo debía a una sola persona.
“Estimado Rogelio”: así arranqué la cursilería más grande de la historia, que siguió con una catarata de halagos hacia el buen mantenimiento de mis plantas y mis flores. Fueron cinco renglones alabando su gran trabajo, hasta que la tentación me llevó a decir cosas del estilo: “esos músculos me invitan a mirarlos”, “la transpiración lo hace aún más seductor”, “el overol de jeans le queda perfecto”.
Sin reparos ni tapujos puse mi firma al final. Tomé dos whiskies con hielo y junté coraje. Caminé como pude hasta el portón de servicio y cuando iba a depositar lo que sería mi ruina como mujer respetable, tropecé con la tijera de podar y caí al piso. Creo que me golpeé la cabeza, la verdad no lo recuerdo. Pero cuando abrí mis ojos estaba tirada de espaldas sobre las hortensias lilas, apretando el papelito…
El papelito que rompí en mil pedazos y que jamás llegó a destino.

María Albertina.
Maldito sea el año, el punto, el día, la estación, el lugar, el mes, la hora y el país, en el cual tu mirada encadenó mi alma; empezaba, tergiversando a Petrarca. Más que carta era un laberinto de palabras donde mis ideas practicaban el intento inútil de odiarte.
Y no había nada, ni una sola mención al momento en que tu cobardía me arruinó la vida. No era necesario, creí, que supieras que lo que me avisó fue el gesto que vislumbré por el espejo, cuando tu brazo, estirado a mis espaldas, entorpeció el esfuerzo de tus dedos flojos que luchaban por llegar hasta mi hombro.
Reconozco que no fue fácil deducir que miedos te hicieron retroceder. Sin resultado, practiqué telepatía con tu nuca. Pero igual mi resignación tuvo que nacer de la nada. De esa madrugada caótica donde el miedo pudo más y yo intuí el final de mis esperanzas, sabiendo que iba a extrañarlas porque me gustaba sentirlas, tan parecidas a algodones de azúcar, suaves, efímeras, y sin embargo palpables.
En esa carta, que todavía conservo, te contaba de mi esfuerzo denodado por hacerte llegar una pizca de ansias, locura o soledad, que por primera vez me pesaban. Te reclamaba un grito, una explicación que posiblemente nunca existió. Pero te juro que a pesar de todo, no mencioné el momento en que te vi flaquear. Tanto sabía que odiabas sacarte la armadura.

María Guadalupe.
En la caja del fondo del ropero todavía estaba la carpeta con mi colección de papeles de cartas. Anoche, cuando me puse a buscarla casi convencida de que alguna tarde de limpieza profunda la había tirado a la basura, me llevé la sorpresa de encontrarla. Cientos de papelitos de colores: con brillitos, a veces con renglones, mis preferidos con perfumes.
Anoche, mientras lavaba los platos, y en esas cadenas de ideas que absurdamente anudan los impuestos que se vencen al otro día con algún recuerdo ingenuo de la infancia, pensé en Lucila. Y en todos esos años en que nos carteamos después de que la Textil cerró y su familia se fue vivir a un pueblo sin nombre, con mucho viento.
Anoche, de esa caja tomé un papel verdoso, con racimos de uvas y hojas secas, que olía a tierra húmeda y me puse a escribir. La letra me salió manuscrita, redonda como nunca, con firuletes graciosos en las mayúsculas. Las oraciones parecían brotar de entre mis dedos.
Hoy a la mañana sentí un gusto amargo en la boca. A vino tal vez. Porque la carta nunca existió, nunca la envié, quedó en el sueño y en la cobardía. A Lucila le estoy escribiendo ahora para contarle la anécdota. En su bandeja de entrada en un rato encontrará un mail.

María Carolina.
Era la tercera mañana del mes en la que me quedaba dormida. La noche anterior me había quedado hasta tarde practicando el arte de la palabra escrita, luego de una de esas explosiones de carácter que solía tener Damián, mi novio en ese tiempo.
Su inseguridad personal daba lugar a celos absurdos y volvía imposible el diálogo. Los 17 años que llevaba a cuestas los volqué en ese papel, tratando de hacerlo razonar. Siempre he sido frontal, pero a veces siento la inevitable necesidad de decir ciertas cosas por escrito.
No tuve necesidad de golpear la puerta cuando llegué a su casa: me lo encontré antes, afuera, junto a Marina, su anterior novia. Esa mañana, mis pupilas los retuvieron riéndose, tomándose de la mano con ternura. Como ignorando al mundo: un estado anímico opuesto al del Damián que había visto por última vez.
Ensayó explicaciones apenas me vio, pero no quise saber si sus celos eran un telón para tapar este engaño. Mi corazón entendió que Marina hacía ya un tiempo que había vuelto a su vida o que, quizás, nunca se había ido. En una muestra de adolescente madura, evité el escándalo. “Venía a traerte esto”, recuerdo que le dije al destrozar el papel, “pero ahora no me interesa que lo leas”.
Una a una, anoté en mi memoria cada palabra del rosario de puteadas que mi cabeza empezaba a armarle: ese que le rezaría apenas intentara otra explicación. Y me fui sin una lágrima, pensando en jamás confiar en ningún celoso fabulador dispuesto a joderme la vida

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ay Marías, después de leerlas me dieron ganas de escribir una carta... y de enviarla!

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