domingo, 13 de junio de 2010

Agua que no haz de beber...no la dejes gotear


María Albertina
Les declaré una guerra silenciosa. De batallas libradas a base de insistencia y hastío. Pero perdí. Ganaron ellas. Las dueñas de todos los Ohhh, los mirá vos, los que importante, y los falsos asentimientos de cabeza que acompañaron mis charlas y argumentos. Al final, estas amas de casas fanáticas de la limpieza, siguieron comentando el Show de Tinelli con la vecina de al lado, mientras la manguera derrochaba agua.
Pese a mi esfuerzo denodado, las Doñas que alguna vez intenté pasar a mi credo de mundo verde, no comprenden que ese –el líquido más abundante de la Tierra- puede volverse un recurso no renovable si no se utiliza cuidadosamente, se le da tratamiento, circulación, liberación.
Al principio les hablé seriamente, con explicaciones detalladas, datos de sequías, cambios de clima, etc. Después, probé con un poco más de amarillismo: enfermedades por falta de correcta potabilización, problemas de hígado, riñones y cuanto recóndito lugar de nuestro cuerpo pudiera afectarse por falta de higiene e hidratación. Finalmente, usé golpes bajos: nietos sin posibilidad de usar una pelopincho, bisnietos sometidos al racionamiento, africanitos recorriendo kilómetros por un balde con agua de pozo.
Recibí muchos aaaah, alguna que otra lagrimita, dos ofrecimientos de dinero y hasta el reconocimiento de “mirá cuanto sabe esta nena”. Pero nunca logré que usaran baldes para limpiar la vereda, cerraran la canilla al lavar los platos, o cortaran el flujo de agua antes de comentar la televonela de la tarde.


María Julia
Tic, tic, tic, hacía la canilla que no desistía de gotear; por momentos parecía que iba a dejar de soltar las pequeñas partículas que después de media hora me están empezando a volver loca. Pero no, ellas seguían cayendo como si su único objetivo en el mundo fuera hacerme levantar después de joder por horas.
Y es que aunque no toleraba el sonido que producían, más me costaba pensar en tener que levantarme en el medio del frío de mi departamento. Parecía adrede pero el acolchado en ese momento se sentía más suave que nunca, y la cama estaba tan calentita que presagiaba toda una mañana de domingo dentro de ella.
Sin embargo no pude resistirme; mis oídos parecían más agudizados que nunca. Ni siquiera cuando trato de escuchar las conversaciones de las arpías que trabajan conmigo mis oídos funcionan tan bien como lo hacían en ese momento.
Así que pese a mi mal humor por culpa de unas diminutas gotas, me levanté en medias y musculosa y fui corriendo para cerrar del todo la canilla. Con tanta mala suerte que en el apuro por volver a la cama, tropecé con los jeans que habían quedado tirados en el piso después de una noche agitada y me fui como en caída libre a la punta de la cama. Lo que generó para mi desgracia, que en vez de volver a ella a disfrutar del domingo, terminara en la guardia de la clínica con la mano recalcada.


María Carolina
Hace dos días que escucho el continuo golpeteo. No tiene fin, y yo trato de no dedicarle atención mientras estoy en casa. Cuando mi concentración se va tras el sonido, me resulta imposible no acordarme de esos relatos que escuché sobre la tortura china. Dos días escuchando el sonido enloquecedor de la gota de agua me convencen sobre los efectos psicológicos que habrán provocado.
Desarmé la canilla el primer día: la ajusté y nada. Creo que tal vez tenga que cambiarle el cuerito, que es el conocimiento más avanzado que tengo en materia de plomería.
Imagino a mamá si supiera que la canilla pierde hace dos días y no pude resolverlo:
–Pedile a tu vecino, ese de ojos lindos que parece tan amable –me diría, refiriéndose al pesado que juega a la play hasta la madrugada. O empezaría a enumerar a alguno de los hombres que me conoció y afirmaría que es una buena excusa para retomar un vínculo. O llamaría a alguna de mis hermanas, para pedir que envíen a alguno de mis cuñados.
Un mensaje de texto y la gota que vuelve a caer interrumpen mis pensamientos. Mamá pregunta a qué hora cenamos juntas esta noche: ella siempre aparece en el momento justo. Riéndome de mí misma, le escribo: “Dame unos minutos. Arreglo con el plomero a qué hora puede venir por un trabajo y te confirmo”.


María del Pilar
La noche en que la canilla ubicada debajo de la ducha comenzó a gotear sin parar, mi mente débil y exageradamente irascible entró en estado de shock. Era un sonido que retumbaba las entrañas, que no me permitía conciliar el sueño.
Por eso decidí buscar en la guía un plomero predispuesto a salir de la cama a las 03:00 AM para solucionar el inconveniente. Mínimo, dirán algunos, pero para mí era la batucada de Río sonando en mi baño. Estaba dispuesta a pagar lo que sea a cambio de que silencien esa canilla.
Llamé sin éxito a 10 profesionales de la cañería, y cuando me resignaba a pasar una noche de paranoia, logré que un alma caritativa me confirme que en ese momento salía hacia mi casa con la artillería necesaria para combatir esas inmundas gotitas.
Esperé ansiosamente unos 15 minutos, hasta que vi llegar el utilitario blanco. Respiré aliviada, y caminé rápidamente hacia la puerta. Despeinada, en pantuflas, sin maquillaje y empapada en crema de pepinos. Un horror de mujer. Él, en cambio, vestía mi debilidad en prendas masculinas: el overol azul, y una gorrita al tono que le quedaba muy bien.
Cuando me preguntó sobre el problema, comencé a tartamudear, cual adolescente nerviosa. Fuimos hasta el baño y entre tecnicismos y miradas cómplices se abalanzó sobre mi cuerpo. Mi mente pedía resistencia, pero mi sangre exigía entrega, impulso puro, sin miedo al arrepentimiento. Una vez más la segunda valió sobre la primera, se acalló el sonido del agua cayendo constantemente y la noche dejó de ser una pesadilla.


María Guadalupe
Mi marido duerme. Ronca. Ya pasaron las doce de la noche y yo sigo a las vueltas. No sé cómo una puede tener cosas -tan triviales, tan aburridamente domésticas- que hacer a esa hora. Pero sí. Vengo del patio a las corridas porque hace frío. Traigo una pila de ropa que estuvo seca hace unas horas, pero a esta altura está húmeda por el rocío. En el apuro se me cae una media, pierdo una tanga. Aunque de esto me enteraré mañana.
La cuestión es que ahora, que ya solté la ropa sobre una silla, apagué la computadora, le dí de comer a la perra y me lavé los dientes: voy a la cama.
Me acurruco junto a mi marido. Dura poco: “Correte que tenés las patas heladas”, me dice, tan dulce él. Así que giro y quedo como un bollito. Tengo sueño pero no me puedo dormir. Va a ser la una. Y yo empiezo de repente a escuchar todo. Absolutamente todo. Hasta veo sombras imposibles en la oscuridad.
Entre ronquido y ronquido, paro las orejas. No, no puede ser. Sí, ese ruidito lo conozco. No, no puede ser. No lo tengo que escuchar. Ahora meto la cabeza bajo la almohada. Pongo la mente en blanco, tomo aire por la nariz – suelto por la boca, rezo para encontrar doscientas ovejas que contar.
No. Entre ronquido y ronquido escucho un poc-poc. Y pienso en lo niños de África. Y siento que por mi culpa se derrocharán decenas de litros. La obsesión me vuelve exagerada. Ridícula. Entonces digo 1,2,3, me destapo y corro casi en puntas de pies. En dos pasos sé que me odio por levantarme. Pero sé también que no podré dormir si no voy hasta el baño a cerrar esa bendita canilla que gotea.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un poco de todas, es lo que me pasa con una canilla que gotea.
También, me arremangué, pinza y cuerito en la mano, y sin esperar un hombre en casa, la arreglé yo.

un beso

Anónimo dijo...

María Guadalupe,me siento totalmente identificada con vos!! También soporto el ronquido y la canilla que gotea, je,y además no logro cerrar completamente esa bendita canilla que a mi marido parece no perturbarle , ni tampoco puedo conseguir un "profesional de la cañería" que arregle la bendita y odiosa canilla....

Otras Marías dijo...

Dramas cotidianos de tipas obsesivas y casadas como nosotras, no?
Beso para la mujer anónima.
Y bien por Ana que se las ingenia sola para cambiar el cuerito de la canilla!


Ma. Guadalupe.

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