domingo, 23 de mayo de 2010

Historias condimentadas: mi suegra y yo

María Julia
-Ay Julia, decí que te encuentro –me dijo, y yo ya sabía que era Ana con alguno de los problemas que le genera su suegra. Y así fue, casi una hora al teléfono escuchándola quejarse de la madre de su esposo, y aunque no me molestaba, el tema me hizo recordar lo que más odiaba de las suegras que tuve a lo largo de mis relaciones.
Sin ninguna duda el primer lugar se lo lleva “la comida de mi suegra” o mejor dicho de la que en ese momento lo era.
No se porqué, pero pareciera que este tema y todo lo que tiene que ver con la cocina, les sirve a las madres como excusa para martillar con preguntas a la mujer que trae a comer su hijo. Desde las "más inocentes" como: ¿Sabés cocinar; porque mi hijo es de buen comer? Hasta esas otras que vienen acompañadas de miradas indiscretas que intentan analizarte por lo que comés y cómo lo hacés.
Así, de una relación a otra, lo que siempre me molestó son éstas mujeres y su fetiche con la cocina. No saben estas madres adorables que existe la liberación femenina; que hoy estudiamos, trabajamos, vivimos solas, y eso nos identifica, no lo bien o mal que cocinamos.
Pese a mis ganas de formar un grupo de facebook, para todas las que como yo detestamos las comidas con las suegras, el reclamo de: ¿Qué hago? de mi amiga, me hizo bajar un cambio y con la voz más dulce que pude hacer, sólo atine a decirle: Tranqui Ana, a todas nos molesta algo de las suegras; pero en el fondo siempre tiene atributos que nos hace quererlas…

María Albertina

Me bastó una sola lección para aprender que nunca más. Ahora, antes de salir, mastico cualquier cosa que haya aterrizado en mi heladera y voy con la panza llena. Así el olor a carne recién horneada no se convierte en un estímulo cercano a la tortura. Así, puedo ver sin lágrimas en los ojos como toman ese corte de lomo –crujiente al morder pero suave al tragar, en el punto justo para producir a quien fuere un ataque de canibalismo- y lo rocían con salsa del más puro chocolate.
La primer navidad que me tocó tragar el tradicional plato festivo de mi suegra, me sentí como quien come el pimiento más picante del mundo. Lloré. Tras una sonrisa a puro compromiso, mi cuerpo y mi lengua se negaron a aceptar. Unas lágrimas discretas –y saladas, siempre bien saladas- me devolvieron la cordura. No iba a ser partícipe de semejante atrocidad. O me plantaba o la próxima no aceptarían un no ante el arroz con leche.
Justo ahí, cuando mi cerebro se acercaba al momento crucial donde la decisión se vuelve una ley personal, una verdad irrevocable, ella, la cocinera, abrió los ojos ante mi plato todavía lleno y arguyó un cómo está todo querida. Y yo, caradura desde que tengo memoria, cometí entonces el error fatal: miré de reojo a mi noviecito recién estrenado y no pude decepcionarlo. Refloté lo mejor de mi hipocresía, arguyé que sí, sí, todo está re rico y sufrí hasta el último bocado.

María Carolina

Fueron cinco meses, largos e intensos, de noviazgo con Sebastián. Ya sé. Cualquiera diría que fue poco tiempo pero con Seba todo era intenso, al punto de sentir que la emoción te quitaba el oxígeno, o no era. Así de sencillo.
Lo conocí por casualidad y todo fue muy rápido. Tanto, que antes del tercer mes yo me estaba probando mi vestido de florcitas lilas para ir a comer a lo de su mamá. Una locura.
En ese momento no pensé que fuese grave: “María Carolina, parece que esta vez vas a tener suerte con los hombres”, me dije. Este pibe me estaba llevando a lo de su mamá, hacía poco que salíamos y todo venía bien. Hasta que ese domingo conocí a Elba.
Adoro la comida y no es ninguna novedad. Mi listado de cosas que no me gustan o me caen muy mal apenas debe llegar a 15. Elba era prodigiosa en la cocina: no sé cómo, pero siempre lograba reunir al menos cinco de ellas en un mismo plato. Imposible convencerla de mi sufrimiento.
Juntaba el ajo, la pimienta negra y el puré de tomate, con la cebolla de verdeo y el hígado: el resultado era mi cara lista para ser mostrada en un programa de rarezas. O armonizaba el puré de tomate con unos aritos de cebolla fritos, lo que me empujaba a mudarme al baño y volverme adicta al Sertal durante una semana.
Inevitable compararla con Yiya Murano. Hasta a Sebastián logró convencer de que lo mío era una total exageración. Y sus platos marcaron el camino hacia el fin de nuestra relación.


María del Pilar
Era un placer verla a esa señora con sus tacos aguja, sus labios pasionalmente rojos, sus collares de perlas y las pulseras a tono. Así de aggiornada los jueves a la noche amasaba una especie de pasta italiana a la que no le faltaba nada. Tomillo, albahaca, hierbas exóticas...todo en un solo y delicioso plato.
La cena de los jueves lograba aplacar el mal humor, las discusiones, los reproches. Nos sentábamos a la mesa y nos disponíamos a disfrutar.
Esa señora fue por mucho tiempo el único sostén emocional de algo que se caía a pedazos. Y en sus comidas se materializaba el amor que sentía por nosotros, sobre todo por su nieta. Disfrutaba al vernos saborear sus tartas de manzana, nos envolvía el alma con el aroma de los tomates recién cortados de la huerta y sus masitas de amoníaco eran una verdadera obra de arte.
El día que la sepultamos todos supimos en el fondo que con ella se iba la poca unión familiar que nos quedaba. Que sus recetas se llevaban algo más que los secretos de la salsa rosa.
A partir de ese momento solté la mano de su hijo, me aferré a su nieta que amamos todos y dejé de comer pastas italianas.

María Guadalupe
La culpa es mía. Por callarme la boca, por darle el gusto, por esa cosa estúpida de querer encajar siempre. No me gusta cocinar y no está mal. ¿O acaso las mujeres nacemos con un manual de cocina incorporado? Parecería natural. Y no lo es. Yo detesto la gastronomía como otras se fastidian con la filosofía.
Así que me tendría que haber importado un comino si la madre de él rehogaba las cebollas con manteca, si le ponía dos hojitas de laurel a la salsa o si pasaba dos veces por huevo las milanesas. Un comino. Pero no. Yo le decía “bueno, mi vida” y trataba de que la comida me saliera igualita a la de mi suegra.
Un esfuerzo inútil que como genial recompensa tenía un: “bastante parecidas te salieron las milanesas”. Era el colmo que él se encargara de hacer de su madre una figura molesta, porque en verdad Rosa era una buena tipa, de esas que no se meten, que no opinan.
Pero él insistía con la comida. Y hacía de la cocina un lugar insoportable donde el cordón umbilical jamás se desprendía. Que mi mamá repulga así, que las papas fritas esas las cortaste muy gruesas, que en mi casa al puré le poníamos queso rallado, que... que si no te callás te voy a partir la cacerola por la cabeza, le dije ayer. Y le solté la puteada esa que incluye a la santa que lo parió -aunque después me arrepentí.
Pero la culpa es mía: no por no saber cocinar sino porque una jamás debe permitir que la comparen con la suegra, porque de antemano esa batalla siempre está perdida. Y una se siente al horno con papas.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Cocinarán rico o feo... pero eso sí: no se puede negar que las suegras se hacen notar. Siempre hay que decir algo sobre ellas, jaja.
Adoro a la mía. Y cocina muy, muy rico.
Julieta

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