domingo, 16 de mayo de 2010

La peste viene en frasco chico


María Guadalupe
Mamá me había hecho acordar a los cazafantasmas. Sólo le faltaba el mameluco, pero el recuerdo de hoy llega hasta con la musiquita de ese dibujito animado. Estaba con toda la artillería en la mano, lista para actuar.
Quizá le gustaban esas batallas difíciles. Era como una guerra personal donde se liberaba. Esa tarde de marzo fuimos al patio, porque con la luz del sol el enemigo se veía mejor. Y ella aplicó loción, un peinecito que tiraba los pelos hasta arrancar el grito y la botella de vinagre que usaba para cocinar.
Untó la mezcla sobre mi cabeza con guantes de goma color amarillo y luego me envolvió el mejunje con una bolsa de residuos. Esperamos 30 minutos, lo que fue una barbaridad de tiempo: sentía que el cuero cabelludo estaba en carne viva.
Al otro día cuando fui a la escuela con una colita atada -basta de pelo suelto- todavía emanaba un olorcito agrio que mejor ni les cuento. Y el pelo había quedado opaco, grasoso, como si llevara una semana sin lavar.
Todos se dieron cuenta y por unas cuantas semanas me dijeron piojosa.
- Me prestás el lápiz, Piojosa.
- ¿Hiciste la tarea, Piojosa?
- Hoy te lavaste el pelo, Piojosa.
A los 8 años los niños suelen ser más crueles de lo que uno se imagina. Mamá con su filosofía cristiana, me dijo que los perdone, que no sabían lo que decían. Pero excepto el detalle de que esa tarde de sol habíamos combatido 46 piojos, ellos sí sabían.
Desde entonces cada vez que se habla de estos bichos, a mí me pica la cabeza. Es más: ahora, mientras escribo, no me puedo dejar de rascar.


María Julia
No hay peor cosa que un mosquito dando vuelta por tu cabeza en plena madrugada. Justo en el momento en el que vos te disponías placidamente a descansar, ellos aparecen para hacer de tu noche algo parecido a las pesadillas con Freddy Kruger. Es que no sólo debemos soportar su zumbido molesto, sino que también tenemos que cargar al otro día con las ronchas que te dejan, tratando de succionarte un poco de sangre mientras uno pretende a duras penas conciliar el sueño.
Y eso fue lo peor que me pudo hacer uno de estos bichos molestos.
Era pleno enero y yo me preparaba para el encuentro con mis ex compañeros de la secundaria. Tenía pensado en todo lo todo lo que hiciera falta para estar esplendida esa noche. Ya había elegido el vestido rojo que mejor mostraba mis piernas; me había depilado con lujo de detalle, había comprado ropa interior de encaje y un perfume importado, había practicado varias veces el peinado (ni tan armado ni tan desprolijo, cosa que pareciera natural), ya estaba bronceada y lo único que me faltaba era descansar bien para no tener cara de cansada a la noche.
Así de entusiasmada me fui a dormir una siesta; pero para mi desgracia ésta terminó en tragedia. Y a la noche tuve que cargar de maquillaje mi cara para disimular la enorme roncha que el mal parido mosquito me dejó, en medio de la frente.


María Albertina
Son crujientes y puntuales. No pican, no huelen, no alteran el sabor. Están ahí. Caminan en el corazón del pan. Ensucian el azúcar. Y últimamente, he llegado a encontrarlas en la sal, el orégano y hasta muertas de frío en los estantes bajos de la heladera, coladas a través de la goma reseca que sella la Siam que supo ser de la nona.
Sé que llega el verano porque ellas me invaden, en hilera perfecta salen de entre los zócalos y van sin error a la alacena. Aunque me tome el trabajo -y lo he hecho- de cambiarla de lugar.
No respetan repelentes, esquivan todo tipo de polvos y se reproducen hasta en mis sueños. Por ecologista, estoy en contra de más de la mitad de los productos que se usan para eliminar estos bichos molestos, la mayoría son aerosoles que atentan con el aire limpio o veneno para plantas y pulmones, pero, tengo que admitirlo, los he probado a todos. Y lo único que obtuve fue culpa.


María Carolina
Ese verano habían tomado mi hogar. Había una gran invasión, y los malditos bichos cantores se sentían los dueños de la casa.
Teníamos un patio enorme, en el que por las noches se armaban eternas fiestas de grillos. Los benditos bichos, fieles a sus hábitos nocturnos, se la pasaban de joda. Con el amanecer, algún trasnochado quedaba allí como muestra de que la noche había estado sensacional. ¿Tendría resaca?
En la entrada a casa, limpia a más no poder, oficiaban de recepcionistas. Pasadas las siete de la tarde, el lugar se cubría de música ambiental. Todo muy lindo, si no fuera porque el sonido se volvía insoportable después de pasados 15 minutos.
Temí que comieran mi ropa, que arruinaran mis libros y mis muebles. Los odié. Y no hubo forma de echarlos. Hasta llegamos a sufrir un principio de intoxicación de tanto insecticida que utilizamos.
Y nada.
Día tras día, seguían ahí. Por la mañana barríamos cadáveres de grillos, por la noche escuchábamos el concierto aterrador. ¡Malditos grillos!


María del Pilar
Mi terapia alternativa preferida para las deprimentes tardes de domingo es lavar el auto. Me encanta usar mis jeans viejos, las zapatillas más harapientas, atarme un pañuelo en la cabeza y frotar incesantemente cada uno de los rincones de mi querido coche. Lustro las ópticas hasta dejarlas espejadas, el tapizado del asiento que reluzca y que después de tanto trabajo todo huela a limpio y encerado.
Es un gusto verlo brillar, aunque confieso que hay ciertas partes a las que prefiero ni rozar. Particularmente mi bronca es contra esos bichitos casi invisibles que se van pegando a diario en el paragolpes delantero y el parabrisas. Sumado a las mariposas enredadas en la parrilla. Porque verlas volar por el cielo azul es divino, pero cuando se pegan a tu auto, las empezás a odiar.
Y el resto del mini zoo silvestre, alimento de sapos, se complota para hacer de un lavado de auto placentero la peor de las torturas. No hay cepillo de cerda suave que pueda combatir los rastros de estos animalejos. La única receta es frotar con paciencia para que ningún alita arruine el vidrio y que los plásticos no se tiñan de negro y naranja. Además de rogar que no se nos rompa la uña por culpa de rascar sin parar para dejar todo impecable.
Son 3 horas dominicales dedicadas a combatir a esos seres que, solos no hacen notar su presencia, pero en grupo y en mi auto son verdaderamente molestos.

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