domingo, 25 de abril de 2010

Un padrenuestro y a dormir. Amén


María Guadalupe
Padre nuestro, que estás en el cielo...me olvidé de pagar el teléfono... santificado sea tu Nombre... y maldito este conjuntito de ropa interior, ay mirá que gastado está este encaje, cómo no me había dado cuenta...venga a nosotros tu reino... mejor apago el velador y juro que mañana tiro este corpiño... hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo... menos en la cama donde hago lo que se me canta.
Danos hoy nuestro pan de cada día... pobre Alicia ella sola en su casa, abandonada, despechada, cornuda y yo tan cerquita de mi marido y este calzón estirado, pobre él conmigo...perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.... sí, tengo que perdonar, tengo que perdonar, tengo que perdonar o en cualquier momento voy a tirarle la primera piedra a esa desgraciada que hoy me trató de hereje.
No nos dejes caer en la tentación... el aborto legal salva vidas y esta estúpida pretende que en las villas las mujeres se cuiden con el método Billings... y líbranos del mal... de la gente ignorante y de estos calzones por favor.
Amén.
- ¿Qué?
- Nada mi amor, dije amén en voz alta, estaba rezando el padrenuestro de todas las noches.
- ¿Todo este rato para el padrenuestro? Creí que ibas por el Misterio. A ver... ¿qué eso? ¿Porqué no tirás al diablo ese corpiño?

 
María Julia
Padre nuestro que estás en lo cielos…. Mmmm… ¿Cómo seguía? No hay caso, el ser hija de ateos es como una condición que me marca y borra toda huella que haya intentado dejar la religión. Hasta esa, que mi tío con tanto ahínco intentaba dejar todas las noches de verano que pasaba en su casa.
“Padre nuestro que estás en el cielo” decía arrodillado al lado de la cama, que por unos días pasaba a ser mía, y junto con mis primas repetíamos como si fuera la tabla del 8. Después venía el ángel de la guarda y otras oraciones más que pasaron por mí, sin dejar ningún rastro.
-Ahora si van a dormir bien, porque las cuida Dios y el Ángel de la guarda -nos remachaba como antídoto para las posibles pesadillas. Yo me sentía un poco más aliviada; pero en el fondo sospechaba que nada tenía que ver Dios con los sueños que me provocaban las películas, que para mis 10 años eran de terror.
Pasaron los años, y el padre nuestro antes de ir a dormir, paso a ser una anécdota graciosa que recordamos con mis primas en las navidades. Y hoy con casi 30 años en la única ocasión en la que intento recordar cómo sigue la oración, es cuando entro a la iglesia porque mis amigas empiezan a casarse.
“Padre nuestro que estás en el cielo”… Mmm… Justo adelante me vine a poner. ¡Se va a ver en el video de bodas que no me sé la oración!


María Albertina
A pura fuerza de voluntad, llegaba a entredormirme. Pero era tal el miedo que, al final, cedía. Y rezaba. Un padre nuestro, tres avemarías. Lo indispensable para el lavado de conciencia antes de caer en el sueño profundo.
No me dieron chance en ningún sacramento. Me criaron bajo estrictas normas cristianas. Todavía conservo la imagen de San Bautista que me hicieron pintar en jardín. También el rosario de pétalos de rosas -por "el compromiso asumido con el Grupo Ecológico de la Institución"- que me dieron en 5º año.
Así que no es tan difícil entender porqué me costó renunciar. Fue una batalla campal entre mi corazón y mi educación. Ángel y diablito, todo el tiempo, sobre mis hombros.
Al final, la decisión estaba tomada, pero igual, cuando tenía que cumplir en las misas obligatorias de la Escuela, tiritaba, sumida por el miedo a lo esotérico, a lo inexplicable, por la sensación de desamparo que me generaba recitar, al impulso de mi mano sobre el pecho, "Confieso ante Dios todopoderoso, y ante vosotros hermanos, que he pecado en pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa".
¿Era yo, otra María Magdalena? No por puta, claro. Sino por mi enfermiza necesidad de dudar, de corroborar el dato, de creer en la ciencia. Nadie nunca me había explicado, hasta ahí, que la base de la filosofía y el conocimiento era la pregunta. Y yo, me horrorizaba de todas las que era capaz de crear mi cabeza adolescente.
Por eso, al momento de acostarme, eligiendo mis ideas, me obligaba a dormir sin rezar. Pero al final, era tal el miedo y estaba tan arraigado el hábito, que me escuchaba recitar, un padre nuestro, tres avemarías. Apenas lo indispensable para asegurarme un lugar en el cielo.

 
María Carolina
María Cecilia siempre fue una devota creyente. Todas las noches, antes de dormir, nos obligaba sutilmente a rezar el padrenuestro. Cada una de las tres se ponía de rodillas junto a la cama (al mejor estilo “escena de estampita”) y, desde allí, ella coordinaba el inicio de la oración. Debo decir que las dos menores nos volvimos bastante reacias al tema cuando fuimos creciendo, pero Mariaceci nunca abandonó su fe.
Recuerdo una noche en la etapa previa a mi adolescencia. Habré tenido unos 11 años, mi hermana mayor intentaba poner orden en la habitación y las menores nos resistíamos a dejar de pelear con las almohadas. En un abrupto rapto de nerviosismo por lograr el mando del grupo, Mariaceci empezó a hilvanar las primeras palabras de su oración nocturna. En el medio de almohadas que volaban pude escuchar lo que su inspiración y su enojo le dictaron: “hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo… y que ninguna de las dos consiga novio si no me hacen caso ahora mismo”.
Su frase fue suficiente para que mi hermana del medio abandonase al instante la batalla que manteníamos. Yo, entre estupefacta y apenas entendiendo el alcance de sus palabras, sólo la miré boquiabierta.
Algunas décadas después me pregunto si su fe tuvo algo que ver con mi vida amorosa


María del Pilar
Nuestro padre. Padre nuestro. Tu padre mejor dicho. Este mes aún no depositó el dinero para nuestra subsistencia.
Bendito sea el día 10, cuando ya dispongamos de la miseria de cuota que nos corresponde. Nos merecemos más, ya lo sé. Pero por el momento, tendremos que conformarnos con esto.
Gracias al cielo tenemos un lindo plástico dorado que nunca nos defrauda. Aleluya por eso y por las cuentas corrientes sin fin. Gracias también al coiffeur que nos hace dos cortes al precio de uno, y a la manicure que no nos cobra el limado de las uñas de los pies.
Debemos pedir perdón por los días en que no nos maquillamos. Y confesar con hondo pesar que a veces usamos pantuflas. Pero son detalles, hija mía. El mundo entiende que no se puede vivir sobre taco aguja todo el día.
Hosanna a los perfumes importados y a todo aquello que contenga seda inglesa en su textura.
Aleluya por el whisky escocés y los bocaditos de salmón. Que nunca falten en nuestra mesa. Y que nuestro paladar no nos permita probar alimentos excesivamente calóricos, sería un pecado capital.
Ahora, que nos sacamos las cremas y ya tenemos colocado el antifaz, podemos descansar en paz. Mañana será otro día. Mañana ya es 10.
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domingo, 18 de abril de 2010

Circo laboral


María del Pilar
Lo que menos extraño de mi corta vida laboral es su presencia. Realmente ella incidió en mi decisión de casarme joven y abandonar enseguida el hábito del yugo. Nunca la quise. Y nunca me esforcé en tratarla bien.
La muy perra pasaba con la bandeja de café, a todos les preguntaba si querían algo para tomar y a mí, en los 6 años que compartimos las cuatro paredes, jamás, pero jamás, me trajo un miserable saquito de mate cocido. Tampoco le hubiese pedido: seguro tenía veneno en el remo de la infusión.
Era horrible verla caminar. Tenía todo caído. Y estaba totalmente peleada con el peine. Lo peor es que se convencía de que ese flequillo mitad punk mitad Carlitos Balá le quedaba glamoroso. Pobre Esther. Lunes, miércoles y viernes, días de collar rojo con perlas blancas compradas con el vuelto del pan. Martes y jueves alternaba joyas plásticas de pésimo gusto. Siempre el mismo pantalón. Siempre la misma camisa: sudada, obvio.
Éramos el agua y el aceite, por eso cuando nos mirábamos salían misiles disparados desde nuestros ojos. Yo no podía entender cómo Esther a los 30 era virgen. Y a ella no le cabía en su razonamiento que mis historias con el sexo opuesto sean diferentes cada semana.
Creo que la gota que rebalsó el vaso fue el día que Miguel me invitó a salir. Se le notaba a ella que moría de amor por el contador. De haber sabido lo que el futuro me deparaba al lado de ese tipo, esa tarde rechazaba la invitación y se lo dejaba con moño y todo a mi peor enemiga laboral.


María Guadalupe
Majo está sentada detrás de su escritorio, con las piernas cruzadas. Se le ven los tobillos desnudos, impúdicos, que quedan al desamparo de la pollera negra. Los zapatos parecen los que usan las enfermeras: esos con suelas de gomas, ultra-livianos y super-cómodos.
Taconea para que me de cuenta que la estoy mirando. Entonces trato de no perder el equilibro, parada en punta de pie sobre una silla, empujando Nuevos Testamentos en un rincón de la vitrina. No sonríe, sacude la cabeza y se acomoda los anteojos para concentrarse de nuevo en la calculadora. Las ventas vienen mal, así que la cara de católica en abstinencia no le va a cambiar.
Compartimos juntas todas las mañanas en la librería de la Iglesia. Yo empecé haciendo una pasantía del Colegio Adoratrices y me quedé a trabajar. Ella lleva casi 30 años entre esas escrituras. Se le nota cuando habla.
Alguien nos contó el otro día que la hija de Mariquita está embarazada, 16 años tiene la nena. Majo dijo: “Y bueno... Cada árbol se conoce por su fruto. Lucas 6: 43”.
Ayer vino un señor apurado y quiso que yo lo atienda sin respetar a la gente que estaba antes. Ella sentenció: “Si alguien quiere ser el primero, deberá ser el ultimo de todos...Marcos 9: 35”.
Ni les digo cuando entra un nene a pedir. Les dice que se metan a la Iglesia y que se pongan a rezar: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que salga de los labios de dios.
Mateo 4: 4“. A mí me da tanta vergüenza que trato de meter la cabeza en cualquier lugar que quede fuera de la vista.
A esta altura ya armé su listado de sus frases célebres. Y descubrí que sólo una me divierte escuchar:
- Dios mío, dios mío, ¿Por qué me has abandonado? - dice Majo cuando se enoja mucho con la vida.
- Lucas 23: 46 - le contesto, casi disfrutándolo, casi sintiéndome una buena aprendiz.


María Julia
Otra vez, otra vez lunes, otra semana más en la que debo soportar a mis compañeras de trabajo. Ellas no lo saben, pero las detesto; y en el día hago todos los trabajos que haya en la oficina, con tal de evitar las charlas que ellas organizan a mitad de la mañana.
Ahí estaban, ya eran pasadas las 10:00 y empezaban a prepararse para tomar un café y comenzar su parloteo. Yo me agarré los archivos de un viejo caso para escaparme, pero ellas me hacían señas de que me uniera a la charla. Y aunque ya había puesto una excusa bastante buena, esta vez no podía eludirlas.
Así que, con todo mi enojo encima, caminé los pocos pasos que me separaban de las cotorras, acerqué una silla y me senté casi en un rincón. Ellas ya habían empezado la charla, hoy el tema era: el tiempo que me lleva limpiar mi casa.
La más grande de mis compañeras, una cuarentona vestida como adolescente con los labios rojos, en composé con las uñas de las manos y de los pies, se mofaba de ser una excelente ama de casa después del trabajo. ¡Pobre! –pensaba yo- pensar que una mujer no tiene más aspiraciones que trabajar en un juzgado y después llegar a su casa para poner en marcha sus dotes de limpieza antes que su marido regresara.
Y eso era lo peor, en estas charlas solo había cosas banales y hasta denigrantes para una feminista como yo. Por lo que sólo me quedó acomodar la silla y mentalizarme que a, media hora de mi mañana, iba a tener que ser usada para escuchar estas pavadas.


María Albertina
A veces creo que no lo entienden. Otras, que lo hacen por malicia. Me miran, casi como si fuera una depravada. “Nadie hace esto porque le gusta. Nosotros estamos acá, porque no nos queda otra”, es el latiguillo preferido de mis compañeros de trabajo. Es inútil explicarles que mi amor por la ecología no nació ayer. Tampoco el año pasado. Ni cuando Al Gore, con bastante buen tino, decidió hacer de su investigación una película, y La verdad incómoda se puso de moda.
Siempre fui la oveja verde. El tormento de mis hermanas, atosigándolas para que elijan desodorante a bolilla y no abusen del detergente. Toda la familia respiró aliviada, cuando, a los 15, focalicé la atención en otro lado. Fue saber del proyecto y unirme a él. Me tomó dos horas convencer al responsable del área municipal para que me dejara formar parte de la comisión que tenía a cargo la creación de la planta de residuos sólidos domiciliarios.
Así que, cinco años después, mi decisión fue fácil. Tenía en claro que puerta tocar para pedir trabajo. Y sabía que allí iba a quedarme, por lo menos, hasta terminar la Licenciatura en Salud Ambiental.
No niego que el olor es atroz. Se mete por los poros y no hay jabón ni esponja exfoliante que raspe lo suficiente. A nadie puede, ni debería, gustarle revolver la basura de otros. Pero a veces, es necesario. No siempre voy a estar de clasificadora en la Planta de Residuos, pero por ahora, me permite salvar los gastos, me da tiempo para estudiar, y me lava la conciencia. Aunque mis compañeros, me consideren anormal.


María Carolina
Un perfecto tablero de ajedrez: esa es la figura de mi oficina. Cuadraditos perfectos en el cual cada pieza se va desplazando según sus intenciones y necesidades.
Al igual que en el juego, hay dos grupos: el de aquellos que sienten constantemente la imperiosa necesidad de demostrarle a nuestro jefe que son los más eficientes empleados que la empresa pudiera tener, y el de quienes simplemente trabajamos y cumplimos con nuestras obligaciones laborales sin por ello hacer gala de eso ni entregar nuestro alma al diablo. Queda claro en cual estoy.
En mi grupo, el de las piezas blancas, priman valores de respeto y franqueza ante todo. Tenemos reglas tácitas: no pisamos la cabeza de nadie, nadie se tira a chanta perjudicando al otro, somos solidarios ante todo. Por el contrario, las fichas negras apuestan todo su ser al ascenso, quede quien quede en el camino. Esa es su principal regla: no importa a quien pise, lo importante es ascender. Inescrupulosos y jodidos son las palabras que mejor los pintan.
Y así estamos: jugada tras jugada, nos comen fichas. Ayer se me acercó Celeste y, con su mejor cara de naipe, me dijo: “Sorry María, espero que no te moleste pero le di al jefe la presentación en la que estuvimos trabajando. Dejé sólo mi nombre porque con dos firmas quedaba un poco desprolijo”.
Si la golpeaba en ese momento, ¿era un caso de defensa propia?

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domingo, 11 de abril de 2010

Especial de Sábado

María Carolina
Como si hubiese perdido la noción del tiempo, la semana se pasó volando y son las 19 horas del sábado. Peleo contra mi cansancio acumulado. No tengo planes firmes: opciones hay, pero nada consistente.
“Estoy entre alquilar un DVD y tirarme en el sofá, mientras me como unos sandwichitos, o llamar a alguno de mis amigos solteros para ir a tomar algo por ahí”, le digo a María Cecilia, cuando me encara con el clásico “qué hacés esta noche” encabezando la conversación telefónica. Su intención no tiene un objetivo filántropo: quiere saber si por casualidad estoy por salir con alguien este sábado.
Como el 90% de mis amigos está en pareja (si, 9 de cada diez amigas o amigos tienen esposa/marido, concubina/o, novia/o o touch and go con quien hacer planes un sábado a la noche), excepto que haya programado con cuatro días de anticipación, sé a quienes no llamar a media tarde para hacer planes que comenzarán algunas horas después.
“Hoy no quiero música fuerte, preguntas desubicadas, adolescentes abalanzándose por alcohol al lado mío… y menos rodearme de cincuentonas en algún bar de otras características”, le digo a mi hermana. “El próximo sábado, veremos”. Intenta empezar con sus sermones, pero la interrumpo con mi comentario sobre la nueva variedad de sandwichitos que pienso armarme esta noche. Mientras, trato de pensar cuál es la comedia romántica de turno, que me serene las pocas neuronas que esta semana me dejó funcionando.


María del Pilar
Ya me depilé, me humecté la piel, investigué cada uno de mis poros con la torturadora pincita y apliqué la crema de pepinos sobre toda la cara. Tengo envuelto el pelo con una toalla empapada en savia vegetal para mejorar las raíces y las puntas. Un algodón entre cada dedo del pie para que no se manchen con el esmalte. El olor a cera inunda la casa y sobre la mesa del comedor se desparramó el estuche del make up…Todo es un caos.
Huerto salió temprano con sus amigas, por lo que estoy sola. Al fin puedo poner Perales al máximo volumen y tomarme una copa de vino en la hamaca del patio, hasta que el reloj me recuerda que se hace tarde.
Corro al vestidor, me enfrento al realista espejo y de a poco voy sacando todos los productos aplicados. Controlo que no haya rastros de ninguno de ellos. “Parece que está todo bien”.
Me visto. La ropa adecuada para los planes ideales. Suelta, que no marque los rollos, que disimule la piel naranja. Ya casi es la hora y todavía no me perfumé. Dos gotitas de Gucci es todo lo que necesito.
Estoy lista, mi lugar en el mundo me está esperando. Ahí voy con la copa de vino aún sin terminar en una mano y un cigarrillo en la otra, a concretar el plan perfecto para una noche como la de hoy: películas europeas sin subtitular.


María Julia
¡Llegó al fin! Llegó el sábado, y lo mejor era su noche.
Después de varios mensajes en una especie de cadena, que a veces se cortaba, y de algunas llamadas, la noche del sábado estaba organizada.
Es que de todas las salidas: el jueves de mujeres, el viernes de películas en el cine o en alguna casa, la noche del sábado era especial.
La organización previa, el encuentro en una casa antes de salir y hasta la decisión de qué ponerse, eran los condimentos perfectos para una gran noche. Y así fue, nos encontramos en casa pasada las 23:00 hs. para tomar algo y de ahí un taxi nos llevó al lugar elegido.
Sabía que era probable que el morocho de sonrisa perfecta estuviera ahí, pero también me entusiasmaba la idea de conocer a alguien nuevo. Y si no era así por lo menos sabía que me divertiría con alguno; porque si hay algo que conozco de los hombres, es que los sábados por la noche todos se regalan.
Así comencé la rutina de la noche del sábado. Primero dí una vuelta por el lugar para ver a lo mejor del otro género, después me acomodé en la barra con mis amigas y por último lo busqué a él. Y si, siempre terminaba haciendo lo mismo, siempre lo esperaba a él, al único morocho que me volvía loca.
Pero lo importante era estar ahí, con bebida en mano o sin ella, bien vestida o casual, con amigas o amigos. Era el momento ideal. ¿Qué más le puedo pedir a una sola noche?


María Guadalupe
Él siempre tiene peros. Que Susana es aburrida: sólo habla del trabajo; que el marido de Amalia es insoportable: quiere saber cuánto gano; que a Pato no me la banco: habla siempre de ella y dice todo el tiempo “yo” pero suena “sho” y me taladra los oídos...
Mis amigas y los novios-amantes-maridos- de mis amigas, son cosa intolerable para mi querido esposo. Aquel sábado cuando desoyó mis ruegos y volvió a organizar la tradicional cena con sus compañeritos de la secundaria, me vio todos los dientes.
Primero, como en acto reflejo, me devolvió la sonrisa, después se dio cuenta que estaba a punto de clavarle los colmillos. Y que esta vez me sobraba ponzoña.
La bronca se me atragantó en la boca. El llanto me saltó por los ojos. Al final hice un papelón y la escena infantil en la que sólo te sale decir porqué me haces esto. La arruiné enumerando defectos, errores y algunas mentiras piadosas sobre ese grupete de amigos suyo.
Le dije con la voz de pito toda entrecortada del llanto, que no era justo-no era justo-no era justo que nuestras salidas sean siempre con sus lindos compañeritos. Hay que reconocer que no me salió el rollo de argumentos que tenía para desplegar en mi defensa... pero que el llanto conmueve a los hombres.
Después de eso, al menos un sábado al mes cenamos con mis amigas. Él aprendió a reírse mucho con esos especimenes femeninos. Tanto como me divierto yo con sus amigotes.


María Albertina
Mi primer sábado de trasnoche me recuerda cuánto amaba mi yoly-bell. Tenía, apenas, doce años recién cumplidos, cuando la noviecita circunstancial de mi tío creyó hacerme el gran favor y me llevó a un boliche. Era, también, la primera vez que mis padres me dejaban salir con “amigos mayores” a comer algo, así que ella, aprovechó la ocasión. Sin preguntar, pagó mi entrada junto con la suya. Demasiado atontada con la situación, sólo atiné a seguirla. Y fue un verdadero desgarre. Yo, que todavía usaba enteritos de jeans y sábanas de Barbie, me sentí, más que nunca, niña.
Me mareé de tantas luces, y durante dos días, me dolieron los oídos. Todavía muy chica como para entender ciertas sutilezas, cerré la boca. Tuve miedo al reto de papá, sentí vergüenza de admitir ante mis amigas, tan ansiosas de vivir ese momento, que terminé llorando en el baño de casa, aferrada al cepillo de dientes, en el vano esfuerzo de quitarme el sabor dulce de un humo que sentía pegado a mi ropa, mi cuerpo, mi infancia.
Ya no recuerdo ni el nombre de la piba que aspiraba a convertirse en la tía del año, guiñando el ojo y prestándome un delineador. Pero lo que si tengo presente, es la angustia de mi primer sábado a la noche, cuando, sin pensarlo dos veces, me obligaron a ser partícipe de ese mundo donde sexo y alcohol son los protagonistas principales. Allí sufrí durante horas, por miedo a que los chicos se acercaran a hablar o me rozaran con demasiado interés. Era una nena, y quería volver a casa.
Aunque parezca contradictorio, me esfuerzo en mantener vivo ese recuerdo, para nunca, pero nunca, olvidarme de preguntar a quien está mi lado, si realmente desea dar el siguiente paso.
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domingo, 4 de abril de 2010

No hay caso, me obsesiona

María del Pilar
Fueron nueve meses maravillosos. El encanto de la familia, el centro del mundo, la mimada y consentida. Me sentía plena, y no me importaba nada. Los mofletes tapaban mis ojos, mis piernas eran 2 caños. No se distinguía la rodilla del tobillo. Pero yo era realmente una mujer feliz.
Nació Huerto. La disfruté a cada instante, la alimenté con mi cuerpo y la amo con el alma.
Así, desde el embarazo, todo fue cambiando, pero ellas llegaron para quedarse. Son miles. Son rosadas. Son impiadosas. Hace 16 años que las ataco con productos de todos los colores. Cremas que prometen ser infalibles y valen una fortuna. Remedios caseros que inundan la cocina de mal olor. Tratamientos crueles, amasijan nuestro tórax y no logran combatir ni siquiera a una.
Llegué a hablarles. A pedirles que se vayan. Que me mato haciendo abdominales para tener una panza chata a la que no puedo lucir por culpa de ellas. Pero nada, no hay lágrima que las convenza. Lo único que puedo rescatar es que al menos se instalaron en un solo lugar y no corrieron a mis piernas. Eso hubiese sido la catástrofe.
Nuestra convivencia es muy mala. Me baño y no quiero mirarlas porque sé que están burlándose. Y a pesar de que las tapo con ropa de la más chic, la idea de que se instalaron en mí, me abruma.
Por eso me decidí y saqué turno con uno de esos médicos que ofertan por la web todo tipo de cirugías láser. Y si esto no funciona….abandono la lucha y las dejo ganar la batalla.


María Albertina
Ni aunque haga control mental y les aseguro que lo intenté. También probé salir, leer, hipnotizarme con televisión basura, cerrar los ojos hasta que me duelan. De todo. Pero es inútil. Mi mente divaga y vuelve sobre ese detalle. Es insignificante, lo sé. Lo que no comprendo es porqué, entonces, cuando lo menciono me miran como si estuviera loca o fuera una nena de cinco años. Es ahí, justo en ese momento, cuando se me rompen los esquemas, la gente se vuelve incomprensible y mi paranoia aflora.
Y es que no tolero que pongan la sábana al revés. Me vuelve loca sacar la cubrecama y encontrarme con los estampes de la tela mirando al colchón.
No me interesa que lo entiendan. Me importa tres rabanitos que “de esa forma, al doblar el borde de la sábana superior sobre las frazadas, la costura del derecho queda a la vista”, como argumentó una vez, al borde las lágrimas, la empleada de aquel hotelucho de cuarta, víctima de mi histeria.
Me niego a dormir en una cama donde los estampes no ejerzan su rol decorativo. Y es todo lo que tengo para decir. En mi rol de cliente, siempre llevo la razón. Como ama de casa, hago lo que se me canta. De invitada, me dan el gusto. No pido que me comprendan. No veo la necesidad de armar una mesa de debate, ni de invitar a las eminencias en el tema para dilucidar la cuestión. Sólo quiero irme a dormir sabiendo que al momento de acostarme no me voy a enojar con el mundo.


María Carolina
A esta altura de mi vida, pocas cosas me preocupan al punto de temer que lleguen al nivel del absurdo, a alejarme de la realidad, quitarme el sueño o convertirme en una demente. Tenga la categoría que tenga, la excesiva preocupación de mi tía Cecilia por indagar a cada tipo que conozco en la búsqueda de algún parecido con papá (o sea su hermano) es una de ellas. Otra que el pajarito ese de la publicidad de las tostadas, que remacha y remacha las frases, mi tía acorrala con su batería de preguntas a cualquier hombre que presente algún atisbo de interés por mí.
Siempre aclaro que, aún habiendo pasado la barrera de los 30, mi soltería no es un apostolado, sino que es algo así como una mala racha. Y cada vez que lo recuerdo, escucho a la tía haciendo un exhaustivo análisis de cada uno de los hombres que conoció a mi lado y sus similitudes con papá. Siempre agradezco que no haya conocido a todos.
Cada hombre en mi vida representa el temor a que la relación se vea amedrentada por el cuestionario de la tía. Cualquier manual de metodología científica la querría entre sus páginas.
Para ella, papá fue siempre el adalid de los hombres, el representante más cercano a la perfección del sexo masculino. Y cada espécimen que entra en mi vida es merecedor del comentario que siempre, pero siempre, veo venir cuando la tía pronuncia el clásico “sabés que mi hermano Jorge…”.


María Guadalupe
La plancha. Es increíble como un artefacto tan insignificante puede quemarte -más que la ropa- la cabeza.
No exagero. Soy de esas mujeres que no soportan ver una arruguita siquiera en el jeans. Por eso siempre le estoy dando una pasadita a las prendas, es como hacerles un lifting a cada rato. Lo grave es que nunca me acuerdo si la desenchufé.
Y eso es un problema cuando uno se pasa ocho horas fuera de casa. Pienso que va a explotar todo, que en cualquier momento voy a escuchar las sirenas de los bomberos, que lo eché de nuevo a perder.
Mi marido me dijo mil veces que si dejé la plancha enchufada “pero paradita, sobre la mesada, no pasa nada... a lo sumo se quema la resistencia”. Yo le creo, pero no puedo evitar hacerme mala sangre.
La última vez había hecho veinte cuadras en colectivo rumbo al trabajo, me bajé y me tomé otro de regreso porque estaba segura de que la planchita Liliana hervía. Supe pedirle a la vecina que se meta por la ventana a chusmear que estuviese todo en orden. Hasta llamé a mi hermana para que se haga una escapadita a casa. Y cada dos por tres cierro con llave la puerta y vuelvo a abrir para revisar que esté desconectada.
Lo gracioso es que siempre -sin margen de error hasta el momento- la plancha está desenchufada. Lo que está a temperatura máxima es mi cabeza.


María Julia
El diccionario dice: “La paranoia es un término psiquiátrico que describe un estado de salud mental; caracterizado por la presencia de delirios autorreferentes”.
Pero yo sé que lo mío no es un delirio, yo sé que cuando manejo, los demás, los hombres, están esperando a que me equivoque en el mínimo detalle, para mirarme con cara de: ¿dónde aprendiste a manejar?. O para sacar a relucir todas esas palabras que ellos creen que son de macho y en realidad demuestran las limitaciones que tienen en su lenguaje.
Por suerte para mí Ana, la amiga que más sube a mi auto, además de alentarme a hacer algunas maniobras arriesgadas, está tan segura como yo de que los hombres son ineptos hasta para respetar las leyes de tránsito; por lo que buscan redimir la culpa de sus faltas haciendo quedar mal a cualquier mujer que esté al volante.
Pero como antes decía, esto nada tiene que ver con una paranoia, es sólo una más de las tantas cosas con las que las mujeres nos tenemos que enfrentar. Así que tranquila subo a mi autito pintado de negro: pongo primera, saco el freno de mano y arranco, segura de mi manejo y mi prudencia al volante; con la ventanilla abierta, los pelos al viento y repitiendo “¿Paranoica yo? Jaja. ¡Para nada!”.
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