domingo, 4 de abril de 2010

No hay caso, me obsesiona

María del Pilar
Fueron nueve meses maravillosos. El encanto de la familia, el centro del mundo, la mimada y consentida. Me sentía plena, y no me importaba nada. Los mofletes tapaban mis ojos, mis piernas eran 2 caños. No se distinguía la rodilla del tobillo. Pero yo era realmente una mujer feliz.
Nació Huerto. La disfruté a cada instante, la alimenté con mi cuerpo y la amo con el alma.
Así, desde el embarazo, todo fue cambiando, pero ellas llegaron para quedarse. Son miles. Son rosadas. Son impiadosas. Hace 16 años que las ataco con productos de todos los colores. Cremas que prometen ser infalibles y valen una fortuna. Remedios caseros que inundan la cocina de mal olor. Tratamientos crueles, amasijan nuestro tórax y no logran combatir ni siquiera a una.
Llegué a hablarles. A pedirles que se vayan. Que me mato haciendo abdominales para tener una panza chata a la que no puedo lucir por culpa de ellas. Pero nada, no hay lágrima que las convenza. Lo único que puedo rescatar es que al menos se instalaron en un solo lugar y no corrieron a mis piernas. Eso hubiese sido la catástrofe.
Nuestra convivencia es muy mala. Me baño y no quiero mirarlas porque sé que están burlándose. Y a pesar de que las tapo con ropa de la más chic, la idea de que se instalaron en mí, me abruma.
Por eso me decidí y saqué turno con uno de esos médicos que ofertan por la web todo tipo de cirugías láser. Y si esto no funciona….abandono la lucha y las dejo ganar la batalla.


María Albertina
Ni aunque haga control mental y les aseguro que lo intenté. También probé salir, leer, hipnotizarme con televisión basura, cerrar los ojos hasta que me duelan. De todo. Pero es inútil. Mi mente divaga y vuelve sobre ese detalle. Es insignificante, lo sé. Lo que no comprendo es porqué, entonces, cuando lo menciono me miran como si estuviera loca o fuera una nena de cinco años. Es ahí, justo en ese momento, cuando se me rompen los esquemas, la gente se vuelve incomprensible y mi paranoia aflora.
Y es que no tolero que pongan la sábana al revés. Me vuelve loca sacar la cubrecama y encontrarme con los estampes de la tela mirando al colchón.
No me interesa que lo entiendan. Me importa tres rabanitos que “de esa forma, al doblar el borde de la sábana superior sobre las frazadas, la costura del derecho queda a la vista”, como argumentó una vez, al borde las lágrimas, la empleada de aquel hotelucho de cuarta, víctima de mi histeria.
Me niego a dormir en una cama donde los estampes no ejerzan su rol decorativo. Y es todo lo que tengo para decir. En mi rol de cliente, siempre llevo la razón. Como ama de casa, hago lo que se me canta. De invitada, me dan el gusto. No pido que me comprendan. No veo la necesidad de armar una mesa de debate, ni de invitar a las eminencias en el tema para dilucidar la cuestión. Sólo quiero irme a dormir sabiendo que al momento de acostarme no me voy a enojar con el mundo.


María Carolina
A esta altura de mi vida, pocas cosas me preocupan al punto de temer que lleguen al nivel del absurdo, a alejarme de la realidad, quitarme el sueño o convertirme en una demente. Tenga la categoría que tenga, la excesiva preocupación de mi tía Cecilia por indagar a cada tipo que conozco en la búsqueda de algún parecido con papá (o sea su hermano) es una de ellas. Otra que el pajarito ese de la publicidad de las tostadas, que remacha y remacha las frases, mi tía acorrala con su batería de preguntas a cualquier hombre que presente algún atisbo de interés por mí.
Siempre aclaro que, aún habiendo pasado la barrera de los 30, mi soltería no es un apostolado, sino que es algo así como una mala racha. Y cada vez que lo recuerdo, escucho a la tía haciendo un exhaustivo análisis de cada uno de los hombres que conoció a mi lado y sus similitudes con papá. Siempre agradezco que no haya conocido a todos.
Cada hombre en mi vida representa el temor a que la relación se vea amedrentada por el cuestionario de la tía. Cualquier manual de metodología científica la querría entre sus páginas.
Para ella, papá fue siempre el adalid de los hombres, el representante más cercano a la perfección del sexo masculino. Y cada espécimen que entra en mi vida es merecedor del comentario que siempre, pero siempre, veo venir cuando la tía pronuncia el clásico “sabés que mi hermano Jorge…”.


María Guadalupe
La plancha. Es increíble como un artefacto tan insignificante puede quemarte -más que la ropa- la cabeza.
No exagero. Soy de esas mujeres que no soportan ver una arruguita siquiera en el jeans. Por eso siempre le estoy dando una pasadita a las prendas, es como hacerles un lifting a cada rato. Lo grave es que nunca me acuerdo si la desenchufé.
Y eso es un problema cuando uno se pasa ocho horas fuera de casa. Pienso que va a explotar todo, que en cualquier momento voy a escuchar las sirenas de los bomberos, que lo eché de nuevo a perder.
Mi marido me dijo mil veces que si dejé la plancha enchufada “pero paradita, sobre la mesada, no pasa nada... a lo sumo se quema la resistencia”. Yo le creo, pero no puedo evitar hacerme mala sangre.
La última vez había hecho veinte cuadras en colectivo rumbo al trabajo, me bajé y me tomé otro de regreso porque estaba segura de que la planchita Liliana hervía. Supe pedirle a la vecina que se meta por la ventana a chusmear que estuviese todo en orden. Hasta llamé a mi hermana para que se haga una escapadita a casa. Y cada dos por tres cierro con llave la puerta y vuelvo a abrir para revisar que esté desconectada.
Lo gracioso es que siempre -sin margen de error hasta el momento- la plancha está desenchufada. Lo que está a temperatura máxima es mi cabeza.


María Julia
El diccionario dice: “La paranoia es un término psiquiátrico que describe un estado de salud mental; caracterizado por la presencia de delirios autorreferentes”.
Pero yo sé que lo mío no es un delirio, yo sé que cuando manejo, los demás, los hombres, están esperando a que me equivoque en el mínimo detalle, para mirarme con cara de: ¿dónde aprendiste a manejar?. O para sacar a relucir todas esas palabras que ellos creen que son de macho y en realidad demuestran las limitaciones que tienen en su lenguaje.
Por suerte para mí Ana, la amiga que más sube a mi auto, además de alentarme a hacer algunas maniobras arriesgadas, está tan segura como yo de que los hombres son ineptos hasta para respetar las leyes de tránsito; por lo que buscan redimir la culpa de sus faltas haciendo quedar mal a cualquier mujer que esté al volante.
Pero como antes decía, esto nada tiene que ver con una paranoia, es sólo una más de las tantas cosas con las que las mujeres nos tenemos que enfrentar. Así que tranquila subo a mi autito pintado de negro: pongo primera, saco el freno de mano y arranco, segura de mi manejo y mi prudencia al volante; con la ventanilla abierta, los pelos al viento y repitiendo “¿Paranoica yo? Jaja. ¡Para nada!”.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Marías: me mostraron que estoy loca por los cuatro costados! Excepto por las sabanas, soy igual de histérica con la estrias, la plancha, el auto y los comentarios de mi familia sobre mi "soltería".

Publicar un comentario