domingo, 2 de mayo de 2010

Odio, divino placer


María Julia
Bueno dale, nos escribimos... suerte y nos estamos viendo –le dije y empecé a caminar, aunque mis piernas me pedían a gritos que corriera. Es que por más que lo intentara no había caso, lo seguía odiando; desde aquel día en que Esteban me lo presentó como su mejor amigo.
Era obstinado, cabeza dura, machista y no le funcionaban dos neuronas juntas, pero para mi desgracia era “el” amigo de la persona con la que en ese momento salía. Y aunque ya lo había intentado varias veces, no había boicot que los separara.
No tenía ninguna cualidad que me agradara, pero lo que más me molestaba eran esas tontas escenas de celo que le hacía a Esteban (en esa época) por pasar el fin de semana conmigo. ¡Y claro! Él estaba sólo como un hongo, quién le iba a dar bola a un pesado celoso de 27 años; por lo que yo cargaba con la cruz de aguantarme su compañía algún día de la semana.
Esa tarde cuando lo vi no podía sacarme de la cabeza la idea de que, en gran parte, la ruptura con Esteban fue su culpa. Por las discusiones que generaba entre nosotros dos y por los eternos planteos que hacía sobre mi persona, por ser como él decía: “tan liberal y liberada”.
En el momento en que se me acercó a saludarme sentí subir por mi garganta una metralleta de insultos, pero contuve los disparos y muy protocolarmente lo saludé, hablé algunas pavadas y me despedí. Deseosa de jamás volver a cruzarlo.


María Albertina
No quiero verla. Me irrita. Escucharla me avergüenza. Anita, la prima mayor, es quien, al decir de las viejas, debería ser el modelo a seguir, pero que de ejemplar, sólo tiene la a.
Por eso me ofuscó tanto percibir que mis tías y primas, incluso mis hermanas, se erigían en defensoras de turno. Y es que, cuando Ana anunció casamiento, la hipocresía se volvió plaga.
De golpe, toda la familia pareció olvidarse de que Anita ostenta 36 años de eterna adolescencia –casa de papá, plata de mamá-, y una biografía donde abunda la parranda, la pilcha inescrupulosa, decenas de novios, el continuo maltrato verbal hacia su madre, ocho despidos y un reiterado abandono escolar.
Pero no fue esa la causa de mi enojo, si alguien estaba dispuesto a cargar con Ana, suerte y hasta la vista. Lo que me indignó, fue esa frase, pronunciada sin piedad y repetida por todos. “Era hora que asiente cabeza”, inauguró tía Mechi. Y el resto, asintió.
Inocentes o no, esas palabras obraron como un cachetazo que me dio de pleno en el orgullo. Fue una burla sin filtros para el esfuerzo de todas las mujeres de la familia que a los 18 terminamos el secundario, empezamos a trabajar y estudiar, ahorramos, tenemos novios formales, proyectos, e incluso, qué locura, ideas propias.
Yo sé que si abro la boca, van a tildar mis palabras de envidia, en dos minutos seré la celosa, y en diez, una desagradecida que no está dispuesta a compartir la felicidad de su prima mayor. Pero juro que esta vez, tía Mechi logró reavivar mi odio visceral hacia el halo protector con que la familia mistifica a Anita.


María Carolina
Y no. No es un sentimiento grato el sentir que odiás a alguien. O al menos a mí no me hace sentir bien. Pero como no se puede obligar a nadie a sentir… a mí me tocó odiarla.
Todos en mi familia la adoran. Siempre bien vestida, casual pero con cierto toque que la distingue; haciendo gala del dinero que tiene y malgasta. Destacando la familia maravillosa, unida y cómplice, el marido comprensivo y seductor, lo inteligente que son sus hijos. Siempre compartiendo con el mundo su vida sacada de una película (mala) de Disney.
La odio. Y el odio me invade cada vez que la veo o la nombran. Cada vez que la cuñada de mi hermana mayor planea venir a casa, siento que huiría a la isla más remota con tal de no escucharla pavonear sobre sus proezas semanales.
Su absurda hipocresía me abruma. La imagino pensando los relatos de los que va a hacer gala apenas entre en casa. Detesto que nos mire como si estuviera sentada en una nube y esa necesidad de demostrar que sus niños siempre almuerzan provistos de una gaseosa, como si eso fuese sinónimo de buen vivir. Me repugna el alarde que hace por la ropa recién comprada: como si no conociera que su marido comprensivo la lleva de compras para lavar su conciencia, sucia de tanto amorío casual. Y la odio, por intentar venderme su vida en envase de película, de esas por las cuales apagaría el televisor.


María del Pilar
Pasaron 11 años pero yo todavía lo recuerdo como si fuera hoy...
Diciembre de 1999. Huerto cursaba sus últimos días en Salita de 5, con todo lo que eso implica. La familia completa se venía preparando para verla subir al escenario, recibir su diploma, ese que la habilitaba a usar guardapolvo blanco.
Hacía un mes que la Seño Patri no encontraba el cuaderno de comunicaciones de Huerto por ningún lado.
-No te hagás drama, Pili -me dijo la yegua. Mirá si vas a comprar uno por un mes que queda de clases. En todo caso, si hay que notificar algo, te mando el papelito en el bolsillo del delantal.
Y así fue pasando el mes.
Una mañana, Huerto se despertó sobresaltada, recordando que ese día había un acto en el jardín “a las ocho y media”. Preocupada, llamé y la portera me refregó, como si fuera una criminal, que ese acto, el de finalización del ciclo lectivo, “había sido” a las 08:30 horas. El egreso de Salita de 5, al que mi hija nunca fue. Al que nunca me avisaron que debíamos asistir.
El tiempo que transcurrió entre que colgué el tubo y aparecí despeinada en plena reunión de docentes, fue mínimo. Nunca voy a olvidar la lista de insultos que se escaparon de mi boca ante las miradas de espanto de todas las maestras.
Yo no entendía cómo esa mina nos arruinó lo que estuvimos esperando 3 años. Por eso lloré, la maldije y volví a casa con una sensación horrenda. La de odio. La que todavía conservo cada vez que me acuerdo de la Seño Patri.

 
María Guadalupe
A la noche cuando la luz se apaga y ya escupí el padrenuestro como si fuera un chicle que pierde gusto y se vuelve duro, rezo. Suplico. Le pido por favor a la virgencita de Guadalupe que haga honor a que la llevo en mi nombre y que se cumpla. Que se cumpla-que se cumpla.
No lo hago por ella, lo hago por mí. Es que tengo una tía budista-reikista-pacifista que dice que todo te vuelve duplicado. La ecuación es simple: si uno le desea el mal al otro, le termina pasando a uno algo mucho peor.
Sí: lo mío es estrategia pura, y no me voy a golpear el pecho para cantar por mi culpa. Después de todo mi gesto termina siendo noble porque a la única persona que me hizo conocer lo que es el odio se la encomiendo a los ángeles y arcángeles todas las noches.
Es un poder de concentración total, un acto zen, casí místico, pasar de escupir fuego por la boca cuando me la cruzo en el súper o en la cola del banco a desearle lo mejor para su futuro, con paz, amor y toda esa cursilería que suena encantadora.
Así que a ésa, a la que ya ni siquiera nombro y a la que de tanto esfuerzo intelectual finjo perdonar, a ésa... le deseo buena vibra y que se gane el Quini si dios manda. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén.

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